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Geroge Steiner: imperfectas santidades del mutistmo

JOSE MARÍA DE ROMERO BAREA.

Algunas luminarias se prestan mejor a la ficción que a la academia, sobre todo si apenas han dejado rastro de sus aventuras en la Tierra. Hace un mes nos dejó uno de los más reputados ermitaños de la mundial literatura: pasará a la historia, junto a sus admirados Robinson Crusoe, Bartleby, o el artista del hambre de Kafka. El olvido parece ser todo lo que ansiaba el profesor, filósofo y teórico literario George Steiner (Neuilly-sur-Seine, 1929 – Cambridge, 2020). No es lo que merece, según el periodista británico Daniel Johnson (1957): “Sus métodos, como admitió con imbatible sinceridad, eran intrínsecamente inimitables. Su soberbio aislamiento, parte del precio que tuvo que pagar por disfrutar el privilegio de una vida dedicada a sus pasiones: leer, escribir”. 

Frente a la abigarrada autoimagen que nos lega su póstuma producción, el retrato que emerge del artículo para el número de marzo de 2020 de la revista inglesa The Critic es el de un  pensador inmerso en las corrientes de la posmodernidad. Nos revela el fundador de la revista Standpoint los múltiples Steiner: entre otros, el controvertido ratón de biblioteca o el indefectible erudito afanando en una universalidad con impulsos aislacionistas. Contra las patologías de la auto-reclusión, las sabidurías del “arqueólogo arquetípico de tesoros escondidos, testigos de una civilización perdida demasiado recientemente”. 

Comprensiva, siempre irónica, la intención del colaborador del Times Literary Supplement logra elevar al autor de Lenguaje y silencio (1967), por asociación, a las santidades imperfectas del mutismo, rodeado de canónicos apóstoles (Coleridge, Matthew Arnold, T.S. Eliot): explora las conexiones, nos conduce a la realidad interna de unas obras no autobiográficas, aunque toman prestadas anécdotas, escritas “en una jerga rebuscada, formal y pretenciosa, que no parece inglesa, bordeando los límites de la autoparodia”, todo un sistema respaldado por un conocimiento a base de ideas felices y sostenidos argumentos. 

No así, de hacer caso a Johnson, en relatos como El traslado de A. H. a San Cristóbal (1996), donde el Führer, uno de los personajes, “habla más como Steiner que como Hitler”. Observa el miembro de la Academia Británica, en opinión del redactor de Neoliberales alemanes (1989), las virtudes de la autosuficiencia, el ingenio práctico, la reticencia extrema. Al rechazar las instituciones, “Steiner descubrió un hecho felizmente indiscutible: que la lectura cercana, la inmersión en el texto, requieren del silencio”. Tal vez por ello, encerrado en la solidez de su ego, renunció a todo motivo consciente que no fuera individualmente recto. 

A partir de los hallazgos personales, el cronista de The Times yuxtapone las peripecias del místico, “consciente de que lo que callamos importa tanto como lo que decimos”. Recaba los encuentros transcendentales, los arreglos prácticos y las declaraciones de un “intelectual muy inglés (…) a pesar de (o gracias a) sus marcos de referencia europeos y transatlánticos”. A días de su desaparición, no remite la oleada de atención mediática, empeñada en la ascética supervivencia del héroe que nos da la espalda, de manera tan decisiva que tiene algo de convincente. Pero aparte de ese gesto iniciático, románticamente imprudente, ¿qué tiene que ofrecer a la posteridad el erudito de Cambridge? La urgencia de vivir con atención plena, en todo momento, de forma consciente.

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