Viajes y libros

‘El ingenuo salvaje’, de David Storey

El ingenuo salvaje

David Storey

Traducción de Consuelo Rubio

Impedimenta

Madrid, 2019

391 páginas

Para mí él era alguien que llevaba toda la vida herido, alguien que siempre terminaría herido, y no había nada que él pudiera hacer al respecto. Es lo que piensa Machin de quien le ayudó, con su insistencia, para que fuera fichado por el equipo local de rugby, en una población del norte de Inglaterra. Es lo que piensa quien se siente con la fuerza arrolladora de la juventud, como arrolla a sus contrarios en el campo de juego. Por eso le considera, como también a quien le contrata, una ramificación marchita del tronco de mi ambición. Es lo que piensa quien siente que destaca sobre el resto, aquellos que se ven abocados, como su padre, a una vida que es un campo de ambiciones destruidas. Le impulsa la rabia y frustración del que forcejea en los restringidos límites de la precariedad de su baja extracción social y el trabajo en la mina o la fábrica, y mira con furia y desprecio a los privilegiados: el ser un héroe deportivo es el pasaporte, el único, para poder aspirar a ser parte de ellos. Él logrará lo que todos desean pero pocos consiguen, por lo que quieren que tu vida sea igual de desastrosa y triste que la suya. Machin, que se asemeja a machine/maquina; no siente heridas, sino que se siente como una coraza arrolladora, impetú hecho humano. Me sentía como un león enorme con un apetito enorme al que de repente hubieran dejado de llevarle comida. Pero la narración de El ingenuo salvaje (Impedimenta), de David Storey (1933-2017), comienza con un percance en el campo de juego que le provoca una herida, que implica la pérdida de seis dientes delanteros. Es delantero y pierde sus dientes delanteros. La narración no deja de ser la de los añicos de su suficiencia progresivamente resquebrajada. Añicos que se recomponen con la asunción del daño que ha infligido mientras corría por el campo de juego de la vida arrollando a su paso a quien fuera, le considerara rival o no.

No es el único campo de juego en el que le rompen los dientes, sea de modo literal o figurado, en un lance del partido. La traducción del título original, Esta vida deportiva/This sporting life, sangra una lacerante ironía. Machin forcejea en otros campos de juego: las insinuaciones de la esposa de Weaber, el hombre que le contrató, con las que no sabe cómo bregar; los volubles cambios de actitud de los que toman decisiones: ahora le aprecian y apoyan, ahora le desprecian y estigmatizan. Particularmente, sobresale un terreno de juego en el que arrolla a quien no considera un rival (o no quisiera que lo fuera), Margaret Hammond, la viuda con dos hijas que le alquila una habitación, a la que parte no sus dientes sino sus entrañas, como si las pulverizara. En el campo de juego los rivales portan sus botas. En la cocina de la viuda destacan las botas de su marido muerto en un accidente laboral. Es otro campo de juego en el que se enfrenta a un rival ausente, aunque su principal rival será él mismo porque le resulta difícil asumir cuán complicada le resulta a Margaret esa circunstancia, la relación que mantienen, tanto por las heridas que porta de su pasado, que la dificultan para poder consolidar otra relación, entregarse con confianza, como por sentirse expuesta a los ojos de una sociedad ante la que se siente como mantenida, como una mujer de categoría más baja, una mancha en forma de mujer. Machin hace alarde de lo que gana con todo aquello que le compra, pero no entiende que la trata como una posesión que expone. Da igual que un amigo le reproche a Machin que ella no es un perro al que hayas adiestrado o que hayas comprado. No deberías decirle esas cosas. Le hablas como si fueras su dueño. Machin arrasa porque avanza por la vida como si se dirigiera hacia la línea de fondo del campo de juego para conseguir un tanto. Da igual lo que yo haga, tú nunca le das ninguna importancia. Me haces sentir como si estuviera muerta. Machin no pretende matarla, sino todo lo contrario, pero su forma de amar es como interceptar, y lesionar, al contrario que porta el balón e intenta cruzar tu línea de fondo.

Entonces la miré como si fuera la primera vez, con una mirada nueva. En el fondo, yo nunca la había visto como una persona. Y eso se debía a que ella no quería ser vista. Durante todo el tiempo que yo llevaba en su casa, había dedicado todos sus esfuerzos a hacerse tan pequeña, tan insignificante como le fuera posible. Tan diminuta que al final ni existía. Ese era su objetivo. Exactamente el opuesto al mío. Y ese era el principal motivo por el que estaba dolido con ella. Lo único que yo quería era que la señora Hammond real saliera a la superficie, y ahora, de pronto, casi acababa de suceder. Pero la vida le había repartido tantas malas cartas que ella no quería jugar ninguna partida más. Se había retraído, se había rendido. Y yo la odiaba por ello. Por no verme a mí, por no darse cuenta de que podía ayudarla. Todo era malo. Incluso yo. Para ella, nada contaba ya. Ni siquiera yo.

