Una de recesiones y burbujas inmobiliarias: de cómo la recesión entró en la dieta mediterránea
Por Tamara Iglesias
Crisis económicas, epidemias, guerras, pobreza, hambruna, cambios climáticos… la Historia (y especialmente la Historia Moderna) suele parecernos un compendio de catástrofes que pusieron a prueba la resistencia humana, siempre bordeando los límites coloniales y las pequeñas edades glaciales. Y sí, aunque la venida del siglo XIX propició un cierto remanso de bonanza para Europa (gracias a los adelantos en materia de salubridad y revolución industrial), lo cierto es que la contemporaneidad vino de la mano de un incipiente sentimiento de posesividad, mercantilismo y consumo, enfilando el camino de Occidente hacia la palabra más temida por todos los circuitos pecuniarios: la recesión.
Tamara, ¿qué es eso de la recesión?
En sí, una recesión supone un periodo de reducción de la actividad económica durante (mínimo) dos trimestres consecutivos y a menudo se confunde con una depresión (que es como se denomina este fenómeno si se prolonga durante al menos 3 años consecutivos); para que te hagas una idea, la más grave depresión de nuestro tiempo tuvo lugar entre 1929 y 1933 y provocó una reducción de PIB del 27%. Posiblemente este periodo te suene más por su famoso estallido: el crack de la bolsa de Estados Unidos, ocurrido el 24 de octubre de 1929 y popularmente conocido como “Jueves Negro”.
A la caza de la recesión
Después de la Segunda Guerra Mundial, las recesiones fueron de menor entidad hasta la llegada de la denominada “Gran Recesión” (que vivimos a finales de 2007 y que ha sido considerada como la más grave desde la de los años treinta). Ésta afectó a tal punto la economía de los países desarrollados que en 2009 el PMB (Producto Mundial Bruto) se redujo en un 2,2%, recuperándose levemente en 2010. Por desgracia, un varapalo semejante, supuso que muchos miembros de la zona euro se mantuvieran en una constante situación recesiva como consecuencia de la crisis en la deuda soberana.
¿Y cuál fue su origen?
Aunque la Gran Recesión es un fenómeno global, su origen (según algunos historiadores como Avilés o Sepúlveda) se encuentra en la crisis financiera que vivió EEUU en 2008, surgida a consecuencia de la depreciación de productos financieros (como las hipotecas) sujetos a burbujas que habían comenzado a estallar ya en 2007. En el caso inmobiliario, los precios de las viviendas estadounidenses casi se duplicaron entre 2000 y 2006 (al igual que en España), y la facilidad con la que se concedieron créditos e hipotecas, así como la bajada de los intereses, se sumó al capital procedente de economías emergentes (especialmente China), provocando un superávit y un abaratamiento de los créditos que terminó degenerando en casos de morosidad forzosa y en terribles desahucios que preludiaron la crisis (así como la caída) de numerosos bancos posteriormente rescatados.
Oye, oye, Tamara, espera. Explícanos eso de los bancos
Vamos a ello: el negocio bancario consiste en captar fondos por los que pagan un interés muy bajo pero que tienen una gran liquidez, de manera que el banco pueda invertirlos en activos más rentables pero menos líquidos. La base de la relación entre sucursal y cliente se basa en la seguridad de que éste último podrá disponer y retirar parcial o totalmente su capital cuando lo desee, así que si pasa por un apuro o quiere adquirir algún producto, podrá hacer uso de sus ahorros. Pero en este planteamiento no se considera la posibilidad de que todos los usuarios anulen o vacíen al mismo tiempo sus cuentas (lo que llamamos “pánico bancario”) movidos por una necesidad común o por una noticia de alarma sobre riesgos monetarios. Cuando esto ocurre, los bancos no pueden hacer frente a sus compromisos y quiebran, motivo por el que desde la Gran Depresión de los años 30 todos los países se someten a una regulación que les impone un determinado porcentaje de reservas en efectivo y el aseguramiento de sus depósitos (en España, por ejemplo, se denomina Fondo de Garantía de Depósitos).
