Adriano en Tívoli

Por Antonio Costa Gómez.  Fue un emperador romano, pero también fue un gran poeta. Aunque solo escribió cinco versos. Su figura siempre me ha fascinado. Viajó por todo el imperio y quiso ver todas las culturas. Reunió obras de arte de todas partes en su Villa Adriana en Tívoli. Diseñó esa villa como un sueño, se adelantó con su pasión y su exceso al barroco y al romanticismo. Fue un idealista y un soñador.

Escribí una novela sobre él, La calma apasionada, y la tradujeron al francés y al rumano. Y todo el mundo me sale con Marguerite Yourcenar, como si fuera propiedad suya. Como si sobre un personaje no se pudiera escribir cientos de novelas diferentes. La de Yourcenar es admirable, pero es clásica y la mía es visionaria, se parece más a “La muerte de Virgilio” de Herman Broch. O al “Heliogábalo” de Artaud.

     Paseé por la Villa Adriana lleno de pasión y nostalgia. Vi el teatro marítimo, la Plaza de Oro con columnatas aéreas, el templo de Serapis con culos de dioses oníricos fantaseándose en el agua. Pensé en que mandó esculpir a su amante Antínoo en todas partes, puso en él una sensualidad nostálgica que iba más allá de sí misma, que era el amor más allá del amor del que hablaba Luis Cernuda.

     Y con sus cinco versos descubrió el alma para la cultura occidental. Descubrió la intimidad, el más allá, el sueño de proseguir. El alma que es un sueño impalpable. La melancolía que es soñar un más allá del cuerpo sin dejar de ser cuerpo. Dice en sus versos:

Pobre alma mía, errabunda, triste,

huésped y compañera de mi cuerpo,

que partirás hacia lugares

pálidos, rígidos, desnudos,

ya no bromearás como solías.

La soledad infinita y la nostalgia infinita. La almendra interior que se siente sola y extraviada. La pasión interior del hombre moderno en el mundo antiguo.

    FOTO: CONSUELO DE ARCO