David Storey (1933-2017) fue jugador de rugby. El ingenuo salvaje fue su primera obra publicada, en 1960. También desarrollaría el guión de la magnífica adaptación cinematográfica tres años después, dirigida por Lindsay Anderson, aunque fue un proyecto que se planteó previamente a Joseph Losey y Karel Reisz. El ingenuo salvaje, película, protagonizada por un excelente Richard Harris y una espléndida Rachel Roberts, fue una obra emblemática del Free cinema, entre cuyas obras destacaron dos adaptaciones de sendas obras de Allan Sillitoe, Sábado noche, domingo mañana (1960), de Karel Reisz y La soledad del corredor de fondo (1962), de Tony Richardson, u otra adaptación de otro gran escritor británico de la misma generación, John Braine, Un lugar en la cumbre (1959), de Jack Clayton. Pocas obras poseen una atmósfera tan opresiva, desazonadora, como la adaptación cinematográfica de Lindsay Anderson, con el que Storey volvería a colaborar posteriormente (en la adaptación cinematográfica de su obra teatral In celebration, 1975). Si se necesitaran etiquetas, más que una obra englobable dentro del realismo social se inscribiría en el de terror, tal es la tenebrosidad de malestar vital que rezuma, como una ponzoña retenida, una sordidez y asfixia anímica, moral, hecha peso en su textura narrativa y visual ( sombras que exudan negrura, grises que hieden espesura insalvable) como lo haría Bergman en sus obras, sobre todo, de finales de los sesenta ( La hora del lobo, Persona o La vergüenza). Esa era también la cualidad de las mejores obras de un movimiento cinematográfico breve, demasiado breve, que abría en canal las inconsistencias y precariedades de la sociedad de su tiempo.

La escritura de Storey se define por la concisión, por una distancia que va dejando asomar, de modo sugerido y sutil, las sombras heridas. En los primeros tramos predominan los diálogos, lo que incide en esa idea de contienda, de voces que no se encuentran. También de preparación de asalto, para cuando la densidad atrape a las figuras en el forcejeo de sus contiendas, y quizá adviertan con el gesto aturdido que la vida no era lo que esperaban que hubiera sido. Su fluidez narrativa resulta escueta como un disparo con silenciador; no sabes que te han disparado, hasta que se van notando las heridas abiertas, la mancha de desolación que se extiende, como en los sobrecogedores pasajes que relatan la degradación última de quien no supo amar, porque él mismo tejió esa tétrica red, como una araña que ignora que captura sus presas porque piensa que todo lo hace para conseguir una impecable red de vida. Machin irá discerniendo el bucle en el que no se percataba que estaba atrapada su vida porque miraba hacia una distancia que era una carrera de fondo que superar. Y comprenderá que por mucho que corriera hacia esa línea de fondo estaba huyendo. Y que, además, siempre puede haber un rival que le supere y anote un tanto en su contra. Como el mismo tiempo, cuando ya el impetú de la juventud deja de arrollar y la suficiencia queda desnuda en la intemperie de las vidas sustraídas.

Yo me sentía eufórico: pero era una euforia impregnada de cierta amargura y autorreproche, como si por fin, por fin hubiese logrado aprehender algo que hasta entonces se me había escapado, algo que, a pesar de mi torpeza, ya era capaz de retener. Ahora se trataba de algo real, y me abrazaba. Ya no estaba solo (…) Empecé a observar la actividad que se desarrollaba a mi alrededor. Un viejo método de evasión. Observé la vida que la inanidad del partido no conseguía absorber: la alta chimenea y los dos cilindros en flor de la central eléctrica, semiocultos por las nubes; los techos de los autobuses de dos pisos que pasaban junto a uno de los extremos del estadio, con las luces encendidas en la parte superior, con las caras inexpresivas de los pasajeros tras las ventanillas. Las casas también estaban iluminadas en su lento descenso hacia el valle. Volví al centro del campo, imitando a las figuras que con su incesante actividad me habían causado aquella súbita fatiga. Ya no era joven, y eso me avergonzaba.

Alexander Zarate / Factor Crítico

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