Sitges 2019: «El lago del ganso salvaje» (Diao Yinan), «Bacurau» (Juliano Dornelles, Kleber Mendonça Filho), «El faro» (Robert Eggers)
Por Jordi Campeny.
Resulta imposible establecer un elemento común a las más de 200 obras que se exhiben en un certamen de cine, desde luego. Pero este 2019 sí que muchas de las películas que hemos podido disfrutar en el Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya de Sitges tenían un denominador común: el espacio único, la claustrofobia. Propuestas más o menos conseguidas, más o menos relevantes que compartían esta idea de espacio limitado dentro del cual sus protagonistas batallaban por salir y languidecían asfixiados, amenazados por miedos reales o intangibles, angustias, fantasmas o zombies politoxicómanos. Empezando por las muy mediocres películas de inauguración y clausura (In the Tall Grass –un grupo humano perdido entre unos campos de hierba en el corazón de América del que les resulta imposible salir–; The Vigil –un velador de difuntos judío ahogado por su pérdida de fe y por las cuatro paredes de una casa de la que no puede escapar–), pasando por muchos de los grandes títulos que nos ha ofrecido Sitges este año. Por ejemplo, la película ganadora: El hoyo, producción vasco-catalana del debutante Galder Gaztelu-Urrutia; efectiva distopía social que adolece de cierto raquitismo y ramplonería en su puesta en escena y de la excesiva obviedad de su mensaje. A pesar de ello, el film funciona moderadamente bien en sus vertientes más satíricas, lúdicas y asalvajadas. Sus personajes jamás salen de una especie de complejo penitenciario dividido por niveles.
El encierro, la imposibilidad de zafarse de un microcosmos opresivo atraviesa también The Lodge (Severin Fiala, Veronika Franz) –una madrastra termina atrapada junto a los dos hijos de su prometido en una casa aislada de la civilización, sepultados bajo la nieve–, Paradise Hills (Alice Waddington) –vistosa y vacía distopía circunscrita en un internado de lujo para chicas–, Lux Aeterna (Gaspar Noé) – el eterno énfant terrible francés sitúa su última producción en un opresivo plató de rodaje–, The Room (Christian Volckman) –poco cabe añadir a su título–, Amigo (Óscar Martín) –notable debut con ecos de Misery y ¿Qué fue de Baby Jane?, en la que su pareja protagonista se desliza por un claustrofóbico cuento gótico que no sale de las cuatro paredes de una casa aislada–, El faro (Robert Eggers) –titánico duelo interpretativo cuyo único escenario viene explicitado en su título–, Bacurau (Julio Dornelles y Kleber Mendonça Filho) –una comunidad brasileña no puede abandonar su pueblo en proceso de desaparición–, VFW (Joe Begos) –extraordinario divertimento en el que unos veteranos del Vietnam desatan su salvajismo contra hordas de zombies dentro de las cuatro paredes de un bar oscuro y decadente–, Color Out of Space (Richard Stanley) –viaje lisérgico y colorista, con un caricaturesco Nicholas Cage post-Mandy, donde una familia recibe el impacto de un meteorito aislados en una casa enmedio del bosque–.
Puede que este hilo invisible que conecta varias de las películas de este año responda a la mera casualidad, o a cuestiones de presupuesto. O puede que esta obsesión por el encierro y los ambientes claustrofóbicos sea una decisión deliberada que define de forma clara el momento actual del cine de género y fantástico, siempre metafórico y especialmente atento al latido de nuestro tiempo. Y es que puede que la sociedad esté pidiendo a gritos un cambio de paradigma y que la misma perversidad que define al sistema nos esté impidiendo realizarlo, sumergiéndonos más y más en sus raíces. Puede que esta asfixia real y el miedo a lo que se halla más allá de nuestras cárceles esté en el subconsciente de buena parte del cine que ha invadido Sitges durante los primeros compases de este otoño.
De entre los múltiples títulos que hemos podido disfrutar en el intenso certamen de este año, nos detenemos en tres de sus propuestas más interesantes y de mayor entidad, a pesar de que ninguna de ellas haya suscitado unanimidad.
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El lago del ganso salvaje (Diao Yinan)
Empecemos por el final; culminamos nuestro periplo por el festival de Sitges de este año con este noir chino que se sitúa entre lo más memorable del certamen. La película que Tarantino aplaudió efusivamente y de pie al finalizar su proyección en el Festival de Cannes, probablemente porque sueña con rodar algo así algún día, es un artefacto violento, romántico, oscuro y reposado que se enquista en el recuerdo. Exquisito.
