Altiva modestia de Ludwig Wittgenstein
JOSÉ DE MARÍA ROMERO BAREA.
Un vez la condición de “genio” pasa al lenguaje popular, todas las disquisiciones que emite la entidad así denominada devienen perlas de sabiduría. Cuidado con las atribuidas al matemático Ludwig Wittgenstein (Viena, 1889-Cambridge, 1951), nos advierte el periodista estadounidense Crispin Sartwell (1958): son meros ejercicios de narcisismo, represión y nostalgia. Pronunciadas con adecuada asertividad, advierte el anarquista autoconfeso, las condiciones etiquetadas como sagaces lo parecen. La obra del lingüista y lógico nacionalizado británico es un compendio de “altiva modestia”: inapropiado haber construido con ella el inestable edificio de una reputación.
Los métodos eruditos del Tractatus (1921) son reflejo de su cotidianeidad, no de la nuestra. Contradictorio que uno de los vieneses más acomodados del siglo XX pretenda ser extrapolado a nuestras contradicciones e inestabilidades. Son las nuestras sociedades iliberales, sostiene el académico del Dickinson College en Carlisle, Pennsylvania, en las que comprender significa entender en qué nos hemos convertido, escrutar las diversas jerarquías, los diferentes contextos. ¿No es parte de la labor del pensador examinar los propios impulsos, las neurosis cotidianas, para no repetir patrones del pasado, o al menos reconocerlos?
Se enfrenta el norteamericano a la infalible complejidad de las emociones humanas que asisten al positivista del Círculo de Viena. Lo hemos calificado erróneamente de vidente, concluye, de profeta de la globalización, lo que supone “más un culto que un razonamiento, menos un supuesto razonado que un impulso irracional”. El discípulo de Bertrand Russell es un hombre de su tiempo, no del nuestro, alega el epistemólogo transoceánico en el número de octubre de 2019 de la revista londinense Standpoint. Y sin embargo, es justo reconocer que el profesor del Trinity College también supo ser radical. Que a pesar de sus puntos ciegos, se atrevió a oponerse a la burguesía del momento al denunciar que lo cognoscible depende de impulsos no totalmente bajo nuestro control.
Ser posmoderno significa comprender el proceso mediante el cual hemos desembocado en lo indescifrable: “El saber es desordenado”, sostiene el autor de las Investigaciones filosóficas (1953), citado por Sartwell. Dicha autorreflexión da voz a lo que hemos eludido considerar: el actual predominio de la perversión, la fetichización y la violencia. Se impone reivindicar a Wittgenstein, sobre todo hoy que la vida pública gira en un vórtice infinito de patologías colectivas e interminables disfunciones. Que el gurú de la autoayuda no anule al revolucionario. La filosofía del centroeuropeo sigue siendo, con todas sus imperfecciones, nuestra guía más asertiva, porque nos asegura que, a la luz de la inteligencia, nada tiene sentido.