Cuentos ganadores del XVI Certamen de Relato “¿Dónde está la Navidad?”
XVI Certamen de Relato Breve “¿Dónde está la Navidad?”.
Acta de la reunión del jurado de la XVI edición del Certamen de Relato Breve “¿Dónde está la Navidad? ”:
Reunido el Jurado compuesto por los escritores Arancha Sanz, Ernesto Ortega, Guillermo Gutiérrez, Isabel Cienfuegos, Carmen Peire y Adrián Gualdoni con relación a los 81 relatos concurrentes a esta XVI edición, acuerdan:
1º. Declarar, por mayoría, el primer premio al relato “Soldaditos y pastores” de Agustín García Aguado.
2º. Declarar, por mayoría, el segundo premio al relato “Cuenta atrás” de Alberto de Frutos.
3º. Declarar, por mayoría, el tercer premio al relato “Dónde está la Navidad” de Mauro Vitoria.
Declarar finalistas a los relatos:
Unas navidades del infierno, de Candela Aranguren Castillo.
Feliz día de los regalos, de Roberto Gil Pita.
De lo cual, como organizadora del certamen, doy fe en Madrid a 19 de enero de 2020.
Sonia Aldama Muñoz
Agustín García Aguado,
Ha publicado del libro de relatos “La ternura de las bestias”, con Editorial ACEN, 2018.
Ganador de diferentes certámenes como el Premio Pluma de Oro 1994 de cuentos, en Alcorcón.
Primer Premio de Relato Corto “Tierra de Monegros” 2018.
Primer Premio de cuentos “Ulises” de Viso del Alcor” 2018.
Primer Premio de relatos “Casa de Aragón” en Madrid 2018.
Primer Premio “Entre tus páginas y las mías” en Valladolid 2018.
Primer Premio de relato Plazuela de los Carros 2018
Alberto de Frutos:
Licenciado en Periodismo. Trabaja en la editorial Prisma Publicaciones y colabora como crítico literario con la agencia cultural Aceprensa, Ha publicado el libro de poemas «Selva de noviembre», las novelas cortas «El beso de la señora Darling» y
«Elisa o el laberinto de los inocentes, los libros de relatos «Utopías. Crónicas de un futuro incierto «La soledad dejó de ser perfecta» «Familias estructuradas» y «Tiempos y costumbres», y los ensayos «Breve historia de la literatura española», «Historia a pie de la calle y «La Segunda República española en 50 lugares»
Ha ganado decenas de premios literarios por lo que nos resultaría imposible citarlos todos, tanto en poesía, novela y relato.
Mauro Vitoria nació hace 62 años en Cerezo de Río Tirón, Burgos estudió filología inglesa en Salamanca y posteriormente comenzó su carrera docente en Inglaterra, después se trasladó a Madrid donde se ha dedicado a la docencia como catedrático de enseñanza secundaria, hasta hace dos años que se prejubiló. Siempre le ha gustado escribir relato, sobre todo histórico, colabora con publicaciones puntuales y su profesora de creación literaria en la UNED le animó a presentarse a este concurso.
Candela Aranguren Castillo, es alumna de la Escuela de Escritores y es la autora del relato “Unas Navidades del infierno”. Acaba de cumplir doce años y quiere ser escritora.
Roberto Gil Pita es escritor novel, estudiante del curso de Escritura Creativa de la Escuela de Escritores en Alcalá de Henares, alumno de Juana Márquez Ponce. En su vida fuera de la escritura es profesor de la Universidad de Alcalá.
