José Troncoso: un hombre de teatro con Fellini y Beckett como ángeles guardianes

Por Horacio Otheguy Riveira

No son unos padres cualesquiera, de hecho están muy solicitados, el Federico Fellini de Ocho y medio, 1963, y cualquier obra de Samuel Beckett, a partir de Esperando a Godot, 1953: en ambos genios, la realidad se conoce a fondo, se palpa a diario, y por eso se permiten divulgarla bajo una deformación minuciosamente elaborada, mejor dicho, minuciosamente enamorada. Es el amor por la gente anónima, sufriente en silencio o metiendo mucha bulla, por donde sus obras han exhibido sus mayores grandezas. Curiosamente, son creadores para minorías porque así lo ha querido la cultura dominante, pero de fondo quienes más les comprenden —y admiran su peculiar toque humorístico— son los que jamás asisten a las sacrosantas regiones donde se pavonea la élite: campesinos, obreros, empleados de servicio doméstico, prostitutas, presidiarios… en muchos de estos ambientes se han ofrecido con éxito películas y teatros fellinianos y beckettianos, por arriba y por abajo de los lugares comunes de aquellos que creen que hay reglas inamovibles, aunque ya Pierre Corneille lo escribiera en el siglo XVII: «Es tan cierto que hay reglas como que no las hay».

Interpretando la «Pasión», de Agustín García Calvo dirigida por Ester Bellver: eje de una travesía donde la tragicomedia cotidiana se festeja como una gran farsa.

José Troncoso, actor, autor, director, a veces cantante y bailarín, tiene la sonrisa pícara del hombre tranquilo que sabe adónde va, qué quiere, y la mirada perdida del hombre nervioso porque le infunde mucho respeto hacerlo todo con el corazón, sin descuidar una cierta disciplina.

Ahora mismo en Madrid, autor y director de Lo nunca visto, mientras con la misma Compañía La Estampida —y las mismas tres maravillosas actrices: Belén Ponce de León, Alicia Rodríguez, Ana Turpin— prepara el siguiente espectáculo, está de gira como actor en La geometría del trigo, de Alberto Conejero; acaba de interpretar en Mérida y Uruguay los personajes que le brindó Hernán Gené al dirigir Pericles, príncipe de Tiro, de Shakespeare en versión de Joaquín Hinojosa. A su vez se las apaña para ensayar una película dirigida por Javier Fesser (Camino, Campeones) y muy pronto se incorpora al rodaje de la segunda temporada de Pequeñas coincidencias. A lo largo de los últimos años ha estado en muchos otros escenarios, con tiempo para escribir y dirigir para Carmen Barrantes-Jorge Usón y el pianista Néstor Ballesteros un espectáculo que navega por España a la espera de una sala para recalar en Madrid: Con lo bien que estábamos (Ferretería Esteban)

De sonrisa fácil y abundantes carcajadas, Troncoso da la impresión de que deambula por Madrid como si lo hiciera por Cádiz, donde nació, con el mismo desparpajo, el mismo sentido del humor que todo lo protege y «musicaliza», pero también con la secreta poesía de lo cotidiano, algo que aprendió dentro y fuera de los escenarios y que sigue practicando en cada espectáculo, fiel a la observación del maestro Philippe Gaulier: «Si el actor solo cuenta con diez minutos en un espectáculo largo, tiene la misión de que todo se detenga y el espectador solo esté pendiente de las emociones que él transmita». Y aprendió muy bien esta sabia lección, porque así sucede cuando sube a escena o escribe y dirige para que otros se luzcan: siempre por delante el interés por los personajes que surgen de la creatividad de la gente corriente.

El talento del maestro Philippe Gaulier le atrapó en Londres, donde era tratado como un auténtico dios del teatro y luego en su ciudad natal, París. De Cádiz al internacionalismo escénico de la mano de uno de los hombres de teatro más completos de Europa. ¿Cómo vivió esa experiencia?

Con mucha emoción, pero también con muchas dificultades, haciendo todo tipo de trabajos y doblando muchas camisetas para pagar el 30 por ciento restante, ya que en ambas ciudades tuve becas de la Junta de Andalucía, sin las cuales no me hubiera podido mover de casa. Eran becas del 70 por ciento y la diferencia era mucho para mí, pues eran escuelas muy caras, con muchas disciplinas a lo largo de cuatro años. Y lógicamente también tenía que conseguir dinero para habitación y comida. El pasar hambre y frío es una constante en Londres y París para millares de artistas que resisten en un ambiente creativo excepcional, pero las cosas se me fueron dando bien, e incluso llegué a ser profesor en la propia escuela. Gaulier aportaba una gran flexibilidad emocional e intelectual: una manera de entender el teatro como un fenómeno ético y estético, exigente con nuestro compromiso personal, y a la vez con las infinitas posibilidades plásticas del cuerpo… y la máscara que todos llevamos dentro.