El tercer film de Diao Yinan, Black Coal, ya había conquistado el paladar de buena parte de la cinefilia internacional en 2014. No fue un logro aislado; con El lago del ganso salvaje se consolida como uno de los grandes nombres del noir asiático.
La acción, con dos largos flashbacks situados en la primera parte del film, se limita en los oscuros suburbios de una ciudad china contemporánea, en cuyo epicentro se halla el lago del título. Alrededor de él tiene lugar una persecución. Su protagonista, solitario y acorralado, confía en una prostituta que dice querer ayudarle. Los mimbres argumentales son mínimos, pero más que suficientes para ofrecernos una implacable radiografía de los bajos fondos del país y un descenso deslumbrante y laberíntico al submundo criminal. La película, bañada por una bellísima fotografía –que recuerda al aliento poético que respira el cine de Wong Kar-Wai–, es puro virtuosismo formal y arrebato lírico, ofreciendo un buen puñado de escenas para el recuerdo. El lago del ganso salvaje es noche, soledad, violencia desatada, femme fatale, mugre y neones. Es sombras, humo y fatalidad.
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Bacurau (Juliano Dornelles, Kleber Mendonça Filho)
Ganadora del Premio del Jurado en el Pasado Festival de Cannes y del Premio a la mejor dirección y un Premio de la crítica en Sitges, Bacurau se erige como una de las propuestas más originales y con más entidad del certamen. Audaz y extravagante, la película va virando del costumbrismo con toques de realismo mágico a una suerte de spaghetti western salvaje y febril.
Esta fábula distópica –y muy política– nos muestra como el pueblo brasileño de Bacurau llora la muerte de su matriarca Carmelita, fallecida a los 94 años. Días más tarde, los habitantes se dan cuenta de que una amenaza intangible rodea sus valles y caminos, y que el pueblo está siendo borrado del mapa. Sus dos directores parten de una premisa mínima para lanzar al aire un contundente alegato en contra del capitalismo deshumanizador que intenta arrasar la vida tradicional y sostenible en este Brasil caótico de la era Bolsonaro.
La película, con sus altibajos y sus desconcertantes cambios de género y tono –que no siempre fluyen con naturalidad–, constituye una experiencia embriagadora y finalmente poderosa. Si bien la primera parte nos presenta a los miembros de la comunidad y es rica en detalles y matices, a medida que avanza en su periplo, el film va perdiendo en sutileza y ganando en elementos de puro género: contundencia, golpes de efecto, violencia y lisergia. Con pertinaces destellos de humor avinagrado que la atraviesan, Bacurau es un retrato alegórico de una era de profundo desconcierto, donde la distopía más retrofuturista puede estar aguardándonos a la vuelta de cualquier esquina.
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El faro (Robert Eggers)
La película más esperada de este Sitges 2019 ha sido, con diferencia, la nueva del director de La bruja (2015), Robert Eggers. Ha sido recibida, en su mayoría, con enorme veneración, y se le han atribuido los adjetivos más superlativos y catedralicios de la lengua castellana. Ha abierto un interesante debate en algunos foros sobre la necesidad de rescatar, de entre el maremágnum de cine demasiado explícito y obvio que nos inunda, al cine complejo, sutil y ambiguo, situando El faro en este segundo grupo.
Uno es ferviente defensor del cine retador y ambiguo al que algunos hacen referencia al diseccionar El faro, pero tiene ciertas dudas de que la película forme parte de él; es poco clara, sí, aunque no particularmente compleja –puede que incluso obvia, a pesar de sus desaforados intentos por parecer justo lo contrario–.
Ambientada a finales del siglo XIX, el film cuenta la historia de dos fareros que trabajan juntos en una misteriosa isla perdida de Nueva Inglaterra y su descenso sin frenos a la angustia y la enajenación. El faro, una de las películas más desconcertantes de la temporada, es bella, desafiante e indomable, con aroma a mar enloquecido y a cine grande. Cuenta, además, con unos soberbios Willem Dafoe y Robert Pattinson ofreciendo un duelo interpretativo de otro mundo. Pero, por otro lado, es también caprichosa, desnortada y está enfermizamente enroscada en sí misma. Tras un guion desbocado en el que parece caber todo –cobijándose bajo el paraguas de la locura– asoma, muy a menudo, la impostura. ¿Es cine enorme y desbordante o una plomiza tomadura de pelo con destellos de genialidad? Puede que sea ambas cosas a la vez. O ninguna.
el film cuenta la historia de dos fareros que trabajan juntos