SOLDADITOS Y PASTORES
Madre no dice nada. Ahora sólo culebrea del salón a la cocina, y de la cocina a la alcoba donde descansan sus muertos. Eso dice: mis muertos, y luego me mira con una tristeza infinita o me saca la lengua, según los días, y se sienta en su hamaca de anea para pintarse de negro las uñas de las manos con el betún con que lustraba antaño sus zapatos de charol. Ya estoy con tu padre y con tu abuelo, sólo falta que me atreva a dar el último salto… Lejos de tratar de alejarle de sus propósitos, me convierto en su lazarillo fiel para abrirle la puerta del balcón, esperando que ensaye una voltereta que le haga caer como un pelota desde un noveno piso, pero siempre termina reculando y se gira hacia mí con expresión de reproche y luego me dice: ¿Te conozco? Entonces recuerdo aquellas Navidades de 1977. Yo había desplegado un ejército de húsares sobre la tarima del piso y los generales prusianos acababan de firmar una paz incondicional subidos en lo alto de una caja de cartón. Una batalla épica con muertos y tullidos, pensé con regocijo, y en ese momento comencé a escuchar las voces de mi madre que venían del extremo de la casa. No era un voz amigable, ni siquiera era una voz. Más bien era como el sonido seco de un leño desprendiéndose de un árbol cuando acusa el primer hachazo del leñador. Más tarde, en la cena de Nochebuena, mi padre sólo probó el pulpo y dijo que estaba algo soso, y mi madre se ocultó tras la jarra de agua para que no la viera llorar mi tía Conchi. Después de brindar, los primos y yo nos largamos a mi habitación. Quería señalarles el mapa de mis batallas, recrear alguna invasión napoleónica, pero ellos se liaron un cigarrillo a escondidas y se pusieron a hablar de chicas, y yo me dediqué a arrojar caballos, artillería ligera y Dragones Rojos por la ventana. Cuando terminé la faena, me dirigí al salón y escogí del belén siete pastores rollizos, la lavandera que permanecía siempre arrodillada bajo el puente de tres ojos con cara de pocos amigos y los dos pretorianos que hacían guardia ante el castillo de Herodes con sus escudos cruzados. Cuando se fueron todos, mi padre y mi madre se encerraron en la cocina para fregar los cacharros. Los oí discutir, mencionar un nombre de mujer, y después escuché el estruendo de ollas y cazos restallando contra el suelo como granadas de mano arrojadas por una brigada ligera en un campo abierto. Creo que aquella batalla la ganó finalmente mi madre, y lo creo porque pude ver a mi padre salir aquella noche de casa con una maleta de mano y con cara de pocos amigos. El día de Navidad fue triste y aburrido. Me limité a hacer los deberes del colegio, me zampé dos tabletas de turrón de Jijona viendo la tele y deseé que el mundo pudiera doblarse como una hoja de papel para que no me pesara tanto.
Las siguientes Navidades tuve que recurrir al ingenio para reemplazar las figuritas del belén por lanceros franceses y soldados de cuota. Nadie reparó en aquel popurrí sin sentido donde la Virgen María recibía en el umbral del pesebre a un edecán austriaco, y a espaldas de San José, que permanecía apoyado en un jeep americano y al que calé con mala baba un casco de la Segunda Guerra Mundial. Mi padre acababa de regresar días antes con la maleta con que se había ido hacía un año y con quince kilos más. Parecía un verraco en el día de San Martín, comentó mi tía Conchi mientras pelaba las patas de un centollo y brindaba a cada minuto con champán llevándose la copa a los morros con la regularidad de un reloj de cuarzo. Mi madre procuró no hablar más de la cuenta y se dedicó a estirar el tiempo como si fuera chicle y a repasarse la comisura de los labios con la servilleta. Era como un tic nervioso que no podía evitar en situaciones extremas. Cuando llegaron los postres, mis primos, sabiéndose mayores y con derechos recién adquiridos, encendieron un cigarro y se liaron con la botella de cava como dos idiotas incapaces de abandonar la atracción de un juego que los aproximaba a algún lugar fuera de coordenadas y calendarios conocidos. Comencé arrojando por la ventana la mesa escritorio, un chifonier que me servía como campo de acción para las batallas menores y después, poco a poco, me fui desprendiendo de la ropa de verano, de los libros de texto, de las témperas y los rotuladores, y terminé rematando mi acción marcial lanzando no sin dificultad un armario de tres lunas que me hacía las veces de espejo para hacerme el flequillo antes de ir al colegio y para imaginar la cara de Maribel detrás de mí, pidiéndome un beso y una cita, o dos besos con lengua y sin cita, tanto daba.
