1917 (2019), de Sam Mendes – Crítica
Por Jordi Campeny.
El horror de la guerra se ha mostrado en cine en infinidad de ocasiones, desde todos los ángulos y trincheras, dando lugar a auténticas obras maestras. Cuando un director decide volver a mostrar una contienda bélica, a estas alturas del partido, debe, obviamente, aportar una nueva mirada o matiz a lo que ya existe, y más cuando contamos con auténticas cumbres del cine ante las cuales estás condenado a, mínimo, palidecer. ¿Se pueden volver a lograr las cotas de excelencia de Senderos de gloria (1957), Apocalypse Now (1979) o, incluso, Salvar al soldado Ryan (1998)? ¿Es posible arrojar la infamia del infierno bélico a los ojos y conciencia de los espectadores con más maestría?Probablemente no. Pero se puede intentar evolucionar el género a través de nuevos prismas, dotándolo de una nueva personalidad. Con 1917, Sam Mendes, haciendo alarde de un minucioso dominio de la técnica, consigue ir un poco más allá y ofrece una experiencia vibrante e inmersiva, a ratos apabullante.
Desde finales de los 90, el director inglés ha dado muestras inequívocas de rigor y altura como cineasta y de una versatilidad casi renacentista al abordar todo tipo de proyectos. De la mordaz e inolvidable American Beauty (1999) a este devastador retrato del desmoronamiento del amor que fue Revolutionary Road (2008), pasando por el brillante neo-noir Camino a la perdición (2002), una leve comedia de aroma indie (Un lugar donde quedarse, 2009) o dos entregas de la saga 007 (Skyfall y Spectre). Con 1917 da un doble salto mortal, sortea con acierto algunos peligros que entrañaba la propuesta y consigue caer de pie. Y deslumbrar.
Ganadora de dos Globos de Oro –Mejor película dramática y Mejor director– y firme candidata a triunfar en los Oscar, la película nos sumerge, en tiempo real, en el infernal periplo de dos soldados ingleses durante la Primera Guerra Mundial, a quienes se ha encomendado la peligrosa misión de adentrarse en territorio enemigo para entregar una orden a un batallón y evitar así una carnicería. El espectador acompaña acongojado a los dos jóvenes en este camino infausto plagado de cadáveres, ratas, alambre, pánico, ruinas y desolación.
Lo que hace distinta la experiencia de 1917 es el artificio tecnológico al que recurre Mendes, narrando el periplo en un espectacular –y falseado– plano secuencia. Con esta decisión –estética y ética– logra una caligrafía portentosa que glorifica la contienda e incrementa la claustrofobia en el espectador, sumergiéndole en el lodo, las sombras y el abismo constante. Pero por otro lado, bordea por momentos el exhibicionismo, o narcisismo –sin llegar a caer en él–, y pone de relieve los límites que conlleva la propuesta: precisa de la acción constante para no languidecer y mantenerse vibrante.
El apartado interpretativo ha recibido múltiples elogios, aunque uno no los suscribe en absoluto. Es incuestionable la entrega a todos los niveles de George MacKay y Dean-Charles Chapman, pero no consiguen transmitir la emoción y el espanto que en teoría les invade. La película emociona por la contundencia de su puesta en escena y por su propuesta formal, en ningún caso a través de las almas que la habitan. La interpretación de algún secundario, incluso, bordea lo risible en momentos de –supuesta– catarsis emocional.
A pesar de ello, Sam Mendes sale victorioso, logrando –y con nota– su cometido. Y todo ello gracias, en gran parte, al virtuosismo en el manejo de la cámara, a la majestuosa fotografía de Roger Deakins –el uso de la luz en la secuencia nocturna justifica el precio de la entrada y hace grande a la película entera– y a la partitura de Thomas Newman.
Nadie debería perderse la experiencia que ofrece 1917, en definitiva, y en la pantalla de cine más grande posible. Por la extraordinaria potencia de sus imágenes, por la luz que la baña y por los acordes musicales que la puntúan. Porque es una virguería técnica que consigue arrastrar al espectador a una coreografía macabra por la inmundicia y por el infierno.