Encierros absurdos y postergaciones infinitas
POR PEDRO PUJANTE
La literatura no siempre es una invitación a la libertad. A veces se convierte en una prisión, en una cuarentena mental. En las fantasmagorías de Franz Kafka encontramos esta trampa que convierte las situaciones narrativas en escenarios paralíticos. Círculos que no conducen a ningún lugar, espacios por los que sus habitantes se desplazan bajo el influjo de una ilusión desconcertante, sin movimiento. En El castillo, el agrimensor K. trata de alcanzar denodadamente su destino. Desde las primeras páginas somos conscientes de la dificultad que arrostra llegar al castillo: “Así que continuó su camino, pero era un largo camino. Además, la calle, esa calle principal del pueblo, no conducía al castillo, sólo pasaba cerca; después, sin embargo, como intencionadamente, torcía y, aunque no se distanciaba del castillo, tampoco se aproximaba a él” (la cursiva es mía). Además, a lo largo de la novela K. se tratará de aproximarse a las autoridades del castillo en una desaforada aventura sin éxito. Como apunta Max Brod en el epílogo a la novela, esta tiene similitudes a su otra gran novela inconclusa: El proceso. En ambas narraciones sus protagonistas viven situaciones claustrofóbicas análogas. En la primera se trata de hacerse visible, de acceder a un punto superior; en El proceso el movimiento parece ser invertido, Josef K. se esconde, en una huida sin sentido. Y quizá por eso nos parezca más terrible, más absurda. Recordemos que en El proceso, como también sucede en la obra teatral Falsa alarma, de Virgilio Piñera o en su cuento “El interrogatorio”, incluido en Muecas para escribientes, su protagonista es acusado por un aparato judicial que le resulta desconcertante, absurdo e irreconocible.
Estas situaciones de repeticiones ad infinitum, estancamiento y postergaciones infinitas, que tienen su germen filosófico en las aporías de Zenón, como señaló Borges, pasan por Kafka y son constantes en el Teatro del Absurdo. Pero también son puestas en escena por cineastas como Luis Buñuel. En El ángel exterminador (1962) unos burgueses que celebran una cena quedan atrapados en una casa sin motivos aparentes o explícitos durante varios días. Una situación ilógica y delirante, claustrofóbica y extraña que hace de esta película una experiencia sobrecogedora, absurda y cruel. En el relato “La autopista del sur”, Julio Cortázar recreaba un embotellamiento de tráfico que se prolongada durante días y semanas, hasta lo irracional. Estirar la realidad hasta transformar la metáfora en horror. En El desierto de los Tártaros de Buzzati, El mar de las Sirtes de Gracq o Esperando a los bárbaros de Coetzee situaciones igualmente prolongadas de espera se dilatan hasta lo absurdo creando atmósferas de desasosiego. En otro famoso “cuento frío” de Piñera titulado “El álbum” también presenciamos unas sesiones extrañas en las que el protagonista, junto a otros vecinos, contempla y escucha a la dueña de la casa que muestra su álbum de fotos. Nada tendría esto de anómalo si no fuese porque estas sesiones se alargan durante ¡ocho meses!, en una secuencia infinita y desproporcionada que Piñera al más puro estilo kafkiano describe con naturalidad y laconismo.
Me parece encontrar un antecedente de estas incoherentes prolongaciones en la famosa obra de Lewis Carroll. En Alice in Wonderland hay un episodio en el que El Sombrerero explica a Alicia que él y la Liebre de Marzo se hallan encerrados en una celebración eterna del té. Una fiesta loca en la que se repite ad infinitum la ceremonia del té. En este episodio, titulado por cierto “A Mad Tea-Party”, se prefiguran elementos propios del absurdo: conversaciones sin sentido, juegos de palabras que producen una impresión de extrañeza cómica y exagerada y una narración circular que nos encierra y nos remite a la simbología del laberinto, lo indescifrable y la incomunicabilidad de la existencia.
La literatura es libertad, pero también fluye en ocasiones hacia la nada, en un círculo concéntrico sin salida.