‘La herencia’, de Vigdis Hjorth

La herencia

Vigdis Hjorth

Traducción de Kristi Baggethun y Asución Lorenzo

Mármara y Nórdica

2019

441 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

Lo expresó Malraux en algún momento lúcido o cáustico: el problema de este mundo es que no hay adultos:

“Habían acordado tácitamente salvar su reputación, su autoestima, hacía mucho tiempo que habían establecido un pacto tácito, que no podía romperse, de que ellos eran víctimas de la traición e insensibilidad de su hija mayor, mientras esa historia estuviera en vigor serían objeto de una compasión sin la cual no podían vivir, se nutrían de ella”.

Aun sin alcanzar la madurez que debería tener un adulto, se puede desarrollar, y afinar, eso que en psicología se conoce como disonancia cognitiva, la estrategia de razonamiento por la cual uno se libra de toda responsabilidad sobre las consecuencias de sus actos, pues encuentra la forma de justificarse y, lo que es más grave, se la cree. Si a eso añadimos el peso del confort de la autocompasión, nos encontramos frente al tipo de soledad que practica, o se ve obligado a practicar, la narradora de esta novela, La herencia, potente y enigmática. De sus claves emocionales podemos deducir que la familia no solo es una farsa, sino hasta un fraude. El camino está trufado de mentiras y rencores enconados, y esa herencia a la vista, la disputa sin guerra por una partición más o menos equitativa de algo que es imposible dividir por igual, hace saltar por los aires cualquier tentativa de mantener el fraude en paz. De hecho, solo el alejamiento ha hecho soportable que existan unos supuestos lazos de sangre pero, eso sí, muy en la distancia.

Vigdis Hjorth (Oslo, 1959) utiliza un lenguaje mínimal para describirnos una inteligencia y una sensibilidad, entremezcladas por no decir que se trata de la misma materia, en disputa consigo misma. Hay claves existencialistas en la narración, pero se trata de un existencialismo del siglo XXI, el que hereda el tipo de pensamiento que se nutre de redes sociales a la hora de expresarse, no de la filosofía debida a la actuación directa sobre la piel del mundo. Y eso que la protagonista no puede dejar, como desearía, de participar de un destino común. El relato empieza con el intento de suicidio de una madre acostumbrada a ejercicios histéricos. Los hábitos egoístas y lamentables de esa madre han condicionado la vida, si es que se le puede llamar así, de unos hijos dispersos. De hecho, la narradora prácticamente con quien se comunica es con el lector, como si quisiera contemplar el mundo como un paisaje pero no le resultara posible por culpa de los demás, los no adultos, el infierno según Sartre.

Los enamoramientos cruzados y no correspondidos, el discurso claustrofóbico pues está impedida para salir de su existencia, la incomunicación existencial, dictan los pocos recursos con los que se afronta una situación conflictiva, muy superior en presión sentimental a las toneladas que es capaz de soportar alguien que es experto en teatro. No sabrá resolver el suyo y el drama está servido, un drama de lo cotidiano, que hace que una frase de lo más corriente, sin aspiraciones sintácticas, cobre su peso en la memoria. Todos los fantasmas familiares se acumulan, atorando el sumidero por el que se podrían fugar a medida que pasa el tiempo. Sin posibilidad de liberación, la narradora está condenada a no saber perdonar, a no entender por qué debería perdonar. La novela versa sobre lo que nos impide vivir, pero también sobre los que nos impiden vivir, dando la sensación de que actúan impunemente y por propia voluntad. La representación a la que asistimos es una denuncia del modela social occidental, tan elogiado en los países escandinavos, el paradigma de un tipo de bienestar que esconde maldad, lo más sórdido, incluido el incesto. La narración no servirá de terapia y el malestar se quedará con nosotros como otra condena más, una que añadir al castigo de no poder quedarnos dentro de nuestra propia piel:

“En las Comisiones de la Verdad creadas después de las guerras había al menos un alto grado de acuerdo sobre quiénes eran las víctimas y quiénes los verdugos. ¿Cómo puede haber una reconciliación cuando ni siquiera hay acuerdo sobre eso?”

 

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