Dadas las medidas restrictivas que se imponen a la regulación bancaria, a finales del siglo XX empezaron a surgir unas instituciones financieras que no eran rigurosamente bancos pero que actuaban como tales, ofreciendo intereses más altos a sus clientes con una supuesta “mayor seguridad” sobre sus activos; fueron los llamados “chiringuitos financieros” en España y “shadow banking system” en Estados Unidos, y dieron lugar a los hedge founds (fondos de inversión protegidos frente al riesgo), un nuevo de tipo sistema que ofrecía una altísima rentabilidad a cambio de inversiones de elevado riesgo. Estos “productos financieros” contribuyeron a difundir los activos derivados, cuya singularidad radicó en que su valor futuro dependía del valor de un conjunto de activos subyacentes; por no enredarme demasiado, la idea principal de este planteamiento es que cuantos más activos subyazcan al activo derivado, más se reduce el riesgo. El problema de este sistema es que el comprador no conoce en qué se fundamenta el valor del activo derivado que compra, y en el caso de Estados Unidos el uso de las hipotecas (incluidas las subprime) como activos derivados terminó provocando que los activos depreciados se convirtieran en activos tóxicos que envenenaron el sistema financiero mundial.
¿Y qué pasa con España?
Bueno, para empezar resulta que en los países europeos más afectados por la recesión (Grecia, Irlanda, Portugal y España) se ha producido un incremento del déficit público, lo que obliga a un creciente endeudamiento. El mejor indicador del encarecimiento de la deuda es la prima de riesgo, que indica la diferencia entre la tasa de interés que ha de pagar un Estado que ofrece menos garantía a los inversores, y la que debe pagar el Estado que inspira más confianza; la prima de riesgo española, por ejemplo, llegó a superar los 600 puntos básicos en julio de 2012, aunque a su favor hemos de decir que un año después estaba ya por debajo de los 300 puntos. Por desgracia, cuanto más aumenta el déficit público, más aumenta la desconfianza y más se encarece la emisión de deuda, con lo que se entra en un círculo vicioso.
En nuestro caso, el origen de esta situación fue el estallido de una burbuja inmobiliaria que venía inflándose desde finales del siglo XX y que entre 1997 y 2007 provocó que el precio real de las viviendas se duplicara al tiempo que se invertía continuamente en la construcción de nuevas viviendas. El abaratamiento de los créditos entre 2002 y 2006 (con tipos de interés por debajo del IPC) condujo a muchas familias al endeudamiento a través de créditos hipotecarios, y la financiación vino especialmente de la mano de las cajas de ahorro (instituciones que en su origen tenían fines sociales y podían operar solo en su provincia, pero que a partir de los años noventa se expandieron por todo el país alcanzando las 22.000 sucursales) y de la entrada de capital extranjero gracias a la adopción del euro en 1999. Con este panorama de expansión sin control, la burbuja terminó explotando (en 2008 para ser exactos) con fatídicos resultados: la construcción se paralizó, el desempleo subió, las cajas de ahorro se encontraron con una gran cantidad de activos tóxicos (en forma de hipotecas y créditos a las constructoras), los inversores extranjeros comenzaron a retirar sus fondos del sistema financiero español y la economía entró en recesión, produciendo un enorme socavón en las cuentas del Estado, que pasaron de un superávit del 1,9% del PIB en 2007 a un déficit del 11,1% en 2009.
A partir de entonces España se encontró con el doble desafío de sanear el sector financiero (sobre todo las cajas de ahorro, sin las cuales no podía recuperarse el crédito) y reducir el déficit público, y por ello en 2012 se estableció un masivo crédito europeo destinado a la reestructuración de la banca española; a cambio, la Unión Europea exigió a España una rápida reducción del déficit por debajo del 3% del PIB (tal y como marca el Tratado de Maastricht) lo que llevó a considerables e impopulares recortes.
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