Arte mayor de José Carlos Plaza ante las «Divinas palabras» de Valle-Inclán
Por Horacio Otheguy Riveira
Formidable alianza de dos magisterios. En el texto, don Ramón María del Valle-Inclán, y en la dirección, José Carlos Plaza, el único hombre de teatro que montó las tres Comedias Bárbaras en sesión continua, siete horas inolvidables en el año 1991 (texto íntegro, sin versionar, de Cara de plata, Águila de blasón y Romance de lobos). Hoy el maestro cuenta con mayor experiencia y vuelve al mismo teatro para ofrecer una visión rigurosamente esperpéntica desde unos parámetros estéticos muy personales. Una creación que rememora las pinturas de Goya y Solana, con un equipo de intérpretes que hacen suyo el fabuloso lenguaje del genial escritor.
Valle-Inclán publicó en 1919 una «Tragicomedia de aldea» que exige mucho a cualquiera que recorra sus páginas, y más aún a quienes pongan en escena este retablo de aldeanos alejados de toda moral conocida; magnificencia en el desafiante lenguaje, a la vez popular y de exquisita factura académica al expresar mortales devaneos con la desgracia, los prejuicios y la crueldad hacia el más débil. Y en el trasfondo, un ferviente deseo de comprender a seres tan desamparados.
La belleza de lo horrible es una característica de los grandes creadores de la historia. No hay fango que oculte la búsqueda de cobijo de los marginados, por eso aquí apuestan por cómo sacar el mejor partido a un joven discapacitado, casi vegetal, para sembrar la aparatosa piedad cristiana a pie de calle, más aún a pie de iglesia presidida no por un cura, sino por un sacristán cuya esposa le engaña con un buen amante, y su hija deambula por la vida como todos los demás: haciendo equilibrio en una cornisa que se resquebraja. Sin embargo, todos a su vez temen lo desconocido, buscan
el «asilo de la iglesia, circundada del áureo y religioso prestigio, que en aquel mundo milagrero, de almas rudas, intuyen el latín ignoto de las divinas palabras».
La miseria profunda de un país casi feudal en la Galicia de comienzos del siglo XX trasciende todas las fronteras para adquirir la grandeza de una visión universal.
Máxima obra maestra del teatro español en su audaz capacidad de panorámica sociopolítica, recreando un lenguaje vivamente aliado de otros movimientos europeos como el grotesco de Luigi Pirandello en Italia, los expresionistas alemanes anteriores (Georg Buchner, Frank Wedekind) y coetáneos como Ernst Toller o el belga Michel de Ghelderode. De hecho, este Valle-Inclán no se estrenó en España hasta 1933 —tres años antes de morir a los 70 años—, y en Europa en 1950, dirigida por Ingmar Bergman—, pero en su momento tenía muchos compañeros fuera de España. Muchos aliados de la primera posguerra mundial, poniendo énfasis en las diferencias sociales, en la expresión subjetiva, el irracionalismo y los tabúes que aquí representa la protagonista, Mari Gaila, en su avidez de libertad sexual como temática prohibida en una mujer. Y en todo caso, necesidad de un teatro crítico, antiburgués, con un profundo sentido de la acción escénica.
Estas Divinas palabras dirigidas por José Carlos Plaza se presentan con preciosa riqueza de matices, modulando el texto sin tocar una coma, distribuyéndolo de diferente manera ante la gran cantidad de personajes del original. El resultado es admirable, ya que el texto discurre libremente, excesivo y fantástico, conformando un acontecimiento teatral de imprescindible visión. Exponente ejemplar de una obra que nunca se termina de dominar, cuyas tinieblas la enriquecen todavía más. En los enigmas que no desentrañamos del todo también se ubica la admiración ante este retablo de avaricia, lujuria y muerte (parafraseando otro texto del genial escritor) llevado a cabo por un elenco que deambula por un escenario donde no cabe más que el talento de sus intérpretes y un gran telón de harapos desbordante de imaginación, pues del mismo surgen ventanas y ventanucos, paredes de una casa, el cielo tormentoso… y en todo caso es siempre el hábitat perfecto para sugerirnos que estamos ante la representación de una tragicomedia que es sorna, mofa y conmoción escalofriante de una civilización presente en sus detalles más morbosos. Pasión desgarrada por sobrevivir a cualquier precio.
Excelente trabajo de conjunto en el que la resolución de las numerosas criaturas creadas por Valle se consolidan en solo once personajes con precisión coreográfica no solo en el movimiento de seres dispersos en una genuina miseria moral, sino en sus templadas voces, el dominio de un texto extraño que se hace propio bajo la danza fascinante de la iluminación y el dominio del espacio (luces y escenografía de Paco Leal). En él, todo el reparto con vestuario alucinante diseñado por Pedro Moreno en un contexto musical compuesto por Mariano Díaz en el punto justo del aroma celta y la vocación universal.
La veteranía de Ana Marzoa destaca en la serena placidez de una alcahueta, observadora, sacaventajas, y en las antípodas la feroz diatriba de Consuelo Trujillo con largo traje negro y su voluptuosa manera de explotar la desdicha, de dar lástima y acumular ganancia. Entre ambas, María Adánez compone una Mari Gaila que en otras puestas en escena se elevaba de la mediocridad imperante con una lujuriosa voluntad de ser ella misma. Esta vez hay más destellos —magistralmente guiada por el director—: su cuerpo juega con las habilidades sexuales de un amante modélico pero ella es solo una mujer necesitada de pasión, de la correspondencia ante su liberada sexualidad, y cuando en el tramo final es despreciada por la masa que la desnuda, se torna muy vulnerable bajo las implacables divinas palabras del ignoto latín de la iglesia.
Una versión con gran elenco desde el dificilísimo papel del hijo idiota, ese Baldadiño (Javier Bermejo) que se retuerce y emite sonidos y parece que ríe, parece que gime hasta —en sus antípodas— el fastuoso despliegue de emociones contrariadas en el sacristán que colabora en la explotación de la desgracia (Carlos Martínez-Abarca), a la vez un protagonista masculino que se arrastra por la infatigable soledad del abandono y el amor incondicional por su mujer adúltera. Poderosos personajes, de una riqueza apasionante, a cargo de intérpretes de gran calidad: Séptimo Miau (Alberto Berzal) y el Ciego de Gondar (Chema León), así como los variados personajes que asume Diana Palazón.
Un despliegue de talento sobresaliente que invita a leer la obra y a verla de nuevo porque cada visión aporta nuevas perspectivas en el viaje insondable de lo ya dicho, la belleza de lo terrible, sin descuidar el aporte racional para comprender el comportamiento de seres marginales a la deriva.
Valioso Cuaderno Pedagógico editado por el Centro Dramático Nacional._
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Recientes puestas en escena de José Carlos Plaza:
Emocionante montaje de «Historia del zoo», de Edward Albee
Medea/Ana Belén en una versión extraordinaria
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Coproducción Centro Dramático Nacional y Producciones Faraute
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