Ahora soy yo quien cuida a madre. Por las mañanas le preparo unas sopas de leche caliente antes de irme a trabajar y le dejo encendida la estufa por si tiene frío. Ella sigue llamando a padre. No distingue más que sombras, por eso a veces al gato lo llama Ramón (la verdad es que tiene bigotes igual que mi padre y anda como él de puntillas por la casa), se encara con él diciéndole: Si te vas otra vez con esa fulana te hago picadillo… La pobre no sabe dónde está, viaja en círculos por la casa como una polilla a punto de estrellarse contra un poste de luz. Por eso, y para ser justos, he decidido esta noche dejar abiertas las ventanas y arrojar a la calle lo último que me queda de la niñez. Será fácil. Sólo hay que poner la mejor cara, basta un empujoncito y luego hay que esperar a que la física haga su trabajo.
Agustín García Aguado. Primer premio.
CUENTA ATRÁS
2 de noviembre de 2125
La notificación le llega, como es costumbre, el día de difuntos, y al final de la pantalla lee que el plazo para tomar la resolución expirará el 24 de diciembre. Miles de ancianos han recibido esa mañana el mismo mensaje y se encuentran en una tesitura parecida. Si eligen morir, el Estado asignará a sus descendientes una parcela en la Luna y ayudas para financiar el viaje; si, por el contrario, optan por seguir viviendo, percibirán la pensión hasta que el reloj se pare, pero sus hijos perderán toda posibilidad de empezar de cero en un hábitat menos inhóspito.
Nadie tiene la culpa, y menos que nadie el Estado. Durante décadas, los políticos advirtieron a los científicos de que sus esfuerzos por prolongar la vida de las personas conducirían al desastre: si a finales del siglo XX la esperanza de vida rondaba los ochenta años, en 2125 ha superado los ciento veinte, sin que los viejos se sientan rejuvenecer con elixires mágicos.
El anciano siente que sus convicciones se desmoronan. Durante años, tuvo claro que no sería una carga para nadie y que llegado el caso se sacrificaría por los suyos, pero, ahora que ha empezado la cuenta atrás, las ganas de vivir empañan su voluntad. Le gusta abrir los ojos y prepararse el desayuno, escuchar la radio un rato, bajar al parque y ver a los niños corretear con sus mascarillas. Le gustan las sobremesas de recuerdos, las cenas frugales y tempranas y arrebujarse, por fin, bajo las mantas, con la conciencia tranquila y la esperanza de un nuevo amanecer.
¿No hay algo –o mucho– de egoísmo en ese hambre de vivir? ¿Cuánto tiempo le puede quedar, cinco, diez años? Y por ese lapso de miedo y rutina, por ese desenlace cabizbajo y agónico, ¿vale la pena condenar a sus descendientes a un futuro sin porvenir, en una planeta enfermo, irremediablemente sentenciado? Su mujer ya murió y, aunque habla con sus hijos todos los días, apenas si los ve un par de veces al año, en Nochebuena y Reyes, cuando los más pequeños de la casa lo asaltan con sus melosidades en busca de regalos.
Si acepta el trato, el próximo año no habrá Reyes. Cenará con su gente en Nochebuena y unos días después alguien, que se identificará como “el practicante”, llamará a su puerta, le hará firmar unos papeles y le inyectará la aguja del adiós. Si no se da por aludido, el Estado insistirá otra vez el año próximo, pero las condiciones ya no serán las mismas: la extensión del terreno lunar será menor, peores las vistas y los pasajes de la nave habrán subido ya de precio.
Nunca lo ha hablado con sus hijos. Lo justo sería consultarles, que se implicaran en su muerte lo mismo que él se implicó como un dios en sus vidas, pero le aterra su veredicto: si le dejaran partir, él mismo se adelantaría a la acción del verdugo de bata blanca. Le bastaría con dejar de tomarse las pastillas una semana para apagarse como la luz de esa pantalla flexible, que hiberna en cuanto su amo se da la vuelta y baja al parque, perplejo ante la belleza y la monstruosidad simultáneas de la vida.
