Viajes y libros

Anne-France Dautheville

Anne-France Dautheville

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

“Se hace la revolución o nos acomodamos”.

Anne-France Dautheville

 

El sueño del circo se expresa a través de una alegría muy sólida: bailes acrobáticos, payasos rozando lo inverosímil, festivales con bichos que no habíamos visto antes, vuelos y equilibrio. Mucho equilibrio. El que se necesitaría, por ejemplo, para dar la vuelta al mundo en un monociclo. Montado sobre una sola rueda, la fatiga será tan ineludible como lo es la diversión: en un monociclo, al contrario que sobre una bicicleta, uno no puede dejar de dar pedales ni siquiera en las cuestas abajo. La audacia tendría otros tintes al margen de la aventura, y esos son los que nos remiten a la alegría del circo, tras la que se esconde, intuimos, también la tristeza del esfuerzo, de la vida en vagonetas, de la imposibilidad de establecer raíces. Sin embargo, si añadimos una rueda más al invento, la vuelta al mundo se transforma en una opción tan valiente como verosímil.

Imaginen a una mujer protagonizando ese particular Road Movie en el año 1885. Decimos Road Movie por conveniencia, pues las carreteras entonces eran parte de la descansada vida: un ruido de carretas de vez en cuando, pastores por las cañadas y senderos, con sus mil ovejas, campesinos con gesto de despiste y frases que contenían cientos de años de saber popular, y algún motor ronquísimo en las proximidades de alguna ciudad. Annie Cohen Kopchovsky (1870, Riga, Letonia), conocida por el apodo de Londonderry, protagonizó la gesta, que le supuso un total de quince meses y un premio de cinco mil dólares. Tocada con un sombrero a lo Buster Keaton, vestida con una cazadora de hombros abultados y con un pantalón tipo bombacho, sobre un vehículo primario, cruzó Estados Unidos y Yemen, Francia, Egipto y Singapur, entre otros muchos países. Aunque sea peor que complicado igualar tanta liberación, su estela la han seguido mujeres como Cristina Spínola (Las Palmas de Gran Canaria, 1976), aventurera, periodista y, cómo no, youtuber en tiempos en los que se viaja también para los demás. Da la sensación de que antes uno partía para buscar algo que no tenía en su interior, pero estaba necesitando. Sorprende que ahora ese algo pertenezca, también, al género de las relaciones con los demás.

Cristina ha sido la primera mujer española en dar la vuelta al mundo en bicicleta y ha dejado testimonio de ello en su libro Sola en bici. Soñé en grande y toqué el cielo. Se trata de un registro del recorrido de 30.000 kilómetros y veintisiete países por los que circuló entre los años 2014 y 2017. Tras una histerectomía, entre visitas y comidas, entre reposo y rehabilitación, pensó que la vida le había dado otra oportunidad y se dedicó a idear el viaje. Abandonó sus trabajos como reportera y su dedicación al diseño 3D para escapar a eso que ella llamaba “la ausencia de espontaneidad”. Halló en el viaje la paradoja que ya figura en las leyendas y el acerbo popular como propia de los frailes franciscanos: el confort de la incomodidad. Toda tu vida cabe en unas alforjas, en una mochila escolar. Su testimonio refleja la intención del viajero sano, que es la ir haciendo amigos a medida que se aprende a viajar, la de ver en la gente los buenos atributos, la de encontrarse con personas que ejercen un papel semejante al de los ayudantes del héroe en los cuentos de hadas. Se enamora, si rubor, de la generosidad. Y es entonces, y bajo esas premisas, cuando deja de existir la maldición del dios Cronos, del tiempo, esa materia deleznable.

