Animales que nos muestran el camino
Por Jesús Cárdenas. Desde la mirada de distintos seres animales el mundo se ve distinto, terrible. Nuestros afanes domésticos no nos permiten ver toda la complejidad, toda la simpleza. Se nos escapa de nuestro alcance. Por vivir en un mundo de urgencias y sobresaturados de información una buena parte de ciudadanos se pierden esa plenitud; aspiran a vivir en la confortable ignorancia. Miguel Ángel Real en su ópera prima, Zoologías, publicado en la colección Extravaganza de la editorial sevillana Ediciones en Huida, pretende sacudir conciencias con la actitud crítica de quien se pone en lugar del otro, despertar de la maraña en la que nos encontramos tejidos. Y se vislumbra la publicación de su segunda obra poética, con el título de Como dados redondos.
En el título ya aparece cifrada la conciencia de lo auténtico. En nuestro mundo habita un conjunto de animales, cuyas virtudes y cualidades crean un tejido capaz de sostener el mundo, lo que supone un modo de escarmiento al ser por su conducta deleznable. Tras los distintos animales se esconde, en realidad, hondas preocupaciones del ser tanto en sus relaciones personales como sus relaciones ambientales. Es, por ello, que trasciende la ingenuidad de los relatos mediante el lenguaje figurado, las dobles intenciones y el humor. En palabras del autor vallisoletano, «con el pretexto del mundo animal intento encontrar un ángulo poético para mostrar esa curiosidad indispensable para ver el mundo, me interesa aportar una visión nueva, fresca, de cada instante».
El conjunto está formado por una sucesión de apenas una cincuentena de poemas breves, no titulados, que oscilan entre el verso corto y el largo, con predominio del verso libre. En un primer instante, pareciera que Real confiriera cada tirada de versos como poema independiente, sin embargo, leído en conjunto, vemos cómo las recurrencias léxica y sintagmática, junto con los elementos deícticos que van apareciendo en las distintas páginas, constituyen un armado de correspondencias. Así, al poema nada le falta ni nada le sobra. Esta parquedad y economía de versos origina un hueco por el que deba entrar el lector. De este modo, el libro es susceptible de dos procesos de lectura: el habitual, siguiendo cada página, y el escalado, que, a través de correspondencias, podemos saltar de uno a otro, sin miedo a naufragar. El tono de los poemas ondea desde el amable haiku, pasando por la greguería y el aforismo, hasta culminar en la más despiadada sátira, sin que por ello reste capacidad poética; antes parecen chispazos que van desplegando un animalario, queridos y envidiables a veces y repulsivos y desagradables otras, que no nos hace perdernos sino descubrir al ser contemporáneo que somos.
El libro, dedicado a sus tres hijas, es significativa la cita en francés de André Breton, «Prisonniers des gouttes d’eau, / nous ne sommes que des animaux perpétuels». Si reparamos en la cita, nos conduce de cabeza a nuestra condición más animal.
El yo avisa al lector ya desde el primer texto («No desesperes»). Es el principio de filosofía contra la comercialización o contra la inmoralidad de los seres humanos, por ejemplo. También, la constatación de que los humanos nos movemos en torno a una serie de perversiones y vergüenzas con las que convendría acabar. Tras ello, la lucha de la razón. De la fuerza de la palabra. Y enseguida, el giro mordaz nos coge desprevenidos: no sufrimos tanto como para quejarnos tantísimo, no se debe dramatizar, pues «no lo hacen los pulpos / hasta que sienten el agua / hirviente de la cazuela» (p.13).
