El mundo en imágenes (primera parte)
Por Sofía Martín.
¿Arte o documento? ¿Se puede jugar a ambos lados de la línea? Es más, ¿la línea existe? El dilema estéril que ha acompañado a la fotografía desde su nacimiento. En Breve historia de la fotografía, Walter Benjamin recordaba cómo, en la década de 1850, Antoine Wiertz preconizaba, entusiasta, que el daguerrotipo evolucionaría hasta destronar la pintura y erigirse como el nuevo arte, mientras que Baudelaire se espantaba de su rápida propagación, imaginando que la convergencia del naturalismo pictórico con el realismo de la fotografía acabaría con el espíritu artístico. Ambos se equivocaban. El daguerrotipo ya estaba siendo sustituído por el colodión húmedo y sus copias múltiples cuando el pintor belga hizo su apuesta y, aunque durante las vanguardias se declaró en varias ocasiones la muerte del arte, como auguraba el poeta francés, parece que al menos su mercado sigue vivo. Baudelaire también sostenía que la fotografía debía asumir una rudimentaria función servil hacia las artes y las ciencias, pero era inevitable que la plasticidad potencial de la imagen gráfica convirtiera el nuevo invento en una herramienta de expresión y creación. Esta obtusa confrontación parte del empeño en atribuir una finalidad a la fotografía, en lugar de observarla como un medio.
Independientemente de sus usos factibles, lo que Niepce, Daguerre, Talbot y otros buscaban era la posibilidad de transmitir la realidad de la forma más precisa posible. Probablemente, más que un afán documental, les movía el deseo de proveer una solución a una necesidad no cubierta, lo que ahora llamaríamos un nicho de mercado: la reproducción automática de una escena. Ahí residía la novedad y la aptitud única del proceso fotográfico, y su desarrollo inmediatamente posterior se centró en facilitar esta tarea.
Aunque en sentido estricto el daguerrotipo no fuera la primera técnica fotográfica con la que se experimentaba, se señala el 19 de agosto de 1839 -fecha de su presentación en la Academia de las Ciencias en París- como el inicio de la fotografía. No sólo porque Daguerre hubiera depurado y documentado un procedimiento replicable con resultados óptimos, sino por la decisión del gobierno francés de comprar los derechos y liberarlos de patente, lo que impulsó la comercialización de cámaras y facilitó su evolución. Antes de que acabase el año se habían tomado vistas de Madrid, Barcelona o Lisboa y, en pocos meses, el tiempo de exposición necesario se redujo en un 90%. Esa liberación inicial de conocimiento acabaría por colmar el mundo de imágenes, conformando nuestra percepción de la realidad.
Mientras los teóricos del arte trataban de dilucidar si la fotografía era un don o una maldición, ésta fue ocupando posiciones allí donde su utilidad no era cuestionable. Su aparición coincidió con la proliferación de los periódicos ilustrados en la década de 1840. El 8 de julio de 1848, L’Illustration publicó un reportaje sobre las revueltas de las jornadas de junio con 33 grabados, dos de ellos reproducían daguerrotipos realizados por Thibault. Debajo de cada uno se especificaba que eran copias de placas fotográficas y el nombre del autor. Era una forma de decir “lo que mostramos es real”. Las imágenes facilitaban el acceso a la información a la población iletrada y las ilustraciones fueron dejando paso a la fotografía tan rápido como la evolución tecnológica lo permitió.
En 1855 Thomas Agnew, editor del Illustrated London News, envió a Roger Fenton a fotografiar la guerra de Crimea. Por las dificultades asociadas al proceso utilizado y la petición de no mostrar el horror de la batalla, apenas pudo realizar más que paisajes y posados. En esta primera aproximación a la realidad de un conflicto armado, la fuerza de las imágenes dista mucho de la que poseen, por ejemplo, las figuraciones de Goya en Los desastres de la guerra. Aun así, la sociedad británica se acercó con cierta fidelidad a la situación de sus soldados en tierra extranjera y a la imagen real de los escenarios de las batallas.
Cuando la fotografía comenzaba a asomar tímidamente como factor de peso en la opinión pública ya se había introducido en la vida familiar. Los estudios habían proliferado en las principales capitales del mundo y todo aquel que podía pagarlo había posado delante de una cámara. Para 1860 los costes se habían abaratado tanto que tomarse una fotografía era un acontecimiento especial, pero había dejado de ser un privilegio; Nadar era ya un retratista reconocido y se podían enviar postales con el rostro de los artistas del momento. Los gobiernos también supieron aprovechar la nueva herramienta. Aunque los retratos de delincuentes comenzaron a realizarse en los años 40, la ficha policial no se popularizó hasta que, en 1882, Alphonse Bertillon estandarizó su sistema, por eso los comuneros de París posaban inocentemente ante las cámaras en 1870 sin imaginar que esas fotografías serían luego utilizadas para identificarles. El investigador francés también inició la práctica de fotografiar las escenas del crimen para poder estudiarlas.
A mediados del siglo XIX, la industria textil se servía de las placas de hojas y flores realizadas por Adolphe Braun y Charles Aubry para utilizarlas como patrones y las expediciones científicas ya no partían sin una cámara a bordo. La primera fotografía aérea la tomó Nadar en 1858 desde un globo, aunque solo se conserva un intento posterior realizado por J. W. Black en Boston.
Cada imagen que se tomaba aumentaba el conocimiento que se tenía sobre el mundo y generaba un registro que permitía la interpretación del pasado incorporando un testimonio visual fidedigno. Desde el libro de cianotipias de la botánica inglesa Anna Atkins (Photographs of British Algae, 1843) al experimento con el que Muybridge consiguió capturar todas las fases del galope (Caballo en movimiento, 1878 – 1887). Pero serían la prensa y los archivos creados por las instituciones de las nuevas democracias liberales los que jugarían el papel determinante en la construcción de la realidad.