Las cartas de amor y despecho en ‘De profundis’, de Oscar Wilde
ANDRÉS G. MUGLIA.
Puesto en perspectiva, es difícil dimensionar el infortunio de los últimos años de Oscar Wilde. Autor brillante, niño mimado de las letras inglesas, ejemplo extravagante del esteticismo, muchas son las vestiduras de adjetivos que le cuadran. La más llamativa en su tiempo y la que lo llevó (para estupefacción de nuestra mirada situada en el año 20 del sigo XXI) a pasar dos años en la cárcel, fue la de homosexual.
Recapitulemos. Wilde nació en Irlanda dentro de una familia acomodada. Hijo de dos personalidades notables: su padre William era un reputado cirujano, además de arqueólogo y especialista en estadísticas; su madre Jane era escritora; Oscar creció en un entorno sensible a su talento. Cursó sus estudios en Oxford donde pronto se destacó como clasicista y poeta. A partir de esos años, además de su genio como escritor; su inteligencia, su personalidad y su facilidad para la charla culta e ingeniosa (sus ironías son legendarias) le ganaron la atención de su círculo.
En 1881 publicó su primer libro de poemas, que fue bien recibido por la crítica. Para 1895, año de su encarcelamiento, Wilde ya era una celebridad internacional. Su estrella brilló, por lo tanto, catorce escasos años que fueron suficientes para inmortalizarlo como una de las personalidades literarias de su tiempo.
“Vive rápido y deja una cadáver hermoso”. Tal vez por premonitorias, esas palabras del malogrado James Dean pasaron a la posteridad. Oscar Wilde parece haber hecho gala, durante esos pocos años a los que nos referimos, de un espíritu semejante. Se convirtió en una figura de la literatura y los salones. Se casó con Constance Lloyd, hija de un consejero de la reina Victoria y tuvo dos hijos. Se transformó en el prototipo del flaneur, el dandy, el bon vivant. Saltó a la fama además de por su talento como artista, por sus largos cabellos rubios, sus vestimentas recargadas y teatrales y su pintoresca personalidad.
En el ápice de su fama Wilde conoció a los 37 años a Lord Alfred Douglas, un joven escocés de 21 años de aire andrógino y mirada lánguida. Wilde, que ya había tenido otras parejas masculinas, se enamoró perdidamente del joven. No es seguro que el amor fuese correspondido, a juzgar por lo que Wilde apunta en De profundis, pero lo que sí está profusamente documentado es que Bosie (tal era el sobrenombre del joven Lord) se dedicó a dilapidar la fortuna de Wilde a través de su gusto por el lujo y su afición a los casinos.
La escandalosa (para la época) y tormentosa relación que entablaron, no hubiese tenido trascendencia si Bosie no hubiera sido hijo de John S. Douglas, Marqués de Queensberry. Y es que el recio John, poeta, teniente coronel de la marina, político y boxeador de peso liviano; quien pasó a la posteridad por ser el creador de las reglas del boxeo moderno; no veía con buenos ojos la sexualidad de su vástago y mucho menos que tanto él como Wilde no hicieran nada para ocultar su relación. Resolvió en consecuencia dejar una tarjeta de visita en el club que el escritor solía frecuentar con la inscripción: “Para Oscar Wilde, que presume de sodomita”.
Azuzadas las llamas de su indignación por Bosie, que odiaba a su padre, Wilde entabló una demanda por difamación contra el Marqués y lo mandó a la cárcel. Pero como un boomerang, aquella afrenta se le vendría en contra cuando el Marqués, liberado ya, le iniciara juicio por “grave indecencia”.
Los amigos de Wilde le aconsejaron quitar el cuerpo al proceso judicial que se le venía encima y salir rápidamente de Inglaterra. Sin embargo, por sugerencia de Bosie, el artista se quedó en Londres y afrontó los cargos. El proceso ya es célebre y el resultado también. Sobrestimando su propia figura o subestimando lo que el Marqués y la justicia pudieran hacer en su contra, Wilde quedó completamente en la ruina y fue condenado a dos años de trabajos forzados.
Deshilábamos cuerda embreada
con las romas uñas sangrientas;
fregábamos suelo y barrotes
y frotábamos pared y puertas,
y enjabonábamos las tablas
chocando los cubos en ellas.
Coser sacos y partir piedras,
voltear taladros polvorientos,
chocar vasijas, gritar himnos,
y en el molino el sudor nuestro…
Pero en el corazón de todos
se escondía tranquilo el miedo.(1)
De profundis es la extensa carta que, a punto de concluir su condena como forzado, Wilde le escribe a Bosie.
