‘Calomarde’, de Sergio del Molino
“El Estado de Fernando VII llegaba a muy poquitos sitios, pero a la hora de reprimir era tremendamente eficaz”
Sergio del Molino ofrece con ‘Calomarde. El hijo bastardo de las luces’, el retrato del burócrata perfecto que sobrevive a cambios políticos y que es muy útil en el aparato represivo de un Estado
“Crea para Fernando VII una red de espionaje que funciona muy bien y que se anticipa mucho a lo que luego serán los grandes aparatos de represión del siglo XX”
La historia de un país no está compuesta sólo de hazañas protagonizadas por sus héroes. Los villanos tienen desgraciadamente su cuota de gloria que hay que reconocer al escribir sobre las épocas oscuras. De esas, hay unas cuantas en el siglo XIX español. La editorial Libros del KO inicia una colección dedicada a héroes y villanos y el primero de los segundos es Francisco Tadeo Calomarde, ministro de Justicia de Fernando VII durante una década (1823-1833). Sería más correcto llamarle ejecutor de la represión del régimen tanto contra liberales como serviles (los futuros carlistas).
Quien hace los honores como autor del libro ‘Calomarde. El hijo bastardo de las luces’ es el periodista Sergio del Molino, autor del ensayo ‘La España vacía’, la obra que recordó al país que España se compone algo más que de las diez mayores ciudades. Calomarde (1773-1842) fue ese burócrata oportunista sin muchas ideas propias que termina resultando imprescindible en el funcionamiento del Estado, también en su vertiente más siniestra.
Gana el fanático, porque el burócrata, por su mera naturaleza oportunista, se puede reconducir y adaptar a otras situaciones. Es verdad que Calomarde es un personaje híbrido. Tiene su parte de trepador y oportunista, y también de alguien que cree al final en lo que hace, pero gana de calle su faceta oportunista. De hecho, al final es apartado por los serviles, los carlistas, y se convierte en un apestado para los dos bandos. No le perdonan su carácter arribista.
Se le puede comparar con Fouché o Talleyrand, pero, claro, estos son gigantes. Aparte de oportunistas, llegaron mucho más lejos que Calomarde en un periodo mucho más convulso.
Sí, el paralelismo con Fouché es obvio, pero Calomarde es un personaje mucho más a ras de suelo en una época, además, mucho más mediocre. Es verdad que también es un momento heroico de fundación del Estado español, de fundación de lo que es la nación española. Pero él tiene un papel muy de cloacas del Estado. Y es verdad que tiene una talla histórica muy por debajo de la que tendría un Fouché. Pero precisamente eso es lo interesante para mí. Su carácter de roedor, de ratilla, de personaje que se gana el odio de todos.
Realmente todos los fanáticos o los sistemas políticos detestables necesitan a gente como Calomarde para manifestar su capacidad de hacer el mal. Necesitas a la burocracia y eso vale tanto para el siglo de Calomarde como para el siglo XX.
Pero fíjate que la paradoja de Calomarde y del rey es que ni Fernando VII ni él son fanáticos. Realmente los fanáticos no le perdonan su ambigüedad ni a Fernando VII a él. Están siempre aprovechándose de las corrientes del siglo, surfeando sobre las corrientes fanáticas que sostienen más o menos el Estado. Se aprovechan del caballo ganador en ese momento, que son los fanáticos. Y de hecho, tanto Fernando VII, que era un cobardón y en cuanto le venían de un lado se iba hacia el otro, como Calomarde acaban en la reacción por circunstancias puramente coyunturales y no sé quién se sirve de quién. Yo creo que en este caso son los oportunistas los que se sirven de los fanáticos y acaban escaldados.
¿Hasta qué punto hay Estado entonces en España? Es el comienzo del siglo XIX, del proceso de consolidación de las naciones y de los estados. Pero en un régimen o sistema político en el que todo depende de la voluntad de una persona, el rey, ¿en qué medida podemos hablar de cloacas del Estado?
Claro, es un Estado que se está formando, un Estado embrionario que está gestándose y que demuestra mucha más capacidad de la que el tópico histórico ramplón manifiesta. Porque cuando monta un aparato represivo es muy eficaz. Los liberales son muy fuertes, tienen mucho apoyo del exterior y realmente son la mayoría organizada del país y todos sus asaltos al poder caen en el fracaso constantemente, porque los desbaratan.
Realmente a la hora de organizar la represión y lo peor del Estado, son muy eficaces, pero es verdad que es un Estado muy débil que de hecho fracasa estrepitosamente a la muerte del rey, porque el verdadero poder en España no está en el rey. Está en los poderes locales, los caciques, la nobleza, el clero que todavía, sobre todo a nivel local, es muy poderoso. El Estado moderno encarnado en Fernando VII, y la embrionaria estructura liberal, todavía no es capaz de hacerse fuerte. Es un Estado que llega a muy poquitos sitios. Pero a la hora de reprimir es tremendamente eficaz.