24 de diciembre de 2125
Desde la ventana, los ve llegar en sus coches eléctricos, a estas alturas tan superfluos, y oye los gritos de los niños por la escalera antes de darles la bienvenida y un beso. Ellos son el futuro, y él, el pasado, ellos los arqueólogos, y él, la piedra dura. La decisión está tomada, esa noche se la participará a sus hijos y, cuando el practicante le clave la aguja, el anciano se reunirá con su esposa, a la que hace veinte años que no ve, y le contará todo lo que se ha perdido: nada.
Los niños suben al desván a jugar con los regalos de Papá Noel y el abuelo hace tintinear su copa con una cucharilla para reclamar la atención de los adultos. Cuando se hace el silencio, les habla, flemático, del mensaje que recibió en su pantalla el 2 de noviembre y les expone su decisión irrevocable de morir.
–Mi ausencia es una oportunidad. Servirá para compraros un terreno en la Luna, lo bastante amplio para os instaléis todos vosotros, en el mar de la Tranquilidad. Aquí, la vida es una mera supervivencia y no tiene sentido prolongar la agonía. He hablado con varios funcionarios y con otras familias que han pasado por lo mismo, y me han asegurado que el proceso cuenta con todas las garantías. Es lo mejor para todos.
El anciano calla y baja la vista al mantel. Todavía tiene la cucharilla en la mano y, en los platos, los restos de comida semejan los despojos de una cacería implacable. Del desván, llega la música de un villancico que el viejo no se atrevía a cantar cuando era pequeño: “La Nochebuena se viene/ la Nochebuena se va/ y nosotros nos iremos,/ y no volveremos más”.
Las lágrimas de una niña, en el umbral de la puerta, arañan el silencio. Cayetana, una de sus biznietas, ha bajado del desván con una muñeca a la que no hay forma de hacerle cantar. Lo ha oído todo y lo ha entendido casi todo. Tiene siete años y no concibe el vacío, que lo que hoy es mañana no sea. ¿Quién ha podido crear un mundo tan precario, en el que las muñecas nacen sin cantar y los mayores se van sin despedirse?
–¡Yo no quiero que te vayas al cielo, bisa, yo quiero que sigas aquí con nosotros! ¡Prométeme que no te irás!
Y el viejo, vencida toda resistencia, le promete que no se irá, y se dice –y le dice– que no hay de qué preocuparse, que el mundo seguirá girando igual que siempre, como las bolas de ese abeto de Navidad, a la espera del milagro que anuncie una nueva aurora.
Alberto de Frutos. Segundo premio.
¿DÓNDE ESTÁ LA NAVIDAD?
—Agente llamando a central. Cambio.
—Aquí central. Dime, Quintanilla. Cambio.
—A la orden, mi sargento. Tengo un 6/31. Repito, un 6/31. Cambio.
—¿Un parto en vía pública? Cambio.
—Sí, mi sargento. Solicito ambulancia y servicios sociales. Cambio.
—¿Dónde, Quintanilla? Cambio.
—En la zona de Entrevías, cruce de Avda. Santa Catalina con Carretera de Vallecas. Cambio.
—¿No hay ahí un antiguo concesionario de Mercedes? Cambio.
—Así es, mi sargento. El que tiene la estrella en todo lo alto. Envíen también servicio de mantenimiento de semáforos y alumbrado público. Cambio.
—¿Y eso, Quintanilla? Cambio.
—Han pasado cosas muy raras, mi sargento. Mi compañero y yo estábamos haciendo la ronda de noche en el coche patrulla y, de repente, el cielo se ha iluminado intensamente. Luego han caído como varios rayos sobre el concesionario y ha sonado un trueno muy fuerte. Hemos bajado a comprobar y la tierra se ha puesto a temblar. Sólo un momento, pero todo se ha movido. Luego los semáforos y las farolas se han puesto a parpadear y así siguen. Cambio.
—¿Pero qué me cuenta, Quintanilla? Cambio.
—Así es, mi sargento. Y además, todos los pájaros del parquecillo que hay aquí al lado, se han puesto a cantar. Cambio.
—¿A cantar? ¿De noche? Cambio.
—Sí, mi sargento. Hemos visto que mucha gente se arremolinaba en la marquesina de entrada al concesionario y nos hemos acercado a ver qué pasaba. Cambio.
