Lavarse las manos
Escribir algo que no esté relacionado con el coronavirus resulta superfluo, casi insensible e irrelevante. Escribir algo sobre el coronavirus resulta ya redundante y repetitivo. Casi claustrofóbico.
Avanzamos en estos días como se camina y se corre en las máquinas de los gimnasios, exhaustos y satisfechos pero sin movernos del sitio donde estábamos. Recorremos una aventura entre unos puntos cardinales que están más cerca unos de otros de lo que han estado nunca. En el confín de nuestra existencia perimetrada se multiplican las aristas de una nueva vida llena de desafíos que parece no tener un final concreto a la vista.
Nadie podrá decir nunca más que la normalidad no puede venir cargada de giros imprevistos. Que la rutina no esconde un doble fondo en el que cada gesto diario puede abrir una puerta a una dimensión desconocida sin puntos claros de referencia y por la que hay que avanzar sin brújula. Sin saber muy bien si estamos al principio, a la mitad o cerca del final de este camino, pasamos ahora por un filo resbaladizo intentando mantener el delicado equilibrio entre el deseo y el deber de estar informado con la necesidad de mantener una estabilidad mental. Tan difícil conectarse como desconectarse.
“Cuentan de un sabio, que un día
tan pobre y mísero estaba,
que solo se sustentaba
de unas yerbas que comía.
¿Habrá otro -entre sí decía-
más pobre y triste que yo?
Y cuando el rostro volvió
halló la respuesta, viendo
que iba otro sabio cogiendo
las hojas que él arrojó”
Ojeando a los clásicos suelen encontrarse pistas para responder algunos de los misterios de las páginas del libro del desasosiego.
A estas alturas, ya sabemos todos que no estamos ante una crisis de salud pública solamente. Sí, el coronavirus ha llevado hasta el límite, e incluso colapsado, los servicios médicos y sociales de algunos de los países más ricos del mundo. Pero, además, ha puesto de manifiesto muchos otros problemas de nuestra sociedad relacionados con la precariedad laboral, la desigualdad, la exclusión y las injusticias sociales con las que convivimos diariamente. Hoy que el mundo se ha detenido, más visibles que nunca.
Ahora que la pandemia empieza a afectar a países pobres o en vías de desarrollo, y a muchos otros ya asolados por guerras y conflictos armados, en los que las instituciones son más débiles, la mayor parte de la economía informal y en los que muchos de sus habitantes, a falta de techo, no pueden permitirse el lujo del confinamiento en casa o el espacio extra que es necesario para mantener las distancias y el aislamiento social, es seguro que el número de casos positivos y víctimas mortales se dispare terriblemente. Por si fuera poco, la posibilidad de revueltas, disturbios y violencia social es especialmente alta en aquellos lugares donde no se pueda garantizar la cadena de suministros. También es alto el riesgo de que algunos gobiernos ya de por sí autoritarios o que indican maneras abusen del poder y manipulen la situación, usando las medidas restrictivas de control sobre la población para otros fines muy distintos de los objetivos legítimos de contener la enfermedad.
El lenguaje bélico que están utilizando ampliamente los medios de comunicación y los políticos de todo el mundo para describir la pandemia y las medidas para enfrentarla no ayudan demasiado a entender los matices y las diferencias. Es cierto que este tipo de terminología puede ayudar a concienciar a la población sobre lo que está pasando y a activar el sentimiento de responsabilidad colectiva; también lo es que muchos de los recursos que se están movilizando son similares a los que se requerirían en un conflicto armado. Sin embargo, esta terminología belicista contribuye también a infravalorar y alejarnos de la realidad, del caos y la crueldad de una guerra de verdad. El coronavirus es una tragedia que trae nuevas amenazas y consecuencias descomunales para nuestro mundo, pero no es una guerra. Es una crisis global de salud pública que tendrá, ojalá más pronto que tarde, una solución médica, pero no es un ejército enemigo disparándonos deliberadamente y planificando estrategias racionales para acabar con la humanidad.
En los países en guerra, en los campos de refugiados, en los muchos lugares del mundo en los que ni siquiera se dispone de agua para lavarse las manos y el sistema de salud pública es una ilusión, esta pandemia tendrá consecuencias devastadoras.
En estos tiempos todos nos sentimos vulnerables, en peligro y desorientados ante un futuro incierto, incluso cuando muchos de nosotros asumimos el confinamiento desde nuestras casas con agua corriente, electricidad e internet. Cuando, pese a las limitaciones y restricciones, vivimos en una sociedad con la estructura suficiente para mantener la cadena de suministros y los servicios públicos y esenciales (imposible no salir a cada oportunidad al balcón del pensamiento a aplaudir a todos los que los hacen posibles, ojalá los nuevos ídolos de un tiempo futuro); cuando nuestros gobiernos tienen incluso la capacidad y recursos para tomar decisiones y adoptar políticas que traten de paliar los catastróficos efectos de la situación… Por eso, al igual que el sabio que tan pobre y mísero estaba del que nos hablaba Calderón de la Barca, debemos también volver el rostro para hallar respuestas.
Sin duda, nuestros miedos y ansiedades están justificados: la amenaza mortal para la salud, la propia y la de muchos a nuestro alrededor; la situación de quienes han perdido ya trabajos y negocios, las dificultades y tensiones que todo eso acarrea… Sin embargo, nuestro confinamiento casero también debería darnos el tiempo y el espacio para detenernos un momento y pensar y reconocer nuestros privilegios. La sensación de vulnerabilidad que hoy sentimos debe también servir para tener más empatía y comprender mejor la situación de quienes son más frágiles y serán doblemente afectados por esta pandemia. Vivan en nuestro barrio o en el otro extremo del mundo.
Desde los confines de nuestras paredes, sabemos que nos enfrentamos a un problema global. El COVID-19 ha encontrado la manera de extenderse rápidamente por todo el mundo pese a todos los esfuerzos, el cierre de fronteras y el (inimaginable) confinamiento de gran parte de la población mundial.
Aunque existe el riesgo de que el aislamiento social y la incertidumbre colectiva contribuyan a políticas aislacionistas y a los discursos racistas y xenófobos de algunos, cualquier solución local o nacional tomada de manera aislada e independiente se quedará siempre corta. En este mundo, la salud y el bienestar local no están garantizados ni son sostenibles si no forman parte de un esquema global. Nunca antes, ni siquiera con la crisis climática, la humanidad ha podido experimentarlo con más claridad que ahora. Para resolver este inmenso desafío es imprescindible diseñar e implementar soluciones universales y que las futuras vacunas y medicinas capaces de prevenir o curar esta enfermedad sean accesibles para todos, gratuitas o a bajo coste, en nuestro barrio y en el continente más lejano. Es una mera cuestión de humanidad y justicia.
Las autoridades, los expertos médicos y de salud no dejan de pedirnos que nos lavemos las manos a fondo con la mayor frecuencia posible. Lavarnos las manos. Quizá ha llegado el momento para cambiar el significado histórico de esa expresión que siempre hemos utilizado para rehuir responsabilidad, para demostrar que somos inocentes de las injusticias y los crímenes que ocurren a nuestro alrededor.
En el momento actual, al lavarnos las manos, en realidad estamos aceptando nuestra responsabilidad con los demás, donde quiera que estén. Y, ojalá, la expresión se vuelva a partir de ahora en un gesto universal, un símbolo del compromiso (de pensamiento, palabra y obra) con la salud global, la justicia y el bienestar de la humanidad.
Maravillosa reflexión Fernando!! Gracias!!
Suscribo hasta las comas, Fernando
Precioso artÍculo. Dolorosamente cierto. Gracias