Decía que Calomarde era algo más que un instrumento o marioneta de Fernando VII. Ahí, en su faceta de gran represor, ¿hay creatividad? ¿Hay cosas que aporta motu proprio que lo convierten de forma negativa, digamos, en un represor de gran estatura?
Lo convierten en un represor en el sentido moderno. Él conoce muy bien las covachuelas del Estado, la burocracia, y maneja todos los niveles de la Administración. La conoce de arriba a abajo. Sabe muy bien cómo son los mecanismos de corrección de todo ese Estado y se aprovecha de ellos para crear una red de espionaje, de fidelidades mutuas, que funciona muy bien y que se anticipa mucho a lo que luego serán los grandes aparatos de represión del siglo XX. En ese sentido, sí es bastante imaginativo, pero no es el único responsable. Dentro de ese sistema, es un instrumento más, es el que pone el sello, la rúbrica al final de las ejecuciones, pero es un servidor. Ese mecanismo sin él hubiera funcionado exactamente igual.
Sin los instrumentos tecnológicos de los estados represivos modernos, ¿cómo lo hacía el jefe de la represión? ¿Simplemente a base de una red de confidentes?
Con una red de chivatos. Era una sociedad mucho más pequeña donde todo el mundo cotilleaba y todo el mundo era muy callejero y era relativamente fácil tener redes de chivatos y con eso lo tenían todo muy controlado. También es verdad que era relativamente fácil de eludir. Nunca llega a destruir el movimiento liberal, que siempre está fuerte, incluso desde la cárcel o el exilio. Nunca llega a acabar con él, pero sabe mantenerlo controlado a través de esas redes de chivatos que tiene por todas partes.
Como persona procedente de Teruel, ¿lo podemos considerar un héroe de la ‘España vacía’, aunque sea en el lado negativo?
Tiene una calle en Teruel, que es la única calle que tiene en toda España, y me gusta verlo como un villano de la ‘España vacía’. Pero es verdad que, como en Teruel hay tan poquitos próceres de los que enorgullecerse, la verdad es que te agarras a él.
No es una excepción. En el siglo XIX había mucha gente de la periferia que, como ahora, se veía atraída por Madrid, porque sabían que sólo allí se podía hacer carrera.
Sí, además había un lobby aragonés especialmente fuerte a finales del siglo XVIII y que tenía una influencia en la Corte muy poderosa. Eso tiene que ver con cómo estaba estructurado el Estado embrionario. Entonces los núcleos de poder regionales eran muy poderosos en la Corte y tenían mucha capacidad de influir. Calomarde se aprovechó de muchas coyunturas y era verdaderamente extraordinario que alguien de su extracción social llegara a donde llegó.
¿Por qué Calomarde no aparece más destacado en los libros de historia?
Es un mito literario, más que histórico. Durante todo el siglo XIX, Calomarde fue la obsesión de los liberales, sobre todo a través de Mesonero Romanos y Galdós, que son los que lo retratan. Y hay una querencia por culparle y convertirle en una especie de demonio que luego la historiografía del siglo XX ha ido matizando para considerarlo un instrumento más dentro de una estructura muchísimo más compleja. Ha ido perdiendo relevancia y fuelle, pero a mí me interesaba rescatar un poco ese mito, esa historia mitológica de los liberales que sobre todo muchos historiadores conservadores a partir de los años 50 del siglo XX empezaron a cuestionar seriamente para decir, bueno, Calomarde no fue ese demonio con cuernos y rabo que nos pintan. Y empiezan a dibujarlo más como una especie de arribista.
En la descripción que hace Galdós, por ejemplo, o en las dificultades que Calomarde tuvo para ascender socialmente, el tema de los prejuicios de clase sí que está presente, lo cual es lógico siendo una sociedad aristocrática.
A mí eso es lo que más me interesa, lo que más me seduce del personaje y es la razón por la que lo saqué en ‘La España vacía’. Ese prejuicio de clase, ese rechazo del advenedizo, es muy ilustrativo y es un rasgo en el que yo me fijo mucho para construir y para apoyar mi propio personaje de Calomarde. Todo está condicionado por el rencor de clase que tiene, que le lleva al final a militar en un bando en el que, de una forma biográfica natural, no militaría y que le lleva a hacer una serie de cosas porque se siente rechazado.
Creo que es una constante en la historia de España. Por ejemplo, al final hablo de Alfonso Guerra, por cómo le trata (Jorge) Semprún en sus memorias. Hay una constante elitista del poder, que hace que siempre el que llega del pueblo sea sospechoso. De hecho, los retratos de Galdós son engañosos en ese sentido porque siempre le retrata como un bruto. Y a mí me cuesta mucho creer alguien que ha pasado desde los 15 años prácticamente en la Administración, en la Corte, mantenga todavía a los cincuenta unos modales de labrador. No lo creo.
