Vida oculta (2019), de Terrence Malick – Crítica
Por Jordi Campeny.
Hay directores que dejan huellas imborrables en el transcurso de la historia, aunque muchos espectadores no conecten con su universo. Terrence Malick se sitúa en este grupo y resulta incuestionable su impronta en la historia del cine de autor reciente. Nadie, o casi nadie, cuestiona su primer tramo de filmografía, la que va desde su debut, Malas tierras (1973), hasta su Palma de Oro, esta catedral tan trascendental como inabordable y excesiva que es El árbol de la vida (2011). Entre película y película se tomaba su tiempo –hasta veinte años separan Días del cielo (1978) de La delgada línea roja (1998)– rodando un total de 5 películas en casi cuarenta años. Y, de repente, Malick cambió de marcha y se puso a encadenar proyectos a un ritmo inusual en él: 4 películas, 2 documentales y 3 cortometrajes en siete años. También es prácticamente unánime –y lógico– que la calidad de sus trabajos haya mermado y que su cine lleve tiempo semiestancado y atrapado en un laberinto.
Parecería que Malick vive de rentas desde El árbol de la vida. Ahí forjó un poema grande como el universo, inolvidable –para lo bueno y para lo malo–, usando unos condimentos y unas esencias que iría reutilizando en sus trabajos posteriores. Consagró su estilo poético, aparatoso, radicalmente visual, con un punto petulante y megalómano. Su obra, atravesada por la fe y la doctrina panteísta, fue olvidando su lado más narrativo de los primeros años para abrazar un lirismo hermoso y exacerbado –pretencioso y vacuo para muchos– alrededor de los grandes temas del ser humano. Sus últimos trabajos, denostados casi unánimemente por la crítica, dan buena cuenta de ello. Con Vida oculta retoma su lado más narrativo, aunque, por encima de éste, sigue imperando su inconfundible y arrebatada poética visual.
Vida oculta es la crónica de un sacrificio. Franz es un campesino que vive felizmente con su mujer y sus tres hijas en una granja alpina austriaca, rodeados de un impresionante paisaje montañés. Cuando estalla la Segunda Guerra Mundial, los hombres empiezan a respaldar el nazismo, pero Franz no se deja arrastrar y se resiste a prestar juramento a Hitler. Éstas son las piezas narrativas que sostienen una obra visualmente exuberante que deslumbra y convence durante la primera mitad, pero que termina dando vueltas sobre sí misma en un círculo redundante del que no quiere salir, alejando y frustrando al espectador, reiterándole obsesivamente su mensaje, acorralándolo en el tedio.
El metraje de una película debe estar supeditado a lo que el director quiere contarnos. Hay extraordinarias, redondas y precisas obras maestras de más de tres horas y hay inacabables e insufribles devaneos fílmicos que apenas rebasan la hora y media. Es preciso saber encontrar el punto exacto; gran parte del éxito de una película reside en ello. Vida oculta acaba naufragando por acumulación, alargamiento y reiteración. Sus mayores virtudes acaban mutando en defectos y el resultado final se antoja, de nuevo, un alargadísimo ejercicio de desaforada megalomanía; una película con elementos narrativos y subtextos muy interesantes, visualmente poderosa, pero a todas luces agigantada.
Uno tuvo la sensación de estar asistiendo a la enésima constatación de que Malick sabe hacer muy bien de Malick pero que su fórmula empieza a agotarse. La belleza de cuanto vemos y oímos en esta película/plegaria –hermoso trabajo de fotografía y gran partitura de James Newton Howard– pierde fuelle, grandeza y arrebato conforme la película avanza y va embriagándose más y más de sí misma. Llega un momento en que las secuencias son perfectamente intercambiables entre sí. Y, aunque a ratos su director logra el equilibrio entre el Malick narrador, el poeta y el creyente, otras se pierde en la obsesiva reiteración de ideas –tanto formales como de fondo– y en el excesivo subrayado de sus metáforas religiosas.
Y es que lo sublime, por definición, no puede sostenerse a tiempo completo. Son sólo ráfagas, retazos, un aliento. Al sumar insistentemente instantes sublimes corremos el riesgo de banalizar la belleza de este mundo. Y sin ella ya no queda nada.