Sobresaliente Blanca Portillo en “Madre Coraje y sus hijos”, de Bertolt Brecht
Por Horacio Otheguy Riveira
Agotador periplo de una mujer en la Guerra de los Treinta años (1618-1648): Anna Fierling es la protagonista de Bertolt Brecht, a cargo del primer gran testimonio teatral antibélico con los rasgos de un nuevo teatro político. Se escribió en 1939, el año en que Hitler desata la segunda guerra mundial y en que Brecht ha de exiliarse como tantos compatriotas. Va de país en país hasta recalar por un tiempo en Estados Unidos, donde es bien recibido por la colonia artística, pero no por el macartismo. Más tarde se instala en una nueva nación surgida por el final de la guerra, la RDA, República Democrática Alemana, satélite de la Unión Soviética, donde funda con la actriz Helene Weigel el Berliner Ensemble, compañía estable donde pondrá en práctica sus teorías dirigiendo sus propias obras hasta su muerte en 1956, con solo 58 años. Una compañía que traspasó el muro, pues gente de teatro de todo el mundo se hizo eco de aquel fenómeno del llamado Teatro Épico, que no cayó junto con la RDA en 1989, sino que aún hoy sigue en pie, generando mucha vida, constantes interpretaciones, en un debate continuo planteado en el mismo origen teórico marxista, iniciado en 1928 con La ópera de tres centavos.
El Berliner abre fuego con Madre Coraje y sus hijos, por él mismo dirigida e interpretada por Helene Weigel (a la sazón, su segunda esposa, directora del Berliner tras su muerte). Entre ambos configuraron una forma de proyectar su gran ambición: la de un complejo escénico con una carga política que mostrara conflictos cuyas emociones no se desbordaran, como solía suceder en el teatro burgués, sino que permitiera que el público pensara antes de caer obnubilado por la emotividad o la belleza de lo interpretado. De allí que cuando se canta, se haga sin melodías envolventes, sino como un recurso de expresividad diferente, “la antiópera”, así como esgrimiendo carteles que informan sobre determinadas escenas, y más allá aún la difícil peripecia de dar en el blanco de todo este tinglado ante la vorágine de una guerra histórica de religiones, entre católicos y protestantes, y en medio de su miseria “natural”, el negocio que genera entre los grandes contendientes que la financian, y en el pequeño-miserable-angustioso negocio de una mujer con tres hijos de diferentes hombres, pícara, sensual, aguerrida, salvaje, espléndida y terrible Madre Coraje.
Cabo. ¿Por qué se llama Madre Coraje?
Madre Coraje. Me llamo Coraje, Cabo, porque temiendo la ruina me vine desde Riga y pasé por el fuego de la artillería con cincuenta panes en el carro. Ya estaban criando moho, no había tiempo que perder y no tuve otro remedio.
Obra maestra indiscutible del siglo XX, ya representada varias veces en Madrid (2009, CDN, versión Antonio Buero Vallejo, dirección Gerardo Vera; 2015, adaptación y dirección, Ricardo Iniesta), es siempre bienvenida, aunque cuesta comprender que no se lleve a cabo cualquier otra pieza magistral de Brecht como Santa Juana de los Mataderos, La resistible ascensión de Arturo UI, Terror y miserias del Tercer Reich, El círculo de tiza caucasiano, La vida de Eduardo II de Inglaterra, entre muchas otras poco o nada conocidas. En esta ocasión cuenta con la dirección de Ernesto Caballero, quien ha montado en 2016 una memorable Vida de Galileo, pero que esta vez se ha dejado llevar por su papel de dramaturgo, poniendo por delante de su gran esfuerzo como director unas ideas propias muy discutibles a lo largo de su adaptación, que en la recta final del espectáculo lo desvirtúan por completo, traicionando el espíritu de la obra, saltándose olímpicamente todo lo bueno que ha logrado confluir con el texto hasta ese momento.
Las libertades que se toma como versionador a lo largo de la función, la enriquecen y limitan a partes iguales. Pero en los últimos 20 minutos tira por la borda todo lo conseguido al anular el potencial dramático de una escena de violencia clave, embarullándola y aportando el anacronismo de tropa con metralletas de juguete mientras en el cartel se lee que transcurre en 1626, y luego impone una creencia más propia del expresionismo de entreguerras, con una campesina dulcísima cantando una canción más propia de un musical como The Sound of Music, y luego rindiendo tributo a una felicidad tras la muerte entre personajes importantes —secuencia muda gravemente distorsionadora—, y como si todo esto fuera poco hace del saludo final tras la tragedia de alto voltaje representada, un baile de toda la Compañía, individual, cada uno moviéndose con alegría al ritmo de una pieza de hoy, nada que ver con la música de Paul Dessau original, acompañada del aporte formidable de Luis Miguel Cobo, y a años luz de las intenciones del autor.