A lo largo de los treinta y siete meses de viaje, apenas tuvo malos encuentros. Sobrevivió, eso sí, a un intento de violación en Malasia, y reconoce que no resultó agradable que la robaran en El Salvador, aunque daba por supuesto que algo así terminaría por suceder. Cristina sostiene que el mundo es un lugar mucho más seguro de lo que nos hacen entender. Y eso a pesar de la locura que supone circular por carreteras de la India, por ejemplo, donde los vehículos circulan en puro Free Style. Pero mereció, y mucho, la pena ser un extraterrestre en Tanzania, donde algunos niños se echaban a llorar viéndola dar pedales. Y, como ella reconoce, ver el lago Malawi, el desierto de Wahiba y la Patagonia chilena, casi todo el recorrido por la India y México, países donde el horizonte cambia constantemente, y también el salar de Uyuni, que puede ser el paisaje más espectacular del planeta Tierra.

El monociclo y la bicicleta representan el movimiento silencioso, en un grado semejante al de caminar. Pero un día a alguien, apresado en la materia deleznable del tiempo, se le ocurrió encajar un motor a una bicicleta. El recorrido sería más cómodo y, con el tiempo, se transformaría, hasta alcanzar un incierto grado de locura. Hoy a muchos de los que se suben a una moto solo les interesa una cosa: la moto. Es decir, el repugnante olor a gasolina, el rugido amenazador de un motor agresivo, la contaminación y un riesgo sin belleza, como es el de la velocidad sobre el asfalto, una proeza perfectamente pueril y dañina. Atrás han quedado los tiempos en que las motos significaban libertad, aunque aún se puede encontrar una minúscula tribu de resistentes entre los motoristas. Ha llovido mucha agua en muchos inviernos desde que residiera entre nosotros el espíritu de la película Easy Rider, de Dennis Hopper, estrenada en 1969, o de los cuatro años que tardó Ted Simon, entre 1973 y 1977, en dar la vuelta al mundo sobre una Triumph Tyger de 500 cc., y que se recogen en un libro legendario: Los viajes de Júpiter. El viaje al interior, al centro del espíritu, que suponía una experiencia en solitario de este calado, podía catalogarse como un atrevimiento humilde. Simon sumó 126.000 kilómetros y atravesó cuarenta y cinco países. Pero no fue la primera persona que se planteó dar la vuelta al planeta en moto. Anne-France Dautheville (París, 1943) se había perdido por carreteras en formación, por lugares que estábamos aprendiendo a nombrar, un año antes de que Ted Simon comenzara su periplo, durante el rally Orion, entre Francia e Irán, en el que desapareció tres meses, en los lugares que se extienden entre Turquía y Palkistán, por un continente que luego representaría para ella el sueño de Ítaca: Asia.

Un año más tarde, emprendería su vuelta al mundo en un vehículo con siete veces menos potencia que aquél que le llevó hasta la perdición de las ilusiones. Abandonó definitivamente su trabajo en una empresa de publicidad, que representa, mejor que ninguna otra labor, otro tipo de perdición, en este caso de las malditas, la que nos sujeta a la realidad económica, al podrido mundo financiero, a la especulación y las ventas, al engaño comercial, a todo lo contrario de lo que nos quiso transmitir Saint-Exupéry en El principito: lo esencial es lo visible, eso de ver bien con el corazón no está contemplado, a no ser que consideremos la pornografía sentimental como afecciones coronarias.

Sobre una Kawasaki amarilla de 100 cc., Anne-France viajará por Canadá, Alaska, Japón, la India, Pakistán, Afganistán, Irán, Turquía, Bulgaria, Yugoslavia, Hungría, Austria, Alemania y Francia. Y todo esto ha partido desde el sueño de la felicidad, sí, pero también de algo parecido al despecho, dado que tras regresar del rally Orion, y su paso por el vacío asiático, se la acusó de haberse valido de otros medios de transporte, además de extender ese tipo de rumores que brotan de la acción de alguna de las proteínas tóxicas que llevamos a flor de pulmones, esa que empujó a la gente a asegurar que era lesbiana, ninfómana y muy, muy burguesa. En lugar de un desmayo o sufrir un ataque de ansiedad, Anne-France se prepara para emprender su gran ruta. Y entonces comienza a escuchar otro tipo de voces:

«Los amigos me dijeron que me iban a violar, que me iban a asesinar, que me venderían como esclava o para formar parte de un harén; ¡estás loca!, decían. Entonces, cuando partí, todo fue aún más loco porque nadie me dijo que en el momento en el que saliese de Europa, la mujer que viaja sola se convierte en algo prácticamente sagrado, que sería respetada, que todo el mundo querría ayudarme y protegerme. Pero eso lo descubrí después. Ser mujer me abrió muchas puertas, todo el mundo me recibía con los brazos abiertos porque, del hecho de viajar sola, se infería que yo confiaba en la gente. Y entonces la gente confiaba en mí.»