La máscara y el rostro. El sentimiento profundo y su apariencia, a veces deformante, para llegar al corazón del conflicto. Algo muy presente en su teatro más personal como autor y director, digamos, por ejemplo, Princesas del Pacífico y ahora Lo nunca visto

Sí, me interesa mucho encontrar las máscaras adecuadas, nuestra propia interpretación de hechos reales que investigamos como si fuéramos a realizar un documental. Por ejemplo, Lo nunca visto [foto] tiene detrás muchas entrevistas a mujeres maltratadas y víctimas de la drogadicción, así como en el contexto del Alzheimer. Primero indagamos, nos encariñamos con las personas sobre las que vamos a representar una función. Todo comenzó con un bosquejo de lo que me propongo como dramaturgo, muy hablado con las sensacionales actrices de la Compañía, claro, pero antes de escribir por completo el texto les di las llaves de mi casa para que ellas encontraran, cada una por separado, la máscara de su personaje. Les di las llaves y les dije que volvía en una hora o dos, lo que necesitaran, luego me avisaban por el móvil y cuando llegué fui el primer espectador de un proceso creativo que me llevó a terminar de escribir la obra completa, que es la que se ve ahora mismo, donde parece que improvisan, pero cumplen a rajatabla con una dramaturgia muy precisa.

Escribir, dirigir e interpretar, las tres actividades que usted desempeña. ¿El actor lucha con el escritor o están muy hermanados?

[Risas] Como buenos hermanos alguna bronca tienen, pero disfruto mucho interpretando distintos géneros. La formación con Gaulier va en esa dirección con el objetivo de que el estudiante afronte la profesión sin prejuicios. No importa si ha de trabajar en un espectáculo que considera malo, incluso muy malo, lo importante es que los minutos que le toque estar en escena se haga con disciplina e imaginación, y que cuando aparezca sorprenda al espectador más adormecido para que se despierte de pronto, abra los ojos como platos y sienta que se le eriza la piel o le da un ataque de risa inesperado. Y llegó un momento en que me empeñé en vivir de la profesión, y me presenté a los casting más insólitos, como el de Hoy no me puedo levantar. Pero pasé la prueba entre muchos otros. Recuerdo que Nacho Cano me dijo: «No cantas para nada. Pero tienes condiciones de actor y una bonita voz. Cúrratelo». Y me contrataron durante dos años. La Compañía tenía un profesor de canto, y por mi parte fui a la escuela Karen Taft a estudiar danza. Llegué a tener un cuerpo de bailarín a lo Nureyev [más risas].

Junto a Marta Guerras en «La comedia de las mentiras».

Polifacético y carente de prejuicios, fue espectacular su cuadro musical en La comedia de las mentiras, dentro de una ya larga carrera que ahora parece enfilarse especialmente en creaciones más personales como autor-director. ¿Qué características tiene lo que ahora está preparando con su Compañía La Estampida?

En Lo nunca visto abarcamos el conflicto de los fracasos del pasado en un presente de lucha por salir adelante, pero también marcado por cierta miseria económica y los destellos de la pérdida de memoria —eso sí, siempre con mucho sentido del humor—, en cambio, nuestra próxima función queremos centralizarla en la obsesión por el éxito, la ansiedad por triunfar a cualquier precio, preguntándonos qué pasará en el futuro con aquellos que caen en esta presión muy propia de esta época. Pero no puedo adelantar más porque está en una fase muy primaria de creación.

¿Beckett y Fellini siguen susurrándole líneas de trabajo?

Siempre que empezamos los ensayos con La Estampida, tanto en los títulos mencionados, como en el más intimista que montamos con José Bustos, Igual que si en la luna, vemos nuevamente Ocho y medio, ese monumento en el que Fellini desglosó su relación de artista con el hombre de a pie, la imaginación con la realidad palpable, mostrando una vida de muchas maneras… El rostro y la máscara otra vez, y ya en el teatro, los personajes de Beckett irreconocibles y a la vez cercanos (con Gaulier trabajamos muchísimo Fin de partida). Lo dicho: deformar para ver con más claridad. Maestros profundamente arraigados, sí. Procuro hablar con ellos a menudo [risas finales].

José Bustos, «Igual que si en la luna».

 

 

 

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