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Un artista locuaz

Por Rubén Cervantes Garrido

 

 

 

 

 

Eduardo Barco. El camino indicado

Centro de Arte de Alcobendas

Hasta el 16 de noviembre

 

 

 

Cuando Eduardo Barco anunciaba en la invitación a su exposición actual que se trataba de la muestra más completa hasta la fecha, di por supuesto que se trataría de una retrospectiva; un artista en plena madurez que echa la vista atrás y ofrece a los espectadores una mirada al camino recorrido.

 

Muy a menudo, uno cree lo que quiere creer. Una vez delante de las obras, la ausencia de cartelas siguió alimentando mi idea preconcebida, y empecé a inventar mentalmente una sucesión plausible de cambios de estilo, obras “de transición” y experimentos formales. La reseña que debía escribir se iba desplegando elegantemente ante mí. En apenas medio minuto, sin embargo, –lo que tardé en echar la primera hojeada al catálogo de la exposición– el artículo se desmoronó. Resultó que las cerca de cincuenta piezas de la exposición no eran el resumen de una considerable carrera artística; la obra más antigua estaba fechada en 2017.

 

Con “muestra completa”, entendí por fin, Eduardo Barco hacía referencia no a una extensión cronológica sino material. La exposición en el Centro de Arte de Alcobendas recoge todas las disciplinas que el artista cultiva de manera simultánea: pintura, dibujo, escultura y, más recientemente, cerámica. El tiempo, resulta, sí tenía importancia para la exposición, pero de manera inversa a la que había imaginado: la variedad de soluciones plásticas recogidas hablan de un creador inquieto; el hecho de que todas ellas sean fruto de apenas tres años de trabajo habla de uno hiperactivo.

 

Entre las muchas dicotomías que nos sirven de muletas a los historiadores del arte, está la que divide a los artistas según su ritmo de trabajo y diversificación creativa. Podría hablarse de artistas locuaces y artistas silenciosos. Por definirlo con dos ejemplos paradigmáticos, en un polo encontraríamos al vendaval Picasso y en el otro al Morandi sereno y sus eternos bodegones. Todo buen artista aspira a realizar una obra que condense en un vistazo una concepción entera del mundo, tarea quimérica por huidiza. El artista locuaz –que no charlatán– afronta el reto por acumulación: en cuanto alcanza lo que parece una imagen definitiva, advierte que le ha faltado algo por decir y empieza un cuadro nuevo, cambia radicalmente de estilo o adopta una nueva disciplina. El artista silencioso, en cambio, procede por sustracción. Puede, incluso, que dedique su vida entera a un único tema, al que volverá una y otra vez con la esperanza de alcanzar un día una revelación, depurada, sin artificios. Por distintos que resulten ambos polos (y los miles de estadios intermedios), tanto a uno como a otro los guía una misma obstinación.

 

Eduardo Barco pertenece sin duda al grupo de los locuaces, y no hay más que poner un pie en la exposición de Alcobendas para darse cuenta. Uno imagina su trabajo en el taller como un constante ir y venir entre disciplinas, rematando un lienzo y acto seguido ensamblando dos trozos de madera para una escultura a medio hacer, poniéndose después un delantal y metiendo las manos en el barro fresco o cocer una pieza seca. Y eso sin mencionar sus otras inquietudes, como el diseño de muebles, la arquitectura o su intención de probar suerte con la escenografía. A Eduardo Barco es imposible imaginarlo quieto.

 

La gran novedad de esta exposición son las pequeñas piezas cerámicas, que Barco empezó a realizar en el año 2017. Cualquiera que haya trabajado mínimamente el barro sabe de su carácter inmediatamente placentero y de las posibilidades aparentemente infinitas que brinda, pero también de lo fácilmente que se puede destruir lo que uno ha moldeado con mimo. Según confiesa el propio artista, fue ese carácter directo e impredecible lo que lo llevó a adoptar esta nueva disciplina (una más), y veo en ello algo más que un mero capricho o pasatiempo. Si bien hay quien practica distintas técnicas como quien colecciona trofeos de caza, para Eduardo Barco la cerámica puede que sea el anuncio de un cambio más profundo. Su pequeño formato, formas caprichosas y colores rotundos destilan un disfrute infantil que, como ya demostró su admirado Paul Klee, muchas veces es la antesala de descubrimientos importantes.

 

En la cerámica Eduardo Barco ha encontrado la misma liberación que le proporciona el papel, una libertad a la vez excitante y temible. Dice: “Un dibujo es algo muy rápido, que requiere una concentración total y en el que los engaños son fáciles de descubrir, por lo tanto son trabajos más honrados”. El dibujo es la vía de acceso más directa al cerebro del artista, y en la exposición de Alcobendas hay un muro donde se acumulan veinte obras sobre papel como una gran tormenta de ideas. Es emocionante comprobar cómo algunos de esos chispazos se convierten, además, en bellísimos y soberanos objetos estéticos.

 

Cuando habla de sus comienzos artísticos y de los artistas que lo marcaron, Eduardo Barco habla de una gran exposición que le dedicó la Fundación Juan March a Richard Diebenkorn en 1992. Siendo hoy muy distinta formalmente la obra de ambos pintores, creo sin embargo que Barco supo extraer la enseñanza esencial del gran artista norteamericano. En su serie titulada Ocean Park, Diebenkorn consiguió aunar la exuberancia cromática de Matisse con el orden compositivo de Mondrian; encapsuló el color sin ahogarlo por medio de unas líneas divisorias frágiles y borrosas. Supo conservar también el recuerdo de la pintura de paisaje que tanto cultivó antes del salto a la abstracción de sus últimos años, de manera parecida a cómo Barco no se desliga del todo del paisajismo en el que se inició como pintor. Las arpilleras rugosas sobre las que compone sus obras geométricas constituyen un cordón que lo mantienen anclado a la tierra. Sus cuadros no son, como buena parte de la fértil tradición abstracta de la que bebe, representaciones de mundos superiores o ajenos a este, sino que conservan, por debajo de la escuadra y el cartabón, el ruido de la memoria.

 

Da la impresión de que Eduardo Barco deja siempre un pequeño resquicio para la duda. El artista locuaz sabe que nunca se ha dicho la última palabra. ¿La obra definitiva? … Mejor seguimos conversando.

 

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