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La coartada de Kafka y su crimen perfecto

ANDRÉS G. MUGLIA.

En el año 1863 Édouard Manet presenta en el Salón de París una pintura que pasará a la historia. Su Almuerzo sobre la hierba, una bacanal bucólica en donde dos hombres vestidos a la usanza burguesa de su época, compartían un picnic en medio del bosque con una mujer desnuda en primer plano y otra que sale de un lago en segundo término. La obra produjo un escándalo. No era lo mismo que dos burgueses se las entendieran con señoritas livianas de ropa, a que los retratados desnudos fueran faunos y ninfas. El cuadro de Manet no fue aceptado y se expuso en cambio en el naciente Salón de los rechazados, con gran revuelo.

Pero detrás de esa obra de Manet aparentemente revolucionaria, había otra, mucho más antigua que le daba sustento. Porque el Almuerzo… estaba basada en un grabado de Marcoantonio Raimondi, artista italiano del siglo XVI. Manet reinterpreta la obra copiando fielmente la disposición de las figuras para luego vestirlas a la usanza de su época.

En 1922 el escritor irlandés James Joyce publicaba su Ulises, novela que tendría ocupada a la crítica (tal como el autor deseaba) hasta nuestros días. Célebre y rupturista por muchos motivos que nos desentenderemos de analizar, Ulises se vincula al mencionado cuadro de Manet por el hecho de que también está basada en otra obra precedente, la Odisea de Homero. Cada capítulo del extenso texto de Joyce, pleno de simbolismo y múltiples alegorías, se corresponde con un episodio de la Odisea y lo mismo ocurre con los personajes. Este paralelismo o esa dependencia, lejos de ser criticado, es subrayado como un valor extra de Ulises.

En 1920 (seguimos con las fechas) Franz Kafka entregó a su amigo, el escritor y editor Max Brod, varios sobres para que los “destruyera”. Aunque muchos han sindicado como traidor a quien rescatara póstumamente el legado literario de Kafka, contradiciendo su deseo de que lo quemara, en este caso era evidente que las indicaciones de escritor checo no iban en serio. ¿No era más fácil destruir él mismo los sobres? Su contenido era  El proceso, o sus capítulos desordenados, algunos aparentemente inconclusos. En 1924 tras la muerte de Kafka, Brod publicó El proceso, ordenando los capítulos como buenamente le pareció y dejando afuera los “inconclusos”, que sí incluyó como Anexo en la segunda edición de la obra, que es la que llegó hasta nuestros días.

Qué decir de El proceso. Obra fundacional del universo y la lúgubre estética kafkiana. Ilógica, fraccionaria, inclasificable, asfixiante y genial. Dicen que cuando Kafka leía algunos fragmentos de ésta u otras de sus obras a sus amigos todos terminaban riendo. Lejano a la imagen apocada que su literatura nos deja fantasear con respecto a él, existen muchos testimonios de que Kafka era un interlocutor muy apreciado en las reuniones, por lo inteligente pero, también, por lo gracioso. Otro desdoblamiento personal: el que se producía entre el abogado y el escritor, se refleja más que nunca en esta obra. Si algo es seguro en cuanto a El proceso, es que se trata de una gran alegoría sobre la Ley, la burocracia en general y el modo absurdo en que el sistema judicial engulle en su maquinaria a los acusados, que se ven sometidos durante largo tiempo a las disposiciones de una enorme maquinaria que nunca llegan a conocer, cuya lógica es sólo comprendida por los expertos del Derecho.

Kafka era, en su vida diaria, uno de esos expertos. Atravesó pues el mundo de la realidad con el torbellino de su tortuosa fantasía, lo interpretó, lo llenó de símbolos, ambientes, climas, personajes, y revolvió todo aquello en las páginas de El proceso que, estudiado y vuelto a estudiar por apólogos y exégetas, provocó más de una controversia. 

Como ocurre con el orden que Brod le dio a sus capítulos. Digamos a favor del editor que el método utilizado por Kafka para escribir no lo ayudó en la tarea. Porque cada capítulo de El proceso funciona como una unidad más o menos independiente de las demás, de modo que, como en Rayuela de Cortázar, podría darse otro orden, tan eficaz como el de Brod, a los mismos capítulos, incluidos los del Anexo. Por ejemplo, en uno de esos fragmentos aparece varias veces la señorita Bürstner, vecina de habitación en la pensión donde vive Joseph K., personaje principal de la novela. La joven, con quien K. tiene un extraño encuentro al principio del texto y luego ya no vuelve a aparecer, sí tenía otras intervenciones en los capítulos relegados al Anexo; por lo cual su importancia era mayor a la que Brod, con sus omisiones, le asignó en su versión. 

Pero, de nuevo, Brod no sabía cuál era a ciencia cierta la estructura de la novela; su amigo Kafka le había dejado aquel galimatías sin referencias para que se entretuviese después de su muerte.

El escritor argentino Tomás Eloy Martínez fue el encargado de sacar de las sombras otra tesis acerca de El proceso, la elaborada por el escritor colombiano Enrique Sánchez Trujillo. Sánchez Trujillo, gran estudioso de Franz Kafka, descubrió un secreto en la obra de su más admirado escritor. Y es la enorme deuda que éste y, en particular, El proceso, tenían con el libro Crimen y castigo de Fiodor Dostoievski. La admiración de Kafka por el escritor ruso nunca estuvo oculta, tanto como por Dickens, Flaubert o Goethe. Sin embargo Sánchez Trujillo encontró que El Proceso reproducía en su estructura y personajes, la estructura y personajes del libro de Dostoievski. Incluso algunos pasajes están copiados casi textualmente. Para su labor detectivesca el colombiano releyó una y otra vez las dos obras y elaboró un esquema en el que volcaba las coincidencias. El ensayo resultante de su obsesión se publicó en 2002 y El proceso, con los capítulos reordenados en base a su investigación, integrando los que Brod había dejado de lado en su Anexo, se editó en el año 2005.

Aunque polémico para los fans del señor K., el trabajo de Sánchez Trujillo echa nueva luz (o sombra) sobre una de estas obras que devienen universales y que son aparentemente inagotables en el terreno de la interpretación. 

Ya es hora de dejar de lado el concepto romántico de originalidad. En época del sampler, cuando el derecho de autor se desdibuja bajo el impulso de las múltiples plataformas de copia, reproducción y tráfico, la intertextualidad no puede llamar la atención de nadie. Y si existe una línea que comienza en Dostoievski, continúa en Kafka y llega hasta Borges; si Schopenhauer tuvo que subir a los hombros de Kant para ver más lejos; si existió un trompetista llamado Teddy Buckner cuyo arte se confundía con el de un ángel llamado Satchmo; bienvenido entonces la inspiración en el de al lado, las reinterpretaciones de un mismo tema o la lisa y llana copia. 

Joseph K. o Raskólnikov, poco importa de quién es la desventura. Tanto el que sabía por qué era condenado como el que no, los dos regaron mi juventud con sus tribulaciones. Todavía hoy, a cientos de años de distancia, sus autores siguen dando que hablar.

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