Reflexión y conocimiento en «El oro y la risa»

Por Jesús Cárdenas.  Una cultura que se reduce a la inmediatez, al eslogan y a la repetición más banal, necesita de una pulsión que, cuanto menos, resista el límite herido de los años y nos saque de una tierra de nadie. Alejandro Martín Navarro en su cuarto poemario, El oro y la risa (II Premio Internacional de Poesía Jorge Manrique), publicado dentro de la colección de poesía de la editorial Cálamo, supone una resistencia útil, que pulsa la esencia del ser desde las palabras reflexivas y las imágenes visuales, y coloca el discurso poético como núcleo de la poesía de formato clásico, aportando una voz meditativa en medio de tanto desconcierto.

El título de este libro está tomado de la cita de Así habló Zaratustra que abre el poemario, perteneciente a Nietzsche, que el autor sevillano, profesor de Enseñanza Secundaria y doctor en Filosofía, coloca de inicio complementario, donde aseguraba el filósofo alemán que el corazón de la tierra está hecho de oro. Como es sabido, la búsqueda del oro, más que una modificación artificiosa, suponía un camino de perfección interior. Por ello, se hace necesario una búsqueda concéntrica que traspase los umbrales de la melancolía hasta alcanzar a los lectores.

Esta indagación en el misterio del hombre y su precariedad en el cosmos obedece a una línea de continuidad con las anteriores entregas líricas de Martín Navarro: Vasos de Barro (2008), Premio de Poesía Luis Cernuda, Aquel Lugar (2006), Premio de Poesía Miguel Hernández y La fiesta de los vivos (2013), Premio de Poesía Ciudad de Salamanca. De este modo, la meditación se integra en el discurso poético. Un discurso humanístico cuyos ejes centrales son el paso del tiempo y el devenir; motivos que, por otro lado, conforman el verdadero sino del ser humano.

El libro, compuesto por veintiún poemas, se organiza en tres capítulos –«Arqueologías», «Galerías», «Cosmogonías», en los que el viaje temporal introspectivo es motivo central entre un pasado cercano, un presente celebrado y un futuro esperanzador.

El sujeto transita por los parajes de la memoria. Vibra entre momentos pasados y presentes. Reflexiona en abierto solipsismo sobre lo contemplado. La meditación encuentra sí cauce en la contemplación. La mirada trasciende la sensorialidad de las cosas. Desde una perspectiva contemplativa que será, a lo largo de todo el conjunto, inicio de nuevas reflexiones, lo que podrá verse desde el primer poema, «Contemplación», el más extenso del libro, por encima de la cincuentena de versos, en el que logra mantener, cercado por tonos elegiacos, la pulsión del lector gracias a la musicalidad de sus reflexiones cómo la conexión del sujeto con el universo: «En esa misma altura, también, mi cuerpo frío / gravita como un átomo en silencio, / en las altas esferas de un mundo que no existe». Más adelante, el oxímoron se encuentra en la recreación del Tempus fugit: «Nunca nos levantamos para seguir al tiempo / en su loca carrera que, al empezar, termina».

El ser ve que todo permanece inalterable menos su edad, el recuento de sí mismo le infunde zozobra, al contar «treinta y siete años», en «La espera», un poema clave: «Nada ha cambiado y sin embargo el rostro / que veo en los espejos me parece / como un borrón de tinta sobre una hoja en blanco». Y en la siguiente estrofa, se reconoce firmemente en ese lugar, en el refugio que atesora otro tiempo, que devuelve a la memoria una época inigualable de felicidad: «Por eso vuelvo siempre al mismo centro, / a ese mismo puñado de tierra del pasado / donde todo comienza».

Es lógico pensar que el sujeto desea saber de sí, reconocerse en un tiempo feliz, una forma de identificación temporal, donde el oro y la risa significó una etapa. Así, al indagar en los momentos vividos, acepta su destino. El recuerdo parece aceptar la ausencia de un mundo dorado, ese oro en el corazón de un sujeto que se reencuentra consigo mismo. Sin embargo, desde su contemplación es motivo de celebración al saber contentarse con la hora presente, al festejar la vida antes de que nos llegue el final, serenamente, en «Brindis de una tarde primavera»: «Por eso alzo mi copa, / en las últimas luces de este día / antes de que las sombras inunden nuestros ojos».

