‘Gorilas en la niebla’, de Dian Fossey
Gorilas en la niebla
Dian Fossey
Traducción de Marcela Chinchilla y Manuel Crespo
Pepitas
Logroño, 2019
460 páginas
Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca
Quemado todo el cuerpo del planeta a causa de una estupenda falta de decoro humano, con apenas, si es que hay alguno, margen de reacción, con mares condenados al plástico y sin vida, con la tierra emponzoñada de agrotóxicos y el aire en una expansión caótica a cuenta de los gases, recordar a Dian Fossey (San Francisco, 1932 – Ruanda, 1985) ayuda a que aterricen las cuentas, casi abstractas de tan abultadas, para conocer el daño concreto. Cuando marcha a Ruanda, al encuentro de los gorilas de la montaña, la lucha ecológica no hacía tanta referencia al cambio climático, ni siquiera al agujero de la capa de ozono. Por aquel entonces las extinciones de especies eran la gran batalla que libraban los naturalistas. Los gorilas de montaña formaban parte del grupo exclusivo de hermosos seres al borde de la extinción a manos de cazadores o del acoso humano, junto al oso panda, al lince ibérico, al oso grizzli o a la ballena azul. En ese sentido, Dian Fossey, o Jane Goodall, izaron la bandera que todos podríamos seguir. Se transformaron en el guía que porta la linterna cuando nos adentramos en la caverna.
Incapaz de entender el espíritu del hombre, Fossey se embarca en una investigación que había comenzado, unos años antes, el mítico naturalista George Schaller, el mismo caminante que invitó a Peter Mathiessen a un viaje por Nepal que acabaría descrito en el fabuloso libro El leopardo de las nieves. Schaller, como biólogo pero también como humanista, sobrenada, de alguna manera, todo el texto que Fossey recopiló en este Gorilas en la niebla: su forma de trabajar, de observar sin intervenir, de no forzar situaciones, de encariñarse, de respetar, de estar enamorado de su oficio hasta el punto de ser incapaz de distinguir entre éste y el significado de la vida. La implicación de Fossey, sin embargo, va subiendo de volumen y se hace más y más parcial. En algún momento da la sensación de que para ella deja de existir la periferia del corazón del universo, que son las montañas Virunga. Su familia, o sus familias, pasan a ser los diversos grupos que las habitan, de los que da, a conciencia, fe de vida y fe de existencia. La primera, la fe de vida, reflejada en un espíritu de conciencia humana que proyecta, tal vez porque sí esté presente, en las almas de los gorilas. La segunda, la fe de existencia, en el detalladísimo tratado etológico que ha desarrollado a lo largo de años.
Al mismo tiempo, el libro contiene esa faceta autobiográfica que nos reclama abandonar el calor de la cocina. Es una invitación a salir, a conocer, antes de que la belleza del planeta dé con los huesos en el vacío y no quede ni una raspa de sardina para demostrar que hubo, y mucha, vida en la Tierra. Fossey se dio cuenta de que a Gaia solo la puede atender un individuo si se centra en una pequeña parcela. En este caso, las familias de gorilas y la lucha contra los cazadores furtivos. Algunas de las invitaciones a estudiantes, o a gente de paso, que aparecen someramente descritas, nos indican que no se trata de alguien empachado de misantropía, como dice cierta leyenda, que al igual que la expresión máxima de su trabajo se daba mientras hacía cosquillas a los gorilas, agradece la generosidad como solo lo sabe hacer alguien volcado con los mejores valores éticos que el hombre ha ideado, pues, recordemos, al fin y al cabo, incluso la protección de los gorilas de montaña, y de todas las especies, es una invención del hombre. Es cierto que contra la desdicha que el mismo hombre crea, pero hay que pensar, cuando leemos obras como Gorilas en la niebla, que el planeta podría estar en buenas manos, y no resignarse a un futuro que a lo que más se asemeja es al pintado en Mad Max, la obra opuesta a Gorilas en la niebla.