Buena parte de la esquela es un reclamo despechado, un concienzudo pase en limpio de todo lo malo que Bosie le había hecho. El lector lee con perplejidad cómo Wilde da cuenta de cada escena, cada diálogo, cada actitud desamorada que le echa en cara a su ex-amante. Pero también el texto es un registro exhaustivo y asombroso de cada viaje, cada cena y, sobre todo, cada gasto en libras esterlinas hecho para complacer a Bossie. Uno por uno, minuciosamente y sin vergüenza, los incidentes, los desplantes, las cartas desgarradoras, los reencuentros y las nuevas rupturas son reseñados con escrúpulo, tanto que da la sensación que Wilde no quiere hacer que Bosie los evoque, sino que un tercero, un lector eventual, pudiera tener perfecta noticia de las condiciones en las que se desarrollaba su relación de pareja.
Sin embargo, el mayor reclamo que se inscribe dolorosamente en esas primeras, y segundas, y terceras páginas (porque se reenvía con una constancia obsesiva), es el de la incomunicación del joven Douglas para con él. Wilde no puede comprender el abandono de quien, a su juicio, es el culpable de su reclusión al insistir que continuara el proceso contra su padre. Para el escritor, él mismo no ha sido más que una herramienta para que padre e hijo tramitaran su mutuo odio.
Buena parte de De profundis es un grito de amor no correspondido. A veces con la superficialidad de lo material que echa en cara el dinero malgastado, otras con la fuerza de un profundo sufrimiento que se transmite en la prosa hasta hacerse sofocante; como cuando Wilde describe la tristeza de que su mujer no sólo se haya divorciado de él, sino que le negara la posibilidad de volver a ver a sus hijos. Por Bosie, Wilde perdió su fama (o ganó una que no lo favorecía), su fortuna, sus hijos. No obstante lo que más le preocupa recuperar es su arte. Constantemente le reclama a Douglas que en su compañía le era imposible escribir. Con De profundis pretende sacar la negra bilis que ha acumulado en dos años como presidiario, quitar el odio que lleva adentro, perdonar para reconciliarse con el mundo y poder recuperar la extinguida capacidad de crear.
Wilde demuestra en extensos pasajes de explícita megalomanía que no tenía la menor duda de que era un genio de la literatura. Su mayor deseo al salir de la cárcel era, luego de capitalizar las enseñanzas que el sufrimiento le había regalado, reencontrarse con su arte para poder dar a luz nuevas muestras de su talento.
Después de 208 páginas (para la edición de Corregidor) de lamentaciones, pase de facturas y reclamos despechados; pero también de desgarradora lucidez para analizar el dolor y profundas reflexiones metafísicas en torno la vida, el destino, el amor, el arte o Cristo; uno imagina que Oscar Wilde habría hecho el duelo que pretendía con esa larga carta a su amante del que hacía dos años no tenía noticias. Era de suponer que en paz consigo mismo y sus demonios, al salir de la cárcel buscaría un sitio tranquilo, amparado quizás por la hospitalidad de algún amigo que nunca había dejado de visitarlo en la cárcel, para dedicarse a escribir y reencontrarse con el artista que sabía podía ser.
Pero el amor hace cosas inesperadas.
No bien se vio libre Wilde se encontró con Bosie. Juntos pasaron los siguientes tres meses en Nápoles, hasta que nuevamente el Marqués de Queensberry y la sociedad de la época comenzaron a acorralarlos. Se separaron y nunca más volvieron a verse. Wilde se mudó a París y vivió allí, ocultándose bajo un nombre de fantasía. En ese tiempo publicó La balada de la cárcel de Reading, poema elaborado durante sus años de encarcelamiento.
Hay dos versiones de estos años finales. La primera, amiga de las moralejas, habla de un Wilde quebrado, enfermo y oscuro. La segunda, que apoyan varios testimonios de amigos, describe al artista haciendo gala de su famosa inteligencia e ironía humorística para la charla. El arte y, sobre todo, la pintura, es capaz de revelar con una imagen el interior del alma humana. Henry de Toulouse Lautrec (otro desventurado) conoció a Wilde en el famoso cabaret Moulin Rouge de Montmartre y lo retrató varias veces. Observando el más conocido de esos retratos, que muestran a un Wilde que aparenta muchos años más que los 46 que contaba al final de su vida, con el ralo pelo rubio peinado al medio, los labios delineados formando un fruncido corazón y el rostro fofo ojeroso, es difícil decir que el suyo fuera el gesto de alguien que estaba pasando por un buen momento; sabio tal vez, feliz no. Oscar Wilde murió en París el año de 1900 enfermo de meningitis, lejos de su amado Bosie.
1- Extracto de “La balada de la cárcel de Readin”. Oscar Wilde.