¿Cabe la posibilidad de que todo se debiera también prejuicios de la época basados en los estereotipos sobre los aragoneses?
Totalmente. En esa época desde finales del siglo XVIII hay muchos aragoneses en la Corte y son muy odiados porque los ven como el estereotipo del bruto con ese acento especialmente agresivo y que suena mal en la Corte. El aragonés es visto como el tópico del paleto durante mucho tiempo y creo que se caricaturiza eso (en Calomarde), se exagera su acento y sus rasgos constantemente.
Huye a Cádiz en 1810, lo cual ya le coloca en un bando sólo con presentarse allí. Es curioso ver cómo fracasa como conspirador. Ni siquiera llega a ser diputado de las Cortes de Cádiz.
Es una historia de fracasos constantes, pero por una serie de carambolas siempre encuentra un hueco, porque generalmente cae en desgracia la persona que está justo encima de él, y entonces corre el escalafón. Tiene suerte y sabe estar en el lugar adecuado en el momento oportuno, pero por pura casualidad, porque realmente es bastante torpe y poco calculador en ese sentido.
Luego volvió a Madrid en el 1821 y ahí el libro dice que adquirió modales reptilianos. ¿Se hizo mejor conspirador?
Ahí es cuando tiene su primer papel importante. Es la primera miniguerra civil que hay, el preludio de la llegada de los Cien Mil Hijos de San Luis, cuando hay un levantamiento servil y un estado de guerra civil abierta. Hay una parte del país que escapa al control del Gobierno liberal. Él asume la dirección de la Regencia de Urgel, es una especie de presidente de un Gobierno en la sombra, de un Gobierno servil, pero en secreto. Recibe la misión de ir a Madrid (estaba desterrado en Pamplona) y de contactar con los serviles allí. Aprenderá a conspirar, a contactar con todos los que están escondidos y a crear redes. Él lidera la quinta columna en Madrid. Ese es el primer momento en el que cobra un papel protagonista y en que los absolutistas se dan cuenta de que es un tipo muy útil.
Calomarde tiene un papel relevante en el caso de la ejecución del maestro Cayetano Ripoll en 1826. Ocurre en el siglo XIX, pero nos traslada a un par de siglos antes con la Inquisición, una vuelta al pasado. ¿Y todo eso se produjo por pura debilidad del Estado?
Ellos no hubieran querido que sucediera. Uno de los errores que reconocen los propios fernandistas es que fue un error reinstaurar en 1814 la Inquisición. Cuando vuelven otra vez, después de los Cien Mil Hijos de San Luis, lo primero que dicen es que la Inquisición no va a volver. Lo que pasa es que la Iglesia se lo pasa por el forro. Y como no se atreven a enfrentarse a la Iglesia, a esas pequeñas inquisiciones que han ido creciendo ilegalmente en las diócesis, sucede esto. Cuando se habla de que Cayetano Ripoll es la última víctima de la Inquisición, no es que estemos hablando de una historia lineal de la Inquisición que termina ahí, sino que es un suceso desgraciado por la no intervención, por la cobardía de Calomarde y Fernando VII. A este hombre al final le ajustician unos locos que deliran en Valencia, a los que nadie se atreve a poner freno por la propia debilidad del Gobierno. Creen que si plantan cara, van a perder todos los apoyos que tienen, y eso es una historia acojonante y terrible.
Unos pocos años antes ya se habían producido algunas sublevaciones reaccionarias.
Al año siguiente de la muerte de Cayetano Ripoll, hubo una insurrección potentísima, la de los malcontentos de Cataluña, que es casi un embrión de guerra civil. Es la primera vez en la época moderna que Cataluña se declara independiente, pero se declara independiente desde la reacción para proclamar los fueros. Los absolutistas se sienten traicionados por Fernando VII. Sienten que está haciendo demasiadas concesiones a los liberales.
Lo que llama la atención sobre el fusilamiento de Torrijos en 1831 en otra intervención represiva de Calomarde contra los auténticos liberales es que los ejecutaran en la misma playa, como se ve en el cuadro de Antonio Gisbert. ¿Por qué no los llevaron a Madrid para su juicio y en su caso ejecución?
Porque se había declarado el estado de guerra. El gobernador había declarado el estado de guerra mucho antes y tenía autorización para hacerlo. Veníamos de Mariana Pineda, que había provocado una insurrección en Andalucía. Se cantaban coplas de Mariana Pineda. Andalucía estaba en pie de guerra. Si no liquidabas esa insurrección rápidamente e ibas a un juicio, Andalucía se incendiaba de arriba a abajo.
Iñigo Sáenz de Ugarte / Eldiario.es