La virgen de agosto (2019), de Jonás Trueba – Crítica
Por Jordi Campeny.
En la sorda melancolía que nos atraviesa cuando agoniza el verano nos agarramos a sus últimos estertores como si, tras él, nos aguardara un abismo insondable. Los meses de verano. Este período de febril y voluptuosa ensoñación durante la infancia y adolescencia. Este paréntesis introspectivo, como tocado por un halo de irrealidad, lánguido y a la vez fugaz, de la edad adulta. Huir de nuestro entorno en verano; irnos lejos. Fugarse de uno mismo, cuando probablemente sea en verano cuando con más nitidez sabemos escucharnos.
Quedarse en su ciudad en verano cuando todos los demás la abandonan e intentar hallar en ella un instante suspendido de reflexión para saber exactamente en qué punto se encuentra es el cometido que emprende Eva, la protagonista del último largometraje de Jonás Trueba, la excelente La virgen de agosto. A través de nuevos encuentros, algún reencuentro y muchas horas de soledad, Eva logra resituarse en las coordenadas de su mapa, en el que llevaba bastante tiempo desorientada.
La literatura, la poesía, el cine, el arte en general ha captado desde siempre lo específico y etéreo del verano. Jonás Trueba, con los cuentos de Rohmer en su altar referencial, nos muestra cómo van sucediendo, uno detrás de otro, los días de su protagonista, una frágil y luminosa Itsaso Arana –coautora, junto a Trueba, del espléndido guion– que deambula por las calles de su ciudad, visita museos, se reconoce en una turista japonesa, disfruta de la verbena de la Paloma y gana tiempo en las terrazas. Calla y escucha; poco a poco, se suelta y habla, reflexiona, se encuentra a sí misma y une lazos con otras mujeres.
Madrid. No es sólo una circunstancia, es también una forma de entender el mundo, de vivir. La Madrid castiza de las verbenas de verano, de los encuentros fortuitos y del carácter de sus gentes. Los que nacieron en ella y los que llegaron después; todos madrileños. Como dijo Elvira Lindo, «soy madrileña porque nací en Cádiz». Madrid, vecinal y aguerrida, abierta, callejera y sonámbula. Aunque la película hable de estados de ánimo íntimos y universales, la ciudad que los alberga trasciende su condición de mero decorado para convertirse en un actor principal que moldea y define los caracteres de sus criaturas. La virgen de agosto es Madrid.
Ya el estilo de Jonás Trueba venía marcado en sus trabajos precedentes, que bebían todos ellos de la Nouvelle Vague. Desde Todas las canciones hablan de mí (2010) a La reconquista (2016), pasando por aquella deliciosa mezcla de guion e improvisación que fue Los exiliados románticos (2015). Cintas todas ellas con ideas y enjundiosos diálogos, y que tendían a un naturalismo puro y desnudo, sin artificios. Lo logró con desigual fortuna hasta llegar a La virgen de agosto, su mejor y más logrado trabajo.
Compuesta por secuencias de una duración precisa, donde no les sobra ni les falta nada, La virgen de agosto nos habla, sin alzar nunca la voz, a través de diálogos brillantes y sustanciosos –y jamás pedantes– de las cosas importantes de la vida. Del amor, de nuestro lugar en el mundo, de la soledad y la incertidumbre, de las experiencias que tuvimos y de las que no tuvimos; ambas nos hicieron como somos. Envuelta en una hermosa fotografía de Santiago Racaj, con unos encuadres y movimientos de cámara tan elocuentes como sus diálogos, la película es como un baño reparador en el río tras días de ciudad, sopor y canícula.
La virgen de agosto, finísima y sutil, con un inquebrantable arrojo feminista y su –falsa– apariencia de levedad, nos susurra al oído la imperiosa necesidad de seguir andando, a pesar de los titubeos, inseguridades y el ambiente sofocante. Y es que, a veces, cuando no conseguimos abrir una puerta con la llave tras varios intentos, quizás no haga falta llamar a un cerrajero. Puede que la llave sea defectuosa, que tenga un pequeño truco y que, con pericia, paciencia o la ayuda de un desconocido, la puerta se acabe abriendo de par en par.