—¿Y qué es lo que pasaba, Quintanilla? Cambio.
—Un parto, mi sargento. Una joven hispanoamericana había dado a luz allí mismo. Cambio.
—¿Ella sola? Cambio.
—No. Su pareja y ella se habían cobijado del frío bajo la marquesina, protegiéndose con unos cartones y a ella le ha sobrevenido el parto. Cambio.
—¿Y el niño está bien? Cambio.
—Como una rosa, mi sargento. La madre dice llamarse María Belén y el padre José David. No tienen pasaporte y estaban pasando la noche ahí para ser los primeros mañana en la cola de la oficina de inmigración que hay un poco más arriba. Dicen que les iban a dar los papeles. Cambio.
—¿Qué papeles, Quintanilla? Cambio.
—Los de la residencia, mi sargento. Es que como el niño ha nacido aquí, al parecer tienen derecho a la nacionalidad. Dicen que lo van a llamar Jesús. Cambio.
—Pues espabile, Quintanilla. Disuelvan el grupo y esperen a que la ambulancia se lleve a la madre y al niño al hospital. Cambio.
—No podemos, mi sargento. No para de venir gente y todo el mundo trae regalos. Cambio.
—¿Regalos, Quintanilla? ¿Qué narices de regalos? Cambio.
—De todo lo poco que tienen, mi sargento. Unos traen ropa de bebé, otros pañales, otros más cartones, otro ha traído un infernillo para calentarse. Alguien ha traído leche e incluso otro ha traído churros. Cambio.
—¿Churros? ¡Pero qué churros ni churras, Quintanilla! Disuélvanlos a todos. Cambio.
—No podemos, mi sargento. Ahora mismo acaban de llegar tres inmigrantes más. Son muy raros. Han llegado en moto porque dicen que vienen de muy lejos y han visto la estrella. Cambio.
—¿Pero qué estrella? Cambio.
—La del tejado del concesionario, mi sargento. Con los cascos que llevan y unas mantas que les han dado para taparse, parece que llevan capa. Cambio.
—¡Que se identifiquen, Quintanilla! ¡Pídales los papeles! Cambio.
—Están identificados, mi sargento. Dicen que son científicos y que habían venido a un congreso de astronomía que hay aquí al lado, en el Planetario. Cambio.
—¿Y de dónde son? Cambio.
—Uno es hindú, con el pelo largo y blanco. Otro es pelirrojo y dice que viene de Siria. El otro es negro. De Etiopía dice que es. Cambio.
—No se muevan de ahí, Quintanilla. Ahora mismo voy hacia allá. Acordonen el lugar y esperen mi llegada. A ver si solucionamos esto rápido, antes de que se nos vaya de las manos. Cambio y corto.
Mauro Vitoria. Tercer premio.
UNAS NAVIDADES DEL INFIERNO
Layra se arrodilló junto a la caja fuerte y casi al segundo se escuchó un click.
Llegó Sujeto y empezaron a cargar las bolsas de dinero en el camión.
Cuando lo hubieron llenado hasta arriba, Leo dijo:
-Ahora tu parte. –
-Ah, sí, mi parte…Que os divirtáis con los policías. –
En ese momento pulsó un botón y la alarma empezó a sonar.
Se montó en el camión y lo arrancó, dejando a Leo y Layra en tierra y llevándose todo el botín.
– ¡Feliz navidad! -Chilló riéndose.
En ese momento empezaron a llegar policías y rodearlos.
-Ese era su plan todo el rato…-Murmuró Leo, flipado.
– ¡Claro que era su plan todo el rato!¡Ha hecho un trato con la policía y le ha dicho a cambio de dinero cuándo y dónde íbamos a robar! -Siseo Layra.
-¡¡¡LAS MANOS ARRIBA, DONDE LAS PODAMOS VER!!!¡¡¡NO HAGAN NINGÚN MOVIMIENTO BRUSCO O DISPARAMOS!!!-Dijo un policía.
– ¿Leo? –
– ¿Si? –
-Vamos a hacer algún movimiento brusco. –
-Vale. –
Intentaron correr hacia la puerta, pero antes de que pudieran llegar, dispararon.
