Acerca de ‘En busca del tiempo perdido’, de Marcel Proust
ANDRÉS G. MUGLIA.
Comentar libros es un modo de alejar del olvido lo que hemos leído. Una forma de rescate de ese inefable que, todavía fresco, no se ha disuelto en las omisiones inevitables de la memoria a largo plazo. A propósito de esta faceta del comentario literario como género, nunca más oportuno que uno en esta clave con respecto a la obra de aquel dandi intelectual que fue Marcel Proust. Precisamente porque los siete libros que componen “En busca del tiempo perdido” son su combate personal, encarnizado, obsesivo al final de su vida, contra todas las formas del olvido.
Testigo y privilegiado, dos términos que Proust llenó en toda regla. Testigo porque todo lo que describe lo encuentra en una posición perfectamente consciente (y consistente) de cronista de una época. Y privilegiado porque sin tener ningún título nobiliario, Proust tuvo acceso al mundo secreto de la alta sociedad francesa y sus salones, ese universo subterráneo que contradictoriamente se revelaba en sus cotilleos en las secciones de sociedad de Le Figaro. Pero revelarse no es darse a conocer. Lo que podía reconocer el vulgo de esa alta sociedad donde la genealogía era más importante que la fortuna, eran nebulosas aproximaciones de un contorno, de un cuerpo oscuro del que Proust nos ofrece, quizás con reminiscencias del oficio médico de su padre (tal como Foucault), sus entrañas con la frialdad y el detalle de una disección anatómica.
Pero seríamos injustos si dijéramos que hay sólo un testigo objetivo en Proust, quien es además un poeta, un filósofo y un estilista. En las cerca de 2.800 páginas de “En busca…” (edición de Alianza) encontraremos algo que solamente un verdadero artista puede lograr: ser veraz sin ser frío, narrar de modo sinestésico las formas múltiples de lo vivido en sus diversos planos: imágenes, olores, sabores; pero también detallando gestos, inflexiones de voz, actitudes corporales de los actores. Y todo eso filtrado por la reflexión, la inteligencia, la ironía sabrosa de un escritor que confiesa algunos de sus pecados sin juzgar (mucho) los de los demás.
Los celos son uno de los ejes fundamentales en donde reposa todo el andamiaje de “En busca…”. Los de Proust hacia Albertine que se llevan dos volumenes (5º y 6º): “La prisionera” y “La fugitiva”; pero también los de Swann, otro de los personajes principales, por su obsesionante Odette en “Por los caminos de Swann” (volumen 1º). En esos tres libros Proust hace una radiografía exhaustiva de los celos masculinos, como testigo y como protagonista. En éste último caso, llega al extremo de celar a su amante después de muerta. Buscando testimonios que dieran cuenta del lesbianismo de Albertine y confirmaran sus sospechas que lo llevaran a recluirla.
Pero este ejercicio de describir pasiones no se agota en los celos, sino que continúa en la revelación de inclinaciones prohibidas a la descripción de su época, tal como el lesbianismo, la homosexualidad o el sadomasoquismo; que son comentados por Proust con la misma tranquila parsimonia que lo lleva a conversar con todo lo que somete a su escrutinio. En “Sodoma y Gomorra” (4º volumen) el Barón de Charlus (inspirado aparentemente en el famoso Barón de Montesquieu), respetable miembro de una aristocracia en la que Proust pugnaba por introducirse, se convierte en protagonista de la escena. Su doble vida homosexual, que a medida que los volumenes avanzan comenzará a emerger de las bambalinas cada vez menos sutilmente, es descripta como ejemplo de lo que en su época la alta sociedad barría debajo de la alfombra
Pero quizás llevemos demasiado lejos la interpretación de “En busca…” como una transcripción puntual de lo vivido por el Proust real. Mucho de ficción hay en los siete volúmenes, y no todas son máscaras sobre rostros reales, aunque muchos se quiebren la cabeza jugando al quién es quién y buscando a las personas de carne y hueso detrás de los personajes.
Como en cualquier novela o historia podemos discriminar en “En busca…” dos eje de atención: escenario y personajes. El contexto, la Francia de comienzos de siglo XX y los lugares presentados: París, Combray y Balbec; los últimos, dos destinos turísticos cuyo nombres reales son Illiers en el caso del primero, una aldea en la campiña donde la familia Proust tenia una casa de verano; y Cabourg en el del segundo, ciudad balnearia situada en Normandía. Hay un paso por Venecia y también menciones a paseos por otras localidades cercanas a París, pero estos tres primeros serán los escenarios principales.
Por el lado de los personajes la obra de Proust compondrá una verdadera sociedad articulada a través de sus interrelaciones y su posición de clase. La enorme cantidad de personalidades que vemos desfilar en “En busca…”, desde Francisca la sirvienta de su familia en París; hasta la princesa de Guermantes, vemos cruzar ante nuestros ojos una verdadera población discriminada en sus individuos, con sus respectivas personalidades, mañas, bondades y miserias.
