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‘La cronología del agua’, de Lidia Yuknavitch

La cronología del agua

Lidia Yuknavitch

Traducción de Rocío Gómez de los Riscos

Carmot Press

Madrid, 2019

344 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

Trasgresor, en el sentido en que podría ser trasgresor una mezcla de Charles Bukowski y Raymond Carver, en el sentido en que fue trasgresor confesar sexo explícito al tiempo que uno desnudaba su alma, en el sentido en que era trasgresor hablar con palabras gruesas en un medio, el literario, donde se supone que uno ha de cuidar el lenguaje, es un concepto ya divulgado, conocido, manipulado, un hábito, una región ya explorada por los narradores. Más aún cuando esa exploración se atiene a la propia vida o, para ser más concretos, a la parte de contaminación que nos toca recibir en la vida, a través de los cinco sentidos. En ese sentido, el libro de Lidia Yurknavitch, el viaje a la miseria de una sociedad demasiado pulida en los medios de comunicación y en el cine, la americana, no es nueva. Pero es buena. De hecho, el libro que traemos entre manos se plantea un fin de lo más atrevido: ¿el hecho de ser trasgresor -el libro, yo- me hace una persona de fiar?

Lo que sabemos que no resulta una garantía de confianza es, desde luego, una vida en la que no ha habido límites que hayamos bordeado, una vida convencional, una vida sin atractivo ni riesgo. En definitiva, una vida sin pasión, ni siquiera esas pasiones que uno no ha podido elegir, que le han atravesado como la flecha atravesaría una manzana y que hacen sentir que nuestros órganos, el corazón el primero, no tengan una consistencia diferente a la de la fruta. De esta manera Yuknavitch construye este relato autobiográfico que no carece de existencialismo, ni carece de espíritu punki. Así se nos va refiriendo, con frases cortas y muy secas, para intentar alejar la toma de posición sentimental, toda suerte de mutilación sentimental, toda suerte de emociones que en lugar de enriquecer van cercenando, invitándonos a ser menos humanos. El libro comienza con la muerte de un bebé y va saltando de naufragio en naufragio, aunque, para nuestra sorpresa, la presencia del agua no es, como en los naufragios, una amenaza, sino el sustituto del aire que respiramos cuando nos damos cuentas de que necesitamos respirar. Yuknavitch utiliza el agua en un sentido semejante al del bautismo: cualquier forma de acercarse a ella es un bautismo; en otras palabras, ayuda a renacer, a reinventarse. Es terapia contra la droga, contra el sexo mal entendido, contra el infierno de los demás, contra el alcohol, contra cualquier exceso, contra las obsesiones.

Entre salto y salto, de agua a agua, la forma de narrar de Yuknavitch pretende que le sangren los ojos al lector. Va aprendiendo las emociones una a una y así nos las describe, como si resultara imposible a la conciencia humana ser consciente de varias a la vez, porque tanta sensación nos derribaría. Hay mucho deseo, pero una limitada capacidad para afrontarlo. De hecho, los deseos y la realidad nos van ofreciendo contradicciones que nos sacuden los cimientos de lo que llamaremos capacidad de entender: “Durante los dos años previos a su partida del hogar edípico en el que vivíamos llevó siempre consigo cuchillas en el bolso”. Cuchillas en un hogar edípico es un oxímoron que provoca más pavor que todas las pesadillas de Stephen King reunidas en una baldosa. De ahí esta sensación que provoca la lectura, la de un inevitable retraso en la educación sentimental, la sugerencia de una imposibilidad absoluta de lograrla en condiciones decentes, la que implica un fracaso ineludible a la hora de intentar aprender a querer, y sobre todo a quererse a uno mismo.

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