‘Mujer al borde del tiempo’, de Marge Piercy

‘MUJER AL BORDE DEL TIEMPO’

Marge Piercy

Traducción: Helen Torres.

Consonni, 2020.

(512 páginas).

 

No es casualidad que los setenta fueran una década de utopías feministas. Lo dice la propia Marge Piercy, portentosa arregladora de mundos —admite que lleva intentando corregir el relato del presente desde que, de niña, se dio cuenta de que la sociedad era condenadamente injusta—; responsable de, quizá, la más híbrida y cruel de todas ellas, y tal vez por eso también la más liberadora. Publicada originalmente en 1976, el mismo año en que vio la luz Houston, Houston, ¿me recibe?, de Alice Sheldon, por entonces aún James Tiptree Jr. —que ganaría el Hugo al año siguiente y el Nebula ese mismo año —, y dos años después de que lo hiciera la fundacional Los desposeídos, de Ursula K. Le GuinMujer al borde del tiempo imaginaba un mundo en el que un brutal presente de abuso convivía con un utópico y anarquista futuro (muy futuro: 2137) en el que toda injusticia (social, ecológica e incluso mental) había sido reparada.

La utopía, dice Piercy, nace del hambre de algo mejor, y por eso no es casualidad que en la década de los setenta, una época de lucha, de reconquista de espacios en plena ola feminista, en la que el cambio no sólo parecía posible, sino que era probable, proliferaran. Al mundo que estaba acabándose debía buscársele un sustituto. Había que trazar un mapa para el futuro nuevo territorio, ¿y por qué no podía soñarse con el mejor de los mapas, con la mejor de las sociedades? No es tampoco casualidad que en todas ellas la jerarquía, cualquier estructura de poder, fuese completamente obviada en favor de un anarquismo humanista en armonía sincrónica con la naturaleza, una organización postribal en la que toda idea de progreso debía ser compatible con la Vida, en mayúsculas, de hasta el último habitante del planeta. Contraponiéndolo a un presente, decíamos, brutal —Connie Ramos, la protagonista, está internada en un psiquiátrico, acusada de un maltrato que no perpetró, sino que recibió—, Piercy llega quizá más lejos que nadie.

A diferencia del pesimista y parabólico clásico de Le Guin, Una mujer al borde del tiempo, escrita desde la trinchera y en plena batalla, apuesta por activar, ante la contemplación del futuro ideal de Luciente, la andrógina visitante de otro tiempo que pasea a Connie por la idílica y militante Mattapoisett, el deseo de alcanzarlo cuanto antes. Pone en marcha Luciente la conciencia apagada (por su precaria situación existencial, extrapolable a la de cualquier oprimido aún no despierto) de Connie, y lo hace en tan múltiples direcciones que a la vez que inventaría y elimina los prejuicios —en especial, de género— de la época, desborda de autoestima (y posibilidades) el dañadísimo ego de los que, como Connie, penden, en esa sociedad cruel del presente, de un hilo, convirtiéndolos en medios de un fin, esa transición hacia la utopía anarquista, imparable.

Hay deseo y esperanza en cada línea, certera e incómoda, de Piercy, y es un deseo poderoso, que ha viajado intacto desde los setenta hasta nuestro presente, aún fosilizado en ese pasado que describe entonces como su propio presente, por lo que, al margen de las inevitables meteduras de pata de toda obra que juega con las posibilidades del futuro a medida que pasa el tiempo —se habla, por ejemplo, de cómo el ser humano pudo controlar la meteorología en los noventa, con nefastos resultados, algo que no ha ocurrido, pero de cuyos nefastos resultados no debe dudarse en el caso de haberlo hecho—, Mujer al borde del tiempo tiene hoy la misma fuerza que hace 40 años. Confrontarla al presente nos permite ver en qué hemos avanzado y lo mucho que aún queda por hacer. Lo creamos o no, Connie somos aún todos.

Laura Fernández / Babelia

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