Un desenlace con caída estrepitosa que desluce los aciertos del montaje y empeora lo peor del mismo. Montaje que cuenta con un buen reparto para todos los personajes, entre los cuales destacan especialmente Paco Déniz y Jorge Usón, aportando mucha fuerza en la picaresca del primero, y notable sobriedad en el temeroso y cínico predicador del segundo. Samuel Viyuela se ocupa del juvenil hijo que se entusiasma con ir al frente, refleja simpática ternura la ingenuidad de quien espera un mundo de héroes y no la barbarie con la que ha de encontrarse. En un tramo final hay unos pocos minutos para Raquel Cordero, quien se desenvuelve con hermosa voz. Paradójicamente, con una escena que no debería existir, ya que no consta en la obra original, sobrecargada de un sentimentalismo que el Teatro Épico despreciaba.
Incomparable Blanca Portillo
No dejaré que me hablen mal de la guerra.
Dicen que destruye a los débiles,
pero ésos revientan también en la paz.
Lo único que pasa es que la guerra alimenta mejor a sus hijos.
Entre los mayores aciertos de la puesta en escena y los abundantes desaciertos (¿por qué el carro que arrastra Coraje carece de los mínimos espacios para pernoctar en él? ¿Por qué tan aparatoso su andamiaje, pero tan vagas sus alforjas?), todo el elenco, con mayor o menor fortuna, se brinda a una eficaz dirección brechtiana, en el punto límite, la cuerda floja de la expresividad, la inquietud y la emoción. Todos ellos aportan una tonalidad de indudable eficacia, lo mismo cuando hablan que cuando cantan. Pero Portillo es la que está en el ojo del huracán constantemente, salvo breves ausencias de escena, con un esfuerzo titánico para entrar, salir, subir y bajar por las intensas emociones de su personaje, ella sí —y de allí el hallazgo de la propuesta de Brecht— ha de afrontar situaciones límite desde la primera escena en que se topa con unos soldados que quieren llevarse a sus hijos al campo de batalla.
Ella sufre, disfruta de algunos toques de diversión sexual, es bromista, negociante empecinada, y muchas otras cosas más, pero nada que ver con la madrecita buena del teatro de la época, con capacidad para una dureza implacable, propia de los desesperados y de los pobres, los que no tienen tiempo para perderse en zarandajas moralistas. Por eso para algunos espectadores de todas las épocas (también de ahora mismo, según escuché a la salida del teatro) les resulta muy chocante, “esta tosquedad, esta manera sin filtros de mostrarnos el horror de la guerra y de la gente inocente”.
En este trayecto, Blanca Portillo se entrega de un modo excepcional. Es mi quinta versión de Madre Coraje, y habiendo aplaudido a todas las protagonistas, esta me resulta incomparable. La analizo tal cual y se me borran todas las demás. Me atrae e inquieta el duro personaje que nunca pierde intensidad. Pero hay dos escenas en las que mi admiración es absoluta, permitiéndome sentir una tristeza profunda, a la vez que honda reflexión. La primera secuencia se da cuando vaticina el futuro de sus hijos con ellos separados entre sí, dándole la espalda, y otra al encontrarse con el cadáver de uno de ellos. En proscenio, el cuerpo y la cara de la actriz dan pautas de asombrosa comprensión de su trabajo. Dos ejemplos de un proceso con muchas apariciones admirables: cómo mira a sus compañeros, cómo les toca, cómo vibra toda la Compañía alrededor de una mujer que no abandonará su lucha jamás. También crece en su impresionante comprensión de la dinámica del texto. Y cuando sale a agradecer los primeros aplausos, el sudor de su camiseta, los ojos empañados, la actitud física todavía terca de su personaje, y el dolor intenso de haber recorrido la columna vertebral de una existencia desgarradora… dan la pauta de su esfuerzo tanto físico como psicológico en el que sus recursos actorales logran, tal vez, la creación más importante de su carrera (en una evolución notable desde Hamlet y La hija del aire).
MADRE CORAJE Y SUS HIJOS
Reparto: David Blanco, Bruno Ciordia, Raquel Cordero, Paco Déniz, Ángela Ibáñez, Paula Iwasaki, Ignacio Jiménez, Jorge Kent, Blanca Portillo, Janfri Topera, Jorge Usón y Samuel Viyuela.
Bertolt Brecht (Autor),
Miguel Sáenz (Traducción),
Ernesto Caballero (Versión y Dirección),
Paco Azorín (Escenografía),
Paco Azorín y Ernesto Caballero (Iluminación),
Gabriela Salaverri (Vestuario),
Paul Dessau (Composición musical),
Luis Miguel Cobo (Música y espacio sonoro),
Ángel Ruiz (Asesor vocal),
Moisés Echevarría (Caracterización)
Nanda Abella (Ayudante de Dirección),
Fer Muratori (Ayudante de Escenografía),
Sofía Nieto Recio (Ayudante de Vestuario)
Sergio Torres (Ayudante de Iluminación).
Producción Centro Dramático Nacional