Los ángeles según Francisco Umbral
Francisco Umbral afirmó que lo que más le interesaba en la vida eran la política, la literatura y las mujeres.
En sus libros/autobiografías/novelas desfila un personaje solo, que se levanta por la mañana, va a comprar el pan y regresa a su máquina de escribir, de la que por cierto, jamás salió, ni para comprar el pan siquiera. El hombre como máquina de escribir, escribir el mundo, su mundo. Si Borges o el Quijote nunca salieron de sus bibliotecas, Umbral nunca escapó de su escritura. Porque si bien es cierto que Umbral escribió mucho, también lo es que toda su literatura dependía de un cordón umbilical que tironeaba desde su ego, y así toda su construcción literaria se fundó en torno a su propia persona, a sus propias obsesiones y deseos. De él ha dicho Manuel Alberca: “Umbral fue un escritor obsesionado por la observación minuciosa y detenida de su propio yo. Da la impresión de no querer o no poder salir de su único tema: él mismo”. Quizá, todo escritor hace lo mismo, aunque algunos se esfuerzan más en disimularlo.
Las mujeres desfilan como sombras o maniquíes en este escenario privado de Umbral. Todas son imaginarias, o sea, reales. Algunas más que otras. En su novela Las ninfas, regresaba el autor al interregno de la infancia, una juventud imaginaria y pervertida por
los sueños y el amor, la nostalgia y las bellas ninfas de carne e imaginación.
En varios libros se ha acercado Umbral a este mundo de mujeres imaginarias. En Pío XII, la escolta mora y un general sin un ojo, de nuevo Francesillo Umbral se sumerge en el descubrimiento de los pecios del amor y el sexo. Comienza su inacabable sucesión de idilios con una terrenal Teresita para acabar teniendo trato carnal con su ángel de la guardia, “una niña morenucha de Murillo” y con un ángel hembra del noveno coro. Un ser espectral y lascivo pero virgen que del 23 de agosto al 23 de septiembre le atravesaba la luz del sol.
La amó, nos cuenta. Era de pelo rubio y largo y salvaje, con los ojos rientes/indiferentes, y una bella calavera. Hacía el amor brutal con este ángel hembra, con una bestialidad transformada en deseo, con una animalidad hecha sexo, amor, desenfreno, luces de colores, juventud de carne y pureza sucia. Un sexo sin nombre y sin realidad que tenía lugar en ese no-lugar que es el Cielo. ¿No es el amor un acontecimiento como la literatura, que no se puede ubicar más que en nosotros mismos?
Francesillo (Umbral) transitaba del barrio de su pueblo (la niñez es un pueblo que se ha perdido de los mapas) al cielo del amor. Se relacionaba con ángeles y poetas, borrachos y gentes presentes y seres históricos que se aparecían porque sí.
Pero sobre todo sentía Umbralillo que el amor no cabe en un cuerpo turgente de ninfa. El amor surca los cielos con alas de Ícaro para caer en picado en cuanto el fuego de la pasión lo funde como la cera.
Umbral-Francesillo estuvo siempre enamorado de un ángel sin nombre. Un ángel hembra que poseía a todas las hembras de carne y Channel que por el mundo hay. O sea, Umbral-Francesillo fue un aprendiz de arcángel cuyo pecado mayor fue someterse a la ligereza frágil y desdeñosa de los placeres de la vida, a esos paraísos artificiales/celestiales que tienen una puerta de marfil por la que escapan los sueños falsos, los amores imaginarios, las mujeres/querubes sin alas, con sexo, violentas, enamoradas/frágiles.
PEDRO PUJANTE