Cayeron al suelo ensangrentados.
-Sangre-Gimió Layra.
Leo no respondió.
Layra oyó un murmullo lejano.
La sirena de la policía, el sonido de los walki-talkies , el: “¡Rápido, una ambulancia!¡Están gravemente heridos!” y las luces de los coches y las linternas de los policías se iban alejando, como si no fuera real.
No vio su vida pasar por sus ojos, ni vio una luz.
Simplemente sintió como si se durmiera.
Parpadeó una vez.
Vio una figura borrosa que le dijo:
-Tranquila, te vas a poner bien-
-Casa. Familia. – Logró murmurar. -Dormir. –
Luego se le cerraron los párpados.
Cuando se despertó estaba en una especie de subterráneo.
Apareció un animalillo negro con una cola y unos cuernos con pinta de estar afilados.
Cuando abrió totalmente los ojos, preguntó:
– ¿Dónde estoy? –
Sabía que era una tontería, porque nadie le respondería, pero necesitaba hablar.
-Ah, estas en el infierno. -Dijo el animalillo
Layra se incorporó de golpe.
– ¡¿QUÉ?!-
-Cálmate, no estás en el infierno, sólo en sus puertas. -La ayudó a levantarse. -Vamos, nos queda un trecho. –
Empezaron a andar, y conforme iban avanzando, Layra descubrió que el “animal” era un demonio.
– ¿Y tú cómo has llegado aquí? Sorpréndeme. -Dijo este.
-Robé un banco y me dispararon. –
-Lo típico, entonces. –
-Ya, pero es que lo necesitaba para medicamentos para mi padre que está enfermo, y para comer. –
-Ya, pero robaste. –
– ¿Sabes dónde está mi hermano Leo? -Dijo cambiando de conversación.
-Ni idea. -Se paró en seco. -Et voila l’enfer! O como se diga…-
Conforme iban avanzando, Layra vio a toda la gente triste, cada uno con sus torturas.
Llegaron a un trono de dos metros que estaba en llamas y entonces vio a Lucifer.
– ¿Otra humana en una misma noche?-Rugió.
A pesar de lo aterrorizada que estaba, cuando vio a Leo corrió a abrazarle.
-¡Leo!-
-Bah, no estaréis tan contentos dentro de un rato. -Dijo el Demonio bruscamente.
A Layra se le ocurrió una idea, viendo que todo el infierno necesitaba alegría.
-Gran Lucifer, desearíamos pedirle un favor. –
– ¡¿Osas pedirme un favor?!-
-Si. –
-Adelante. –
-Me gustaría pedirle celebrar la Navidad aquí, en el infierno. –
– ¿¡COMO PRETENDES QUE CELEBRE YO Y MIS SÚBDITOS EL NACIMIENTO DE JESÚS?!¿¡ESTAS LOCA?!
Layra, al oír su estruendosa voz, le entró el miedo y no replicó.
– ¡Llevároslos de aquí!-Gritó Lucifer furioso.
Por el camino Layra preguntó a los demonios si podía haber algún disfraz por allí.
-Sí…Habrá algunos en la sala de disfraces. –
-Descansad, que mañana empezaremos con vuestras torturas eternas. –
En cuanto llegaron a lo que se supone que era su habitación, Layra empezó a decir:
-Leo, tenemos que ir a la sala de disfraces. –
– ¿Para qué? –
-Pues para celebrar la navidad. –
– ¿Porque quieres tanto celebrar la navidad? –
– ¿Te has fijado en el aire depre que hay? –
-Si, y…-
-Que una buena fiesta es lo que necesitan. –
-Nos castigaran. –
-Ya estamos castigados eternamente. –
Escucha, vamos a estar aquí toda la eternidad, pero si todos los años, aunque sea solo un día al año durante esa eternidad tenemos una fiesta, nos ayudará a soportarlo mucho mejor. –
Dos minutos después estaban de camino a la sala de disfraces, guiados por una pequeña demonio.
– ¿Queréis saber por qué Lucifer odia tanto la Navidad?