«Besa el umbral de tu casa» y «Vasos de barro» invitan a imaginar cómo el solaz verano trae todos los recuerdos como un aluvión de rayos de sol. Pero esos momentos alegres son solapados por las ausencias de familiares queridos, y lo que parecían momentos fugaces se convierten en interminables, desde un presente terrible, como se muestra en el inolvidable «Ahora los veranos siempre están terminado»:

He llegado a la edad

en que de pronto los veranos corren

igual que lagartijas asustadas,

y mis padres no andan la ladera

del Naranjo de Bulnes con mi hermano y conmigo.

El tono de la poesía de Martín Navarro se vuelva ahora más reflexivo, más cercano a la intensidad de los sentimientos. El recuento temporal atenaza y angustia al ser, como mal de nuestro tiempo, donde, honestamente, es casi imposible dar respuesta verdadera de uno mismo, así la anécdota se convierte en trascendencia, como leemos en «Prisas»: «Tu vida dura solamente un ahora. / Y en esa hora debes / ser candil en la mesa, amar sin ser amado».

Para remontarse a su etapa feliz Martín Navarro adopta otras voces, relacionada con pintores y con obras que está en la mente de todos los amantes al arte. Mediante la parábola «El regreso del hijo pródigo», obra de 1662 de Rembrandt, se confiesa como un contemplador que retorna a casa: «es el rostro de un hijo / que, harapiento y desnudo, al fin regresa / a los pies de su padre y de su casa». El yo aparece infiltrado, en medio de un canto, lo mismo que un pastor más en el conocido óleo sobre tabla del renacentista italiano Giorgione: «Como un lento paisaje que se inunda de rojo: / así crece la luz en esta hora. / Y mi cuerpo cansado se echa sobre la tierra». Y en el despertar de los tiempos en las cuatro secciones que conforman el poema que homenajea el famoso cuadro de Klimt, «Friso de Beethoven».

Cierto barroquismo anunciado se reafirma en la sección última, «Cosmogonías», donde los poemas se alinean en cierta tendencia culturalista; muestras de saber bien hiladas en el verso. Aunque con tiempo para que las correspondencias mantengan al lector pegado a la página: «En su silencio milenario anhela / regresar a ese núcleo de ruido y de fuego. / Mi alma vive y gravita como ella», en «Nube de Oort». Todavía con tiempo de que el tono se vuelva más elegiaco: «Lo he visto con mis ojos: / una vasta y sedienta oscuridad nos espera», en «Eschatos». Justo después se sitúan los mejores poemas, «Perseverancia» y «Mainländer, 1876», relacionados con la tensa espera que produce la memoria: revelación de los embates del tiempo cada mañana.

La modulación de la palabra se aviene aquí con el equilibrio de los argumentos que estructuran la composición de los poemas. Así, el discurso clasicista suele imponerse la isosilabia. Aunque en este caso no es tan pura. El oro y la risa se decanta por poemas frecuentemente endecasílabos, dando también cabida a los alejandrinos y heptasílabos. Así, parece emparentarse el libro con la poesía meditativa española del siglo XX. No así el tono, en el que prevalece la elegancia solemne de referentes clásicos.

Con El oro y la risa Alejandro Martín Navarro desarrolla con maestría el proceso indagatorio sobre la toma de conciencia del sujeto en la línea del tiempo y el devenir que encierra sus relaciones con el cosmos. El lenguaje busca la superación, la transfiguración de todo significado cerrado. Se asume la madurez aunque también su trastienda (lo que dejamos atrás: el dolor y la ausencia de los seres queridos). El cierre del libro con el poema «Viaje» no deja lugar a la duda:

Y cuando cruce el último pórtico de la noche,

despertaré en los brazos de mi madre.

Carne como pan nuevo recién venida al mundo,

bendeciré la vida con mi grito.

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