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Los primeros veinte años de Penelope Fitzgerald

JOSÉ DE MARÍA ROMERO BAREA.

Ejerce la literatura su influencia sobre nuestra imaginación colectiva: reflejo público de nuestro yo secreto, supone un comunal lugar de memoria y nostalgia en el que llevar a cabo privados rituales de espera: “Sin llegar a sonreír, luce relajada a la par que distinguida, tal y como la recuerdo; y, al volver a la fotografía, regresa y yo con ella, a la vetusta librería pública al final de Highgate Hill, al norte de Londres”. La protagonista de la remembranza no es otra que la novelista y poeta Penelope Fitzgerald (Lincoln, 1916 – Londres, 2000), rememorada por la escritora e ilustradora Linda Leatherbarrow, mientras entrelaza negociaciones con tentativos gestos de inmortalidad.

Observa la forma en que los sentimientos pasan a través de las generaciones en el artículo “Una de las incondicionales” (Slightly Foxed, Otoño de 2019), provoca pensamientos que siguen fortaleciéndonos veinte años después de que la anglosajona desapareciera. Privilegia la periodista Premio del Consejo de las Artes 2005 el presente recordado en favor de un vívido pasado. Reseña, por último, los cuentos del póstumo The Means of Escape (2000) y resurge la ensayista y biógrafa inglesa a través del sentido ineludible de una sabiduría duramente ganada, a menudo dolorosa, subyacente a las observaciones sobre las oportunidades perdidas y las vacilantes relaciones. 

A lo largo de su recuento para la publicación inglesa, se suceden las escenas alimentadas por goteo de la vida de la autora de La librería (1978), autobiografía de un tiempo que conspira para circunscribirse a la existencia. Su tono es elegíaco (“Tendría ochenta años entonces. La vi bajar caminando la calle Wood Green High, sola, vulnerable, contra la oscuridad de la tarde”), aunque luminoso: Leatherbarrow no parpadea, profusa en ejemplos esclarecedores y anécdotas que la unieron a la escritora de no ficción, poesía y novela. Consciente de que leer nos permite corregir nuestros errores, la periodista británica nos rescata de los peligros del silencio. Nos abruma, a cambio, con consuelos: honestidad, sabiduría, retrospectiva.

La voz de la experiencia, sin embargo, se expresa en impaciencias e incredulidades, “[Fitzgerald] no se fiaba de los prejuicios. Era una experimentadora compulsiva, y por eso frecuentaba la librería, para escrutar volúmenes de crítica literaria que nadie más frecuentaba”. Se desliza entre realidad y ficción, convoca peripecias y las entrelaza en una suerte de paisajismo sentimental, que pretende la imposición de orden en una memorable naturaleza. En la crónica, se nos muestra a la narradora de Voces humanas (1980), desconfía de la emoción, tal vez porque conoce sus estragos. Nombra la cuentista escocesa nombra eso que los lectores reconocemos por instinto: cómo leer eleva el espíritu y modula el temperamento, levanta las restricciones del ahora, fomenta la introspección, planifica la huida.

La colaboradora habitual de revistas culturales reconstruye, con hilo oblicuo, la microbiografía de la ganadora del Premio Booker 1979, cuya obra reedita en España la editorial Impedimenta, a través del testimonio de quienes la conocieron antes de que nos abandonara, pronto hará dos décadas. El territorio es típicamente inglés, erudito, intelectual, de clase media. En estas circunnavegaciones de afinadas relaciones, la pasión no comparece, pero se la presiente, latiendo bajo la piel. No en vano, la relación de las dos amigas combina sincronizadas mentes, de forma espontánea, incontrolable. “[Fitzgerald] era una de las incondicionales. Al pie de las escaleras, apartada, con su gris gabardina raída, escrupulosamente ajena”. 

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