No solo porque celebra el nacimiento de Jesús y que es una época de amor y felicidad, sino que, además, el veinticuatro de diciembre también nació el y nadie le dedica una fiesta. –
-No sabía que fuera hoy su cumpleaños. -Comentó Leo.
-Pues sí. –
-Escucha, podemos decírselo a todos los demonios y así ayudan y tenemos una fiesta de cumpleaños tremenda. -Dijo Layra.
Así pues, empezaron a organizar.
Donde iría el árbol de Navidad con los regalos debajo, había una ortiga gigante con regalos colgados en sus hojas.
Pusieron una ortiga porque es muy punzante y es considerado la planta invasora.
Pusieron una pista de patinaje y unas guirnaldas negras y rojas que decían:
“FELIZ LUCIFERDAD”
Entonces, cuando todo estuvo preparado, Layra dijo:
-Y ahora ¡Los fondos de villancicos a tope de volumen!
Y aseguraos que no se oiga la letra, solo la musiquilla que tiene de fondo. –
Cuando empezaron a sonar, Leo empezó a cantar una canción que encajaba a la perfección con el ritmo, pero se trataba de Lucifer.
Con todo el jaleo, como no, vino el rey de Roma.
Al principio puso cara de confundido, pero luego, al ver el panorama empezó a hacer unos sonidos raros.
¡Estaba llorando de alegría!
Cuando paró, dijo:
-Gracias por haberme hecho este cumpleaños tan especial.
Nunca había nadie pensado en hacerme algo agradable.
Como premio…-
– ¿Nos va a devolver a la vida? –
-No, no puedo hacer eso, pero os transformaré en demonios mayores para que gobernéis junto a mí, y traeréis la fiesta eterna al infierno.
¡No más torturas!
¡Que se fastidie Dios, porque esto ya no va a ser un lugar de torturas, si no de fiesta! –
Y así se hizo.
Candela Aranguren. Finalista.
Feliz Día de los Regalos
—¡Muchas gracias! —dije sonriendo. Hice la pausa donde iría el nombre del subscriptor. —Todo un detalle que te acordaras de mí en el Día de los Regalos.
Paré el vídeo, giré el móvil y lo reproduje. Esta vez el gorro naranja con el logo de Telechirp se me veía bien, pero algo no cuadraba. Pausé la imagen en la sonrisa. El color del pintalabios no conjuntaba con el naranja del gorro.
Miré la hora en el móvil. Todavía faltaban veinte minutos para las doce. Aún tenía tiempo para intentarlo una vez más.
Me levanté de la silla, cogí el estuche de maquillaje del cajón y fui al baño. Ya era la tercera vez que cambiaba de maquillaje. Había probado con dos tonos rojos, y ahora con naranja. Pero el naranja que había escogido brillaba más que el naranja del gorro. Tendría que probar con el azul del logo de Telechirp. Busqué en el estuche un pintalabios azul.
Me limpié los labios con una toallita desmaquillante y apliqué el nuevo color. Volví a la habitación. Borré el vídeo anterior del móvil y lo puse a grabar de nuevo.
—¡Muchas gracias! — Me quedé callada un segundo, que se me hizo eterno. Algunos subscriptores tenían nombres larguísimos. Continué: —Todo un detalle que te acordaras de mí en el Día de los Regalos.
Comprobé el nuevo video. Tenía buena pinta. Y ya no tenía tiempo para hacer nuevas pruebas.
Tenía diez minutos para grabar todos los nombres de los subscriptores. Por suerte yo no tenía muchos. Empecé a leer sus nombres. —Michael77657. Adele30997. LaraKlara2025. RuPeRt523.
Grabé los doscientos diez nombres sonriendo. Llegué al último nombre de la lista. MartaGarciaMaldonado1981. Ya nadie usaba su nombre real en Telechirp, pero mamá se había criado en otra época. Miré el reloj. Faltaban cinco minutos. Por suerte la aplicación se encargaría de insertar los nombres en el video de agradecimiento. Pulsé grabar y leí el nombre de mi madre:
—Marta García Maldonado.
Paré el video. Me quedé pensativa unos segundos. Decidí repetir la grabación.
