Aforismos para besugos. (Sobre el monólogo y el diálogo)
Existen diálogos de sordos y monólogos que son todo oídos.
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Cualquier monólogo entabla un diálogo entre lo que uno mismo sabe y no sabe. Por el contrario, no pocos diálogos se reducen a una mera yuxtaposición de monólogos resabiados.
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En el monólogo, uno alcanza una cota de honestidad que en el diálogo -atenazados los contendientes por la obsesión de hacer prevalecer sus tesis- brilla por su ausencia.
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Nadie monologa solo. Ni siquiera el mero pensamiento inarticulado es otra cosa que un flujo dialéctico.
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Incluso en el monólogo más absorto subsiste un número de voces rebullendo muy superior al de un diálogo enconado, reducido a una única disyuntiva.
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El monólogo tiene algo de cuántico.
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No se me ocurre una polifonía más rica y variada que la que emana de la pluma de un novelista sentado en silencio ante una hoja de papel (o ante la pantalla de un ordenador).
Si Shakespeare no hubiera escrito su célebre monólogo, Hamlet jamás se habría planteado si era o no era.
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Todo monólogo es un diálogo con la muerte y sus máscaras.
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¡Qué escasamente “dialógicos” son los diálogos de Platón! En unos casos, porque Sócrates finge que no sabe lo que ignora; en otros, porque nos quiere hacer creer que ignora lo que sabe.
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Dos no discuten si uno no quiere. Negarse a monologar, ya es más difícil.
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¡La de posibilidades que se abren ante un individuo que monologa! En comparación, entablar un debate supone adentrarse en un pasillo oscuro y mohoso… cuando no en una ratonera.
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Frente a la esterilidad de la inmensa mayoría de los debates teoréticos, en los cuales no existe ninguna prisa por alcanzar una meta (de ahí que puedan prolongarse indefinidamente, y de hecho lo hacen), la fertilidad de los que abordan la urgente resolución de un desafío práctico: dar caza a una presa huidiza con la que alimentar a toda la tribu, alcanzar el último fruto maduro de un árbol altísimo, derrotar a un enemigo común…
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¿Cuántos auténticos diálogos se han escrito a cuatro manos? O a seis…
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Con frecuencia dialogamos única y exclusivamente para averiguar qué es lo que pensamos en realidad.
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¿Y si no hablásemos más que para oír nuestra propia voz? ¿Y si no escucháramos salvo para dejar de oírla?
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Falso diálogo: uno que habla y otro que aguarda su turno para hablar.
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El único diálogo digna de ese nombre es aquel en el cual los participantes están dispuestos a bajarse del burro para montar el caballo de su interlocutor.
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Fue un debate enternecedor: lo empezaron ambos convencidos, y concluyeron dudando los dos.
José Luis Trullo