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‘La abundancia’, de Annie Dillard

La abundancia

Annie Dillard

Traducción de Ignacio Villaro Gumpert

Malpaso

Barcelona, 2020

229 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca

Un proyecto literario se puede sostener sobre una pregunta básica:

“Releía el recorte entero cada mañana. El momento crucial es ahora, lo es cada minuto. ¿Puede alguien explicarle a Alan McDonald, con toda su dignidad, al ciervo de Providence, con toda su dignidad, que está pasando? Y que me ponga en copia”.

Annie Dillard escribe ensayos como poemas, con una libertad de expresión que nace de la libertad que se permite para buscar respuestas. Sabiendo, a mayores, que un proyecto literario que busca respuestas encuentra su sentido en su fracaso: lo importantes es la ruta, no la meta, que se nos negará, una y otra vez, a cada frase, a cada pensamiento. De ahí que nada interrumpa al yo reflexivo, y bastante narrativo, que es Annie Dillard en el momento en que se expresa. De ahí la consistencia de esta comunión con la experiencia sensorial, que es la esencia de vivir en el misticismo de Dillard.

La impresión que nos da, con cierta frecuencia, es la tentación del sueño. Dillard nos habla, porque habla con el lector, aunque permitiéndose la autonomía de un espíritu creativo consciente del reino interior, desde una vigilia somnolienta o, para ser más precisos, desde algo así como una tendencia al sueño, pero un sueño controlado, un pensamiento sin férulas, pero programado desde la intención clara de la terapia. Es una terapia personal, sí, porque algo de psicoanálisis rezuma de los textos, pero es una terapia compartida, en la que expone sus curas, como la naturaleza, y sus refugios, como la memoria de la infancia y de la adolescencia. Para conocerse mejor, para conocernos mejor, Dillard nos refiere, constantemente, a la formación sentimental: “Si no hubiera reconocido su asombro, no habría perseverado”, comenta, cuando habla del fundamento que une literatura y vida, si es que se trata de cosas distintas.

El otro pilar de su literatura es la observación. Los detalles son tan precisos como cotidianos, y nos asombran tanto como para perseverar en la indagación. La de Dillard es directa, la nuestra es la lectura. Dillard también reflexiona acerca del proceso de escribir –“Escribe como si te estuvieras muriendo. Al mismo tiempo, hazte a la idea de que escribes para un público compuesto exclusivamente por enfermos terminales”- y lo hace con un sentimiento vehemente: “La sensación de escribir un libro es la de dar vueltas como una peonza, cegados de amor y atrevimiento Es la sensación de pararse sobre la punta inclinada de una brizna de hierba y otear en busca de un camino”.

Dillard se ha convertido en una autora de referencia, casi de culto, en el planeta del Nature Writting, sintiéndose completa en su Tinker Creek, junto al arroyo, los árboles y un fondo de montañas. Cuando más se aproxima a ese centro de paz, comprobamos mejor su lirismo natural, su serenidad al saberse una parte prescindible del universo: “Los riachuelos -el Tinker y el Carvin- son un misterio activo, renovado a cada minuto. El suyo es el misterio de la creación continua y de todo lo que la providencia implica: la incertidumbre de la visión, el horror a lo inamovible, la disolución del presente, la complejidad de la belleza, la presión de la fecundidad, la esquivez de lo libre y la naturaleza fallida de la perfección”. El tiempo allí es un pálido interlineado de la eternidad, y sobre él vuelve a los mismos estratos de la búsqueda, de la ruta, que afronta como un alma heredera de Thoreau, claro, pero también del misticismo que había en las expediciones polares o en las arqueológicas al desierto de Mongolia. Y el resultado es, para nosotros, la obra de una maestra en el viejo sentido del término: alguien que nos acompaña y nos guía, un poco, mientras vamos creciendo.

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