De la infinita cultura y sus mundos
Al parecer, por lo que he podido leer en redes sociales, en España nos encontramos ahora mismo en pleno «apagón cultural» de 48 largas horas, decretado por no se sabe muy bien qué instancias superiores, ninguna de las cuales -por cierto- se ha puesto en contacto conmigo, ni con ninguno de mis colegas de vocación literaria (autores, traductores, editores, críticos… en fin, ya me entienden), ni para comunicármelo, ni para interesarse acerca de mi opinión al respecto. Lo más probable es que los promotores de esta, cuanto menos, curiosa iniciativa, se consideren investidos por alguna suerte de aval trascendente que les dispensa de recabar apoyos más nutridos. Es lo que tiene, apropiarse de la voluntad ajena y presentarse ante la opinión pública como único portavoz autorizado de la misma.
Little Boy Quique, tocando en la Avenida de la Constitución de Sevilla
Ahora bien, la pregunta básica que hay que plantearse es la siguiente: ¿qué entendemos por cultura? Más allá de su concepto más abstracto -el de conjunto de prácticas recurrentes en una comunidad que, en cuanto tales, le brindan una identidad más o menos estable en el tiempo-, quien más y quien menos piensa, a bote pronto, en los productos culturales, esto es: en mercancías relacionadas con alguna suerte de excelencia intelectual o artística (literatura, pintura, cine, música…), si bien en no pocos casos el espectro se reduce a una panoplia de ítems en disposición de ser adquiridos a través de los canales establecidos a tal efecto. Este es un aspecto, a mi parecer, clave; restringiendo (cuando no constriñendo) la cultura al mercado cultural, se consigue un doble efecto: por un lado, se eliminan de un plumazo del imaginario colectivo todas aquellas creaciones que no concurren al mismo, bien porque optan por fórmulas de distribución no comercial (caso del Creative Commons), bien porque, directamente, ya no son aptas para la misma (como pueden ser los grandes repositorios de obras literarias y artísticas de libre acceso y vocación altruista, tipo Archive); pero, por otro, quizás el menos baladí dada la coyuntura, se logra orillar a aquellos creadores -en realidad, la inmensa mayoría- que ni se sienten representados por esos supuestos portavoces, ni aspiran a serlo por nadie más que ellos mismos.
Podemos afearle al artista moderno y contemporáneo su idisiocrática autonomía, refractaria a subsumirse en instancias de orden comunitario, como en cambio sí ocurría en la Edad Media, con sus gremios y cofradías artesanales; en cualquier caso, todas aquellas plataformas (SGAE, Egeda, AIE, etc.) que, en nuestro país, han aspirado -y aún aspiran- a erigirse en legítimos defensores de los autores, lo han hecho empleando una metodología en el mejor de los casos dudosa, por cuanto han conseguido entablar con las autoridades públicas una interlocución directa y exclusiva -a modo de auténticos sindicatos- para la cual, ciertamente, nadie les ha habilitado.
Pintor exponiendo sus obras en una calle de Florencia
Este vicio de origen es el que explica que, con el discurrir del tiempo, cada vez resulte más habitual -e irritante- leer cabeceras periodísticas donde se habla de que «el mundo de la cultura» (en realidad, apenas unas docenas de nombres más o menos célebres, siempre los mismos) se posiciona contra tal o cual ley, contesta a un político u otro, o firma un manifiesto en defensa de elevados principios e intereses muy concretos (aunque para ello suelan utilizarse almibarados circunloquios y eufemismos de reconocible raigambre ideológica). Ejemplos recientes sobran como para que sea necesario citarlos aquí.
Pues bien, contra ese concepto patrimonialista y mercantilizado de la cultura como sinónimo de una reducida pléyade de autores que ponen a la venta sus productos para su adquisición por parte de un público más o menos extenso, me gustaría reinvindicar una noción amplia, plural y activa de la cultura en la cual quepan, quepamos todos: quienes venden y los que no; aquellos que trabajan a destajo y los que lo hacen a cambio de un sueldo; ese artista que no expondrá en la vida más que un par o tres de cuadros, y aquel bluesman callejero que emula a Muddy Waters en una avenida de Sevilla desde hace años y años. Tal vez no existe el «mundo de la cultura» en cuanto tal, sino más bien un universo infinito lleno de atractivos planetoides: la auxiliar de biblioteca, siempre atenta a los gustos de los lectores; los cuatro amigos que dan forma a un fanzine impreso en casa; la poeta que, al fin, supera su atávica timidez y recita sus versos en un garito de mala muerte ante un personal muy bebido; el grupo de rock de garaje que jamás dará un concierto en su vida; mi amigo Domingo, que vende libros de segunda mano en plena calle… Ellos nunca hacen huelga, ni jamás declararán un apagón total o parcial, porque para ellos, para nosotros, la cultura es el aire que respiramos, y si dejamos de dar y recibir cultura, simplemente, morimos; no sé si corporalmente, pero sí desde luego mental, intelectual y espiritualmente.
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P.S. Llega a mi conocimiento que la huelga se ha desconvocado tras aceptar el Ministro de Cultura reunirse con los convocantes de la protesta. El fondo del artículo, por supuesto, sigue vigente. O eso creo yo.