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Beneyto en la Plaza del Pino

Por Antonio Costa Gómez. Una plaza que me encanta en Barcelona es la Plaza del Pino. A veces me tomo algo en una de las terrazas sencillas, a veces entro en la iglesia del Pino. A veces miro a los pintores y sus búsquedas que se pierden. Esa plaza no tiene grandilocuencia ni grandes palabras, no se presta a predicaciones ni a esencias fundamentales.

Antonio Beneyto es de Albacete, pero lleva toda su vida en el Barrio Gótico de Barcelona. Para mí tiene el gran mérito de haber editado El deseo de la palabra, la obra que me clavó para siempre dentro a Alejandra Pizarnik. Yo me lo imagino en la Plaza del Pino.

En su obra el mundo para él se hace vertiginoso e incansable. En Dentro de un espejo morado habla de Michaux con la misma libertad alucinada de Henri Michaux.  En Tiempo de quimera una habitación se convierte para una pareja en un espacio vertiginoso por el que se pasean Heidegger, Bachelard o Sara Vaughan. Y lo cotidiano se convierte en mito. En Escritos caóticos reúne escritos sobre personajes olvidados y frenéticos, sobre Raúl Núñez y sus ángeles náufragos, sobre Juan Eduardo Cirlot, el profeta de la diosa Bronwyin.

Como pintor y escultor expone zapatos con aros de niños, criaturas como radiografías, abanicos con lobos endemoniados, parejas melancólicas de sombras, un niño solitario que se asoma a un resplandor azul, seres con piernas disparadas.

Me lo imagino en la plaza el Pino escribiendo poemas en prosa sobre su mítica amada Airun: “No debe pensarse que la época mítica es siempre un tiempo pasado, sino también un presente. Y en ese período mítico me acorrala Airun con sus silencios, nos miramos a los ojos pensando en nuestro territorio gozoso”.

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