—Mamá.
Sí, mejor. Más cálido. Así estaba bien.
Pulsé “Finalizar” y en el móvil apareció un mensaje indicando que los vídeos se habían grabado. Se enviarían a las doce en punto a aquellos subscriptores que hubieran elegido hacerme una donación por el Día de los Regalos. Y a la misma hora yo recibiría los vídeos de agradecimiento por las donaciones que iba a hacer a las personas a las que estaba subscrita.
Comprobé por última vez la cantidad que había seleccionado. Había decidido enviarles a todos lo mismo: doscientos créditos para a cada una de las más de tres mil subscripciones que tenía. Llevaba ahorrando todo el año para poder cubrir los gastos, pero iba a merecer la pena.
Dos minutos para las doce. Me moría de ganas por ver los vídeos de reacción de los influencers a los que seguía. El año pasado SandraLove incluso había leído mi nombre. ¡Mi nombre! SandraLove sabía que existía, y había pronunciado mi nombre. Me había pasado la noche llorando de la emoción.
Fui a la cocina. Cogí un bol de arroz del frigorífico y una cuchara. Cenaría mientras veía los vídeos. Me senté en la mesa y desbloqueé el móvil. Diez segundos. Cinco. Cuatro. Tres. Dos. Uno.
¡Tres mil doscientas nuevas notificaciones de Telechirp! Madre mía.
Empecé por supuesto por la de SandraLove. Se la veía fabulosa, como siempre. Llevaba un gorro de Telechirp al que le había añadido su nombre bordado con brillantes:
—¡Ey! ¡Qué pasa pequeña sandralover! Muchas gracias por tu regalo —. Sentí una ligera decepción al no escuchar mi nombre este año, pero claro. Teníamos que haber sido millones los que le habíamos hecho un regalo. Al fin y al cabo estamos hablando de SandraLove.
Pasé la noche viendo el resto de los videos de reacción y dando cuenta del arroz. Allá hacia las tres de la mañana llegué al de mamá. Era un vídeo más largo, como de un minuto. ¿Quién envía un agradecimiento de un minuto por el Día de los Regalos? Mi madre. Deseé que no hubiera hecho vídeos así de largos para todo el mundo. Dudé si dejarlo para más adelante, cuando ya hubiera visto los de los influencers importantes que me quedaban. Al final decidí reproducirlo, a ver qué había hecho mi madre este año.
—¡Muchas gracias por el regalo, hija! Ya sabes que no hacía falta que me dieras nada.
Suspiré al ver que era un vídeo exclusivo para mí. Tuve la esperanza de que el resto de gente recibiría vídeos más cortos.
Mi madre no se había puesto el gorro de Telechirp. Llevaba un gorro rojo con un pompón blanco. Siempre tenía que dar el cante.
—Papá y yo te echamos de menos en la cena. Tomamos langostinos y jamón, te habrían gustado. ¿Tú qué cenaste?
Apoyé el móvil en el bol vacío sobre la mesa. ¿Es que no entendía que esto no es una videollamada? Ahora tendría que contestarle. Se supone que es un vídeo de reacción del Día de los Regalos. No se contesta a los vídeos de agradecimiento. ¿Por qué no podía ser como los demás y hacer un vídeo normal?
—Seguro que has cenado cualquier cosa —el reproche de mi madre sonaba en el móvil. Miré mi reflejo en la cuchara. Parte del azul de los labios ya había desaparecido. —Bueno. Te he mandado tu regalo por mensajero. A ver si con un poco de suerte lo recibes mañana por la mañana.
Seguro que era ropa. Todos los años me regalaba ropa, que luego tenía que ir a cambiar. Y todos los años le decía que era más sencillo hacer todo por Telechirp como el resto del mundo, pero nunca me hacía caso.
—Bueno, cariño. Te queremos mucho. Papá te manda muchos besos. Si quieres vente a comer mañana. Pásalo muy bien esta noche, y cena bien. ¡Un beso muy fuerte, y Feliz Navidad!
Feliz Día de los Regalos, mamá. Feliz Día de los Regalos.
Roberto Gil Pita. Finalista.
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