Hombres perdidos en tiempos difíciles
© MANUEL RICO
El pasado 11 de abril falleció Antonio Ferres. Me contó su editor, aquel mismo día, que fue del Covid 19 pero no por contagio: murió con 96 años, tres días después de que su compañera le dijera que tardarían mucho en reabrir los bares. No es mala motivación para quien tuvo en la ironía una forma de relacionarse. El caso es que se nos fue en silencio. Solo los muy interesados en la narrativa española del último medio siglo y curiosos ocasionales, al margen de aquellos escritores que han vivido directa o indirectamente la peripecia de nuestra novela en los años cincuenta y sesenta, saben de él. Autor de La piqueta, de Tierra de olivos, de Los vencidos (una novela que fue censurada por el aparato franquista y que no se publicó en España hasta 2005) y, junto a Armando López Salinas, de Caminando por Las Hurdes, libro de viajes de referencia, aparte de su obra poética, tardía y excelente, es uno de los varios “hombres perdidos” de nuestra historia literaria más reciente.
Así se autocalificó en su imprescindible autobiografía, Memorias de un hombre perdido, editada por Debate en 2002 y, desafortunadamente, no reeditada con posterioridad. Un hombre perdido. A caballo de diversos exilios, profesor en Estados Unidos y retornado en 1976 a España, con la democracia, no estuvo solo en ese particular elenco como luego veremos.
Ferres vivió desterrado en su propio país, fue testigo, casi siempre silencioso, del proceso democrático que se abrió paso tras las primeras elecciones generales y llevó una existencia discreta que emergió ligeramente a la actualidad cultural cuando una editorial independiente como Gadir decidió recuperarlo para la realidad literaria del siglo XXI. No todos han tenido esa suerte. Hace ya muchos años, mediada la década de los ochenta (lo cuento en mis diarios de ese tiempo, Escritor a la espera), dediqué algunos meses a leer y releer a autores olvidados de los años cincuenta y sesenta. Ayudado por la magnífica Historia de la novela social española (1980) de Santos Sanz Villanueva, rastreé la obra de autores que tuvieron cierto relieve en aquellos años y que habían sido desterrados, algunos en vida, de cualquier canon literario. Curiosamente, eran años en los que Carver, Ford, Tobias Wolf, Jay McInerney y otros cultivadores de lo que se dio en llamar “realismo sucio” arrasaban en España de la mano de Anagrama a la vez que se levantaban montañas de olvido sobre aquellos escritores, tan realistas, a veces tan misteriosos e inquietantes, como los norteamericanos. Sólo el Aldecoa de los cuentos y, parcialmente, Medardo Fraile se libraron de ello. Anegados por la oleada de lo que se dio en llamar la novela light y, en general, por la nueva narrativa española y cierta pasión postbenetiana, quedaron, entre otros, José María del Quinto, Alejandro Núñez Alonso, el Jesús Fernández Santos de Los bravos, Daniel Sueiro, Armando López Salinas, con una novela de calidad muy superior a La mina, titulada Año tras año y de la que hoy todo se ignora, o Jesús López Pacheco, autor de Central eléctrica, novela de una solvencia y originalidad (y calidad de escritura) que para sí quisieran muchas narraciones de hoy. Algo similar ocurrió con narradoras como Carmen Kurtz, Dolores Medio, Elena Quiroga o Concha Alós, que asumieron en su narrativa ingredientes de carácter crítico (aunque menos visibles) y que quedaron también en una zona de olvido de la que al día de hoy no han podido escapar.
Todas las etapas o épocas literarias tienen sus “hombres (y mujeres) perdidos”. Pero no en todas es tan injusta su desaparición. De aquel entonces surge, con motivo de su muerte, Antonio Ferres aunque de distinto modo a como lo hicieran otros nombres: el ejemplo de Julián Ayesta y de su novela Helena o el mar del verano es, a este respecto, llamativo. Fue rescatada por Acantilado y acogida con un rotundo respaldo crítico en los años noventa del pasado siglo. Otro rescate fue el de Juan Eduardo Zúñiga, cuyos relatos, en especial su Trilogía de la Guerra Civil, encontraron acomodo en la actualidad literaria de los últimos años con el respaldo de dos editoriales de prestigio. Tal vez el sesgo ideológico de la posición cívica y política de Ferres (fue militante del PCE y nunca se arrepintió de ello) haya contribuido a su menor proyección en comparación con Ayesta o con Zúñiga, cuyas obras tienen mucho de apuesta de lenguaje desprovista de la fuerte componente realista y social de las primeras de Ferres, sobre todo de La piqueta.
En cualquier caso, es curioso el proceso que este y otros escritores han vivido en el úlitmo medio siglo: del silencio y la opacidad casi absoluta en los años 80, en los que se obvió su nombre en cuantos recuentos se elaboraron entonces sobre la novela en España, a un reconocimiento condicionado y vergonzante en lo que va de siglo. Ni siquiera lo hicieron entonces críticos y editores ideologicamente próximos aunque alguno de ellos pasara a reivindicarlo una década después (junto a toda la novela social) participando incluso en el homenaje que la Universidad Complutense le rindió con motivo del cincuenta aniversario de la edición de La piqueta.
Hoy Ferres tiene editada (y bien editada) gran parte de su obra. Javier Santillán y la editorial Gadir han actuado como ángeles custodios en un extraño y casi inverosímil compromiso con la labor de uno de aquellos hombres perdidos en la nebulosa de la narrativa social del medio siglo. Confiemos en que otros autores, con una obra de calidad contrastada, salgan de ese espacio y puedan encontrarse con los nuevos lectores de este siglo XXI bastante más sombrío de lo que pudimos un día imaginar.