Simbolismo del tiempo y la naturaleza en “Suavemente ribera”
Por Jesús Cárdenas.
Uno de los ejes estéticos por los que –mejor– transita Antonio Manilla es el compuesto por el doblete tiempo-memoria. El paso del tiempo se transforma en memoria y viceversa en una itinerario poético, que va desde Canción gris (2003) pasando por Sin tiempo ni añoranza (2016) hasta encontrarlo en el octavo libro de poemas del leonés, Suavemente ribera, galardonado con el Premio de Poesía Generación del 27 en su vigésima primera edición y publicado por Visor. Un poemario relevante en el actual panorama poético español. Por ello, es esta una gran oportunidad para poder acercarse a su universo lírico.
El título se nos aparece inmerso, como juego textual, en el cierre del poema «Preces» dentro del capítulo de título homónimo. Allí se nos aclara su significado: «árbol de orilla: / suavemente ribera / mientras el tiempo pasa». El símbolo parece claro. La ribera ilumina al hombre con sueños y esperanzas. Se enfoca un sujeto que desea permanecer en los márgenes, ajeno al tiempo, en comunión con la naturaleza. Esta perspectiva puede rastrearse en nuestra mejor tradición lírica: en la poesía de Juan Ramón Jiménez, «fui saliéndome a la orilla»; en el poema de Neruda, «Dejarme a la orilla»; en Paz, «A la orilla, de mí ya desprendido»; y, entre otros, en «el árbol viejo solitario en la orilla», de nuestro universal Antonio Machado. Ajeno al tiempo que transcurre en la sociedad urbana y más materialista, el escritor leonés opta por aposentar su mirada en la naturaleza. Así, el membrete ya nos remite a una poesía esencial, intensa y armónica.
El libro está dispuesto en seis capítulos «Caminos de la tarde» «Espacios despoblados», «Tierra extraña», «El tambor de la noche» y «Del lado de la aurora») junto a un poema prólogo («Impromptu») y otro, epílogo («Por la llanura del tiempo»). Su estructura circular está muy definida, pues los dos primeros versos («El motivo inmutable / es la muerte») tienen su plena correspondencia con los que cierran el libro («Voy a un país sin límites: / la patria sin fronteras de la muerte»). En cuanto a su extensión, está formado por poemas breves, si no tenemos en cuenta los dos poemas en serie de tono elegíaco que se encuentran en «Tierra extraña».
En «Suavemente ribera» los elementos de los que se sirve su autor están apuntalando a fugaces pasajes temporales. Baste como ejemplo, el poema «Escultura de arena», donde un simple castillo luce solamente «un instante». Lo perecedero se muestra por igual en los poemas breves, tales como «Torcaces» o «Esto no es una metáfora», donde se congela una imagen, la paloma y el ave, respectivamente, en la retina.
Su mirar, machadiano, le hace fijarse en los pequeños detalles, en medio de la recreación de un espacio natural que induce a la contemplación: «unos granos de luz sobre las hayas / movido por la brisa. / El amable desdén de la belleza» (en «Granos de luz»). También es machadiano a la hora de emplear serenamente los símbolos de la luz, la noche, siempre con detalles impresionistas, y a veces con barroquismo adjetival (véase el poema «La forja de una especie»), aunque el tono sea elegíaco, pues el tiempo siempre sale vencedor. Aunque se sabe cuál es la meta, lo que importa es hacer el camino, disfrutar del viaje, intentando atrapar el instante vivido, Carpe Diem, sin apurarse, entreteniéndose en cada momento: «Pero importa el camino, / no el alcanzar la meta sino el tránsito entre un momento y otro» (p. 63).
Manilla emplea su inteligencia y sensibilidad en dotar a la palabra que enaltezca el paisaje, como leemos en «Elogio del paisaje», donde el sujeto en comunión con la naturaleza indaga en «el ser del hombre», tras una profusa enumeración, aparecida en otros poemas, que recuerda al recurso empleado por Borges y Lope de Vega, para dar con la reflexión de vivir percibiendo dónde nos situamos y qué hacemos: «Este pasar y estar al mismo tiempo». Su afán de búsqueda como poética transparente permite germinar en toda una significativa simbología: en una revisión de los tópicos Beatus ille y Locus amoenus. Su vista melancólica se fija en la contemplación de los jardines urbanos, como antes lo hiciese Juan Ramón Jiménez o algunos de los mejores poetas del 27, para terminar en la imagen desoladora: «Ya nada alienta sobre / la lontananza gris de las ciudades» (en «Jardines»). Un tono denunciador recorre los poemas de los dos primeros capítulos, pues las ciudades han alienado a los individuos con las urgencias y otras naderías. También se apoya en los desperdicios del ser (en «Hojalata blues») para después reflexionar sobre nuestra frágil fugacidad. En este sentido cabría aplicar a Suavemente ribera lo que hace años Antonio Manilla escribía en una poética:
«Como toda poesía verdadera tiende al símbolo o a una operación simbólica, diciendo más de lo que dice, en alguna medida es oscura. pero toda poesía es clara: ilumina el mundo».
En la misma línea de claridad se hallan dos de sus fuentes confesas, Francisco Brines y Eloy Sánchez