Daba la sensación de que no iba a encontrar a nadie dispuesto a frotarle las costillas, culminando un abrazo con un poco de amor, ni siquiera al final del baile.

Antigua alumna de letras en la Sorbona, no se veía a sí misma regresando a la oficina. El viaje curará los males como las olas borran los dibujos que hacemos en la playa. Nuestras biografías no dejan de ser un libro de arena, algo que desaparecerá barrido por el aire o por el agua.

Anne-France escribió un buen puñado de libros de viajes y unas cuantas novelas, un montón de reportajes para diferentes revistas y una obra maestra de la rebeldía que se titula Y me llevó el viento. Allí describe su gran periplo, sus incomodidades confortables, como la de dormir la mayor parte de las noches bajo un toldillo sujeto a la moto y al suelo, sus fobias y sus filias. Destaca la pasión por el aire libre, que se representa en su tránsito por Canadá, y esa sensación, que bien pudiera ser una de las impresiones que diferencian al viajero del turista, que destaca que la aventura no está en los países desarrollados, en las sociedades con gran tecnología, en las culturas demasiado construidas sobre la farsa del crecimiento económico, unos terrenos donde se impone algo que, a falta de una palabra mejor, llamaremos infantilismo, la falta de respeto, el derroche. Viajar es transformarse a medida que uno se deja vencer por la gente y los lugares del Tercer Mundo, los sitios donde le ofrecen té y asiento constantemente, hasta en los pasos de frontera. Esa sensación tiene un fuerte contrapeso: por más que uno lo desee, por más que el tiempo pase, siempre será un extranjero. El camuflaje es imposible cuando, como ella reconoce al final del libro, existen diferentes razas. No se trata de racismo, sino de simples tonos de color de piel, de diferentes lenguas, de hábitos, del paisaje que nos fabrica y de la palabra de nuestros padres.

El tema del viaje de Anne-France es el de la dificultad de encontrar un lugar propio en el mundo. De ahí que se vea abocada a la itinerancia. Sin mapas, sin guías Lonely Planet, sin televisión, Anne-France se ve obligada a moverse con esa estrategia que ni siquiera pudo derruir el episodio de la torre de Babel: preguntando. Tanto contacto la permite ejercer la psicosociología de pie de calle, esa que nos enriquece, la que nos muestra a la gente como una sorpresa continua. En el texto de Anne-France, lo que venían siendo tópicos se transforman en leyendas, casi en mitos, a veces en maldiciones, pero la mayoría en un recuerdo que te permitirá seguir respirando por otros motivos que no son la mera necesidad animal de supervivencia. Anne-France va creciendo, estudiándose un poco a sí misma, dándose cuenta de que la sensación de sentir que uno está vivo es un sentimiento idéntico a la poesía. Escribe con humor, sí, porque ese es su estilo, pero asistimos, al mismo tiempo, a una conquista de la confianza en uno mismo, esa que crece a la par que el cariño por las personas, esa que nos enseña cómo ir construyendo nuestra propia felicidad. Anne-France hace amigos cada vez que detiene la moto: en un descampado, en un campin, en una gasolinera, en medio del monte o porque se le ha estropeado el motor. Tiene que montarlo y desmontarlo en Japón, en la India y algunas piezas en Afganistán, el país que más adora, o en Canadá. No soporta a los ruidosos ni a los arrogantes, por mucho que sean compañeros de impulso y viajen también en moto.