Uno de los principales motivos de las causas de la indignación es la lucha que el yo se enfrenta a la terrible espada del tiempo, la memoria a la página en blanco del olvido («las huellas que borro fácilmente») tan sólo con la capacidad inefable del lenguaje: «todo eso es mi camuflaje de camaleón experto» (p.14). Al ponerse el sol en la costa facilita la greguería: «una amplitud de cigüeñas / girando al ir a apagar el día» (p.18). El hecho de recordar duele, por mucho que aparezca en el papel de celofán divertido de la anécdota de la cucaracha (p.21). Cuando percibe que lo que está ante nuestros ojos se reduce al pasado: «cuando una ofiura reseca me conduce / a mi infancia» (p.40). O cambia la perspectiva de ver el mundo cuando regresamos a casa en la reconstrucción de «las cenizas de un ave fénix» (p.43). Incluso cuando el tono se vuelva más elegiaco, y sabedor de que todo se convertirá en ceniza «al final de este día / insoportable y tórrido. / Todo lo más, mañana» (p.26). De ahí que se imponga el deseo de «aprovechar la vida / como tributo a los moluscos del rompeolas» (p.33).
Es el lector quien descubrirá el encanto que se esconde detrás de las apariencias que vienen dadas por la yerma rutina de la costumbre y su banalidad. Pero, sobre todo, el distanciamiento de los seres, en este caso, su vecina, le obliga a afiliarse a los animales más asquerosos, terminando en una mueca de sonrisa, en el texto que cuenta la anécdota de «los zopilotes». La soledad es apetecible porque trae consigo la tranquilidad. Menos el ruido que producen en la madera «las termitas, claro» (p.28). Antes de encontrarse con un mundo sinsentido, se opta por el camino de revelación que manifiestan algunos animales. El efecto concluyente es la sonrisa. En esa combinación de los mecanismos de la ilusión verdadera que son el humor y la ironía, estos poemas evocan algunos de los mejores versos de nuestra querida Gloria Fuertes. Como puede extraerse de las composiciones de Miguel: «A ella le arrancarán los ojos / otras alimañas» (p.25); «Tras cortar el césped / […] La piedad de San Francisco de Asís / nunca fue lo mío» (p.29); «Cuando en una escuela / los niños de una clase diseccionan quince ranas / las charcas ni se resecan ni lloran (p.35). O el humor se impone a través de una metáfora que recuerda a Gómez de la Serna: «Lo que hacemos con las ostras / es allanamiento de morada» (p.41).
Al contemplar el sujeto «los monstruos que pastan en mi césped», se acerca, en realidad, al pasado, pero «el ronquido de un coche» (p.17), como si de una ensoñación se tratase, lo devuelve a la escritura y a ella se aferra como refugio y huida. Es huida al recuerdo, así la cuidada costumbre de las tortugas «eran tiempo» (p.19). Entre la greguería y la metáfora visionaria se encuentra en el intento de afinar su puntería al arraigo son estos dos versos que, con su poder evocador, llenan la hoja de sugerencia: «Un caballo naranja / es una definición de lo que esperas» (p.20). O el propósito de describir el paisaje se insinúa, inusitado, mediante el recurso del símil: «Una extenuada lluvia / atesora la tarde en la ventana / como un baile de lombrices» (p.31).
La revelación nos deja la crítica de las leyendas, del seguimiento de lo redicho y nunca comprobado, lo que puede verse magníficamente en el texto que comienza «Aunque nunca / nos hayamos cruzado con uno, / le tenemos miedo / a los lobos» (p.30). Como la tendencia a creer quién es el cordero (p.42). Bajo estas premisas, el poema se convierte en el relato distanciado de un conjunto de sucesos o momentos cotidianos. Un inventario de animales a los que dejamos al margen y a los que conviene no despreciar.
Para finalizar, Miguel confronta en Zoologías la realidad animal que no nos resulta tan ajena ni tan distante, con un lenguaje mordaz envuelto de ironía; reflexivo y redentor para el que lo lee. Al cabo, todo es cuestión de perspectivas: colocarnos en el lugar de cualquier animal nos ayudará a entender mejor el mundo en que vivimos. Así, como ya vieron los positivistas científicos, la naturaleza nos enseña a considerar el mundo. Recuperar esa visión nos asistirá en vivir mejor, deleitándonos en el placer del instante, como le ocurre al cangrejo en la última página.
Los animales son seres que nos enseñan a ver el mundo de otra manera y deben ser respetados y amados por todas las personas.