Hay algunos personajes que se destacan sobre esta comunidad que Proust pone a vivir en sus páginas. La madre, desde un primer momento subrayada en protagonismo, motivo de los desvelos de un Proust niño que esperaba con torturada impaciencia su beso de las buenas noches. La abuela, columna de la familia, personaje sutil que entendía la peculiaridad de su nieto, cómplice a veces, eterna fuente de comprensión donde Proust refugia muchas veces su desasosiego. El padre, destacable sobre todo por su ausencia dentro de la obra (¿en la vida de Proust?). Personaje severo y distante.
De los personajes que no forman parte de la familia el más importante al comienzo de la obra es Charles Swann, basado en parte en Charles Ephrussi, un reputado coleccionista y crítico de arte de religión judía.
En el primer volumen traba relación con Odette de Crecy en el salón burgués (que querían imitar a los de la aristocracia) de la familia Verdurin. Odette es otro ejemplo de cómo accedía la burguesía a los salones: los hombres por talento, las mujeres por belleza. Esto, así de terrible, lo describe Proust en varios ejemplos a lo largo del libro. Está claro que no solamente era belleza lo que Odette prodigaba en los salones, y la caída de Swann es, precisamente, enamorarse de Odette. Primero haciéndola su “querida” para luego cometer el dislate supremo que dejó boquiabierta a esa sociedad a la que Swann había destinado tantos esfuerzos por pertenecer: casarse con ella. ¡Casarse con una cocotte! Swann reunió dos pecados supremos para su época, ser judío y casarse con una puta. Así de brutal se dice y así de brutal lo pensaba la sociedad de En busca…, que nunca le perdonó aquel pecado.
Del mismo modo, la obsesión enfermiza de Swann por Odette es reproducida puntualmente en la del protagonista por su amada Albertine, tanto que por momentos se tiene la sensación de releer una misma historia con los nombres cambiados.
La historia de Swann, la de Odette, la de Albertine y la del propio Marcel, son las de personajes que intentan quebrar el orden establecido de una sociedad de castas fuertemente parceladas, cuyo cascarón se irá rompiendo lentamente a lo largo de la novela, para dejar entrar en él, mediante la mixtura y una especie de “mestizaje de clases”, a la burguesía que, sobre el final de “En busca…” se queda con el premio mayor. Odette, tras la muerte de Swann y gracias a un segundo matrimonio, se convierte en Marquesa. Madame Verdurin logra que su salón sea el de más brillo del barrio de Saint Germain. La hija de Swann y Odette, Gilbert, gracias a renunciar al apellido Swann y adoptar el de su padre adoptivo, Forcheville, logra que la alta sociedad olvide su “tara” de origen que le vedaba el acceso a los salones, y se casa con el Marqués de Saint Loup.
Lo que Proust narra no es otra cosa que el ascenso de una clase y la declinación de otra. A pesar de pertenecer a la triunfante, Proust anota ese triunfo con cierta nostalgia. Él también, como Albertine, era esclavo, pero no de una persona en particular, sino de ese orden asimétrico que intenta retratar y en el que encuentra personajes a quienes, a pesar de sus defectos evidentes, les logra sonsacar motivos de admiración.
Podría decirse que “En busca…” es menos una historia lineal que una sucesión de escenas, de instantáneas y aguafuertes que muestran un mundo menos congelado que bullente en un momento determinado. Pero la lente de Proust no solo detalla imágenes, paisajes y personajes, sino que los atraviesa revelándonos sus almas, sus deseos, sus sentimientos o sus contradicciones.
“En busca…” es un ejemplo de los sacrificios que debe hacer un artista al crear su obra, de las decisiones que tiene que tomar y los caminos que está obligado a abandonar en favor de su plan. En este caso la acción se sacrifica a la descripción. ¿Por inclinación natural del escritor hacia una de las dos? ¿Por decisión consciente en cuanto a lo que la obra necesita? Sólo podemos conjeturarlo. Lo cierto es que si alguna dificultad entraña la lectura de “El tiempo..” es, además de su maratónica extensión, el tiempo que el lector demora en adaptarse, en comprender y entenderse con el estilo del autor; que se solaza en la digresión, la descripción pormenorizada de los detalles, las sensaciones, los gestos y lo que estos ocultan.
En un mundo basado en el esnobismo, superficial, injusto y por momentos nauseabundo que se enraíza en la lejana pero todavía presente corte de Luis XIV, es donde insólitamente Proust se propone ser profundo. Lo más asombroso es que, viendo el barro con el cual se dispuso a modelar su monstruo, Proust consiga de un modo tan rotundo este resultado a la vez descarnado, inteligente, sutil, ocurrente y perturbador en muchos pasajes.
No en vano esta novela de siete volúmenes ha sido señalada como una de las grandes obras de la literatura del siglo XX. No se equivocaba Proust cuando presentía su destino. Su prosa describió al aguafuerte un mundo desaparecido. La posteridad: nosotros, los que vendrán después de nosotros, agradecidos.
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