“Cada vez que uno piensa en hacer cosas que se salen de lo común todos gritan ¡estás loco! El ser humano y los cambios son dos conceptos que se llevan mal y se combinan fatal. Entonces fue aún más loco porque nadie me contó que en el momento en el que saliese de Europa una mujer que viaja sola se convierte en algo casi sagrado, que sería respetado, a quien todo el mundo querría ayudar y se esforzarían por proteger, y eso lo descubrí después. Ser mujer me abrió muchas puertas, todo el mundo me recibía con los brazos abiertos porque al viajar sola entendían que yo confiaba en la gente. Y así era.”

Aconseja a la mujer que se ponga en marcha que tenga las cosas bien claras en su cabeza: “Observa cómo se comportan las mujeres locales, no expongas lo que ellas esconden, pero tampoco quieras copiarlas. Eres una mujer extranjera, simplemente muestra tu respeto”. Y hasta aconseja comer la comida local, incluso en los bazares asiáticos, donde las especias nos harán saltar lágrimas de sudor por los ojos. “No pidas hospitalidad, la gente que te abrirá sus puertas suelen ser los más pobres, compartirán contigo su techo y la poca comida que tengan porque sienten que ese es su deber. Incluso aunque pienses que tú estás arruinada serás diez veces más rica que ellos, y mientras que tú vives, ellos sobreviven como pueden”, termina por sugerir.

Si se le pide una relación de lo que le resulta imposible borrar de la memoria, comienza una relación, que genera sincera y cochina envidia, que bien podría cambiar en cada minuto, en cada contraste: el sol desvaneciéndose en el valle Bamyan mientras lo contempla sentada sobre la cabeza del gran Buda, esos que ya desaparecieron en marzo de 2001 bajo los disparos de un mortero talibán; los pájaros coordinados levantando el vuelo en bulliciosos grupos, desde las copas de los árboles australianos; el sonido de un arpa en la Plaza de Armas de Cuzco, frente a la fachada de la catedral; la aurora boreal canadiense, mientras se bañaba en un lago termal de Yukón.

Fuma Gauloises azules que comparte con “tipos enormes, como armarios roperos, morenos y tocados con un turbante”, capaces de dejar escapar la caravana que deberían seguir con tal de pasar un rato con ella, gente que acepta a la parisina solitaria con una actitud que ella misma califica como “récord de humanidad en todas las categorías”.

“He traspasado todas las puertas, me he reído con desconocidos, he disfrutado de dudosos manjares, he sido feliz. Pero no he entendido nada”. Esa confesión pertenece al mundo de la lucidez. Antes de partir creía saber en qué consistía el mundo: “Una niña buena protestante, disciplinada, virtuosa, modesta, obediente y principalmente persuadida de la infinita inferioridad de otros pueblos, sobre todo de aquellos cuya piel es morena u oscura. Resumiendo, los negros son prácticamente antropófagos, los árabes traidores, los norteamericanos niños grandes, ¡los portugueses son gueses y los españoles ñoles! Esto no funciona así.”

Luego pasó a ser, en un aspecto social, esa mujer en moto, esa persona extraña allá por donde circulara, ese ser que es en la ciudad un monstruo sexual y en el campo un error de la naturaleza. Poco a poco, entre línea y línea de relato, esta mujer, -que contiene una extraña belleza exótica en las fotografías en la que la vemos circulando por Asia, como si a través de ella nos llegara una dulzura latente, de esa clase de bienestar que hemos estado esperando siempre encontrar casi sin darnos cuenta, más como una intuición que como una certeza-, va expresando su proyecto vital: desde el lamento de un “ya no soñamos, somos cabales (…). En mi calle, los niños ya no juegan a las canicas en la acera”, hasta la convicción espiritual más universal, la que se significa en la sencillez de frases como ésta: “El rumor de los árboles, del agua que corre; todo es demasiado hermoso para que yo vaya a encerrarme dentro de una casa”. Y todo para aterrizar en un aforismo que bien podría ser nuestra más querida frase de cabecera, nuestro deseo posible de cumplir, nuestra poesía, nuestra verdad:

“A lo largo de los años puse mi vida en orden, es decir, transformé violencia en fuerza.”

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