‘Un río en la oscuridad’, de Masaji Ishikawa

Un río en la oscuridad

Masaji Ishikawa

Traducción de Esther Cruz Santaella

Capitán Swing

Madrid, 2020

170 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

El infierno son los otros, o no. El infierno es un laberinto de círculos, un retablo de monstruos, el fuego de azufre o una depresión. El infierno es algo que, a falta de una palabra más potente, está íntimamente ligado a la estupidez. De la estupidez brota la peor versión de la crueldad y la crueldad es un mal que se retroalimenta: quien lo ha probado lo sabe, la crueldad produce dopamina y genera una sensación de bienestar semejante a la de cualquier droga. Cuando se empieza a ser cruel, y uno se olvida de ello durante un tiempo, se le viene el mundo encima, sufre un síndrome de abstinencia que solo se alivia pisando hasta producir sangre. Frente a cualquier otro malestar, a esos acosos con que nos constriñe la existencia, el cruel, el estúpido, reacciona sacando lo peor de sí mismo, volviéndose más cruel, más estúpido. Solo así cabe explicarse este fenómeno que refleja, con tantísimo dolor, Masaji Ishikawa en uno de los libros más estremecedores que leeremos en mucho tiempo. Tal vez alguien le achaque que no se trata de una obra para todos los estómagos, pero no querer saber, y justificarlo en la sensibilidad, es una forma vulgar de cobardía.

Ishikawa es una persona con un fortísimo sentido familiar, y a él se va aferrando a medida que sucede el horror. En primer lugar, será la infancia bajo el yugo de un padre violento y borracho, un coreano refugiado en Japón y casado con una japonesa. Luego, a partir de los doce años, será el doloroso absurdo de Corea del Norte, un país donde los victimarios aprovechan el terreno esquilmado para hacer sufrir a las víctimas. Ishikawa cree estar huyendo de lo salvaje y se topará con el infierno, con todos los infiernos. Hasta tal punto que la miseria y el sufrimiento de la familia provocarán la humanización del padre, cuya alma no parecía tener rescate. Asiste a muertes y al sentido de culpa, que es otra maldición, otra versión del infierno. De hecho, en buena medida se trata de un libro psicológico, pues el reflejo de las reacciones, de los sentimientos, de las suposiciones, del sufrimiento y sus consecuencias, está siempre ligado, intuitivamente, a los efectos psicológicos. A uno le sorprende la capacidad de observación que mantiene Ishikawa a pesar de estar dedicando sus escasas energías a la supervivencia.

Se retrata la impotencia frente al dolor, la indefensión frente a la locura, la sencillez frente a la barbarie. Se traspasa, una y otra vez, los límites de lo humano, que son muy desconocidos por los idiotas, por los malvados, por los poderosos, por los que presumen de empuñar armas. Decir que la calidad de vida que expone es de perro humillado, sería un eufemismo. Las desgracias se concatenan, incluso superando las normas más elementales de la fidelidad animal: madres que abandonan a sus hijos, muertes absurdas, condenas al hambre y al frío sin otra justificación que no sea la desidia, y hasta desapariciones decididas por uno mismo. Corea del Norte, y sobre todo el mundo rural de Corea del Norte, es una tierra de muerte y terror. El viaje a que nos sometemos es un viaje que requiere valor. Y del que no saldremos ilesos. No hay un final, aunque quepa la posibilidad de una huida. Ni siquiera rezar facilitará una gota de consuelo, un segundo de reposo.

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