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El canto de la selva (2018), de João Salaviza y Renée Nader Messora – Crítica

 

Por José Luis Muñoz.

Si hay que hablar de cine etnográfico, el nombre de Robert Joseph Flaherty salta a la memoria con sus films Nanouk el esquimal, Hombres de Arán y Tabú. El canto de la selva, coproducción entre Portugal y Brasil, es una lección de cine antropológico que concita simpatías por su sencillez e intenciones. La película discurre con la lentitud, y a veces la monotonía, de la vida cotidiana en ese rincón de la selva amazónica en la que está rodada. No es una película de aventuras, al estilo de La selva esmeralda de John Boorman, ni un drama sobre la llamada de la selva al estilo de la formidable película del director brasileño Héctor Babenco Jugando en los campos del Señor, aunque también encontremos entre sus imágenes una denuncia de la carcoma de la civilización que se cierne, y más con Jair Bolsonaro, sobre el pulmón del planeta.

Ihjâc (Henrique Ihjâc Krahô) habla con su padre muerto una noche al lado de una cascada y sabe que debe proceder a la ceremonia fúnebre que cierre el periodo de duelo y convertirse en chamán. Aquejado de insomnio, decide bajar a la ciudad para recibir tratamiento médico. Su breve estancia en la civilización incentiva sus ganas de volver a su remota aldea con su esposa Kôto (Raene Kôtô Krahô) y ejercer como chamán una vez enterrado su padre.

El film, codirigido por el portugués Joâo Salaviza y la brasileña Renée Nader Messora, su pareja, e interpretado por actores amateurs de la tribu Krahô, es de una sencillez expositiva aplastante, una sucesión de imágenes de la selva amazónica de indudable plasticidad y una sinfonía de sonidos naturales. Como su propio título indica, el film es un canto a la naturaleza y al primitivismo que fluctúa entre el documental y la ficción y al que le falta empaque dramático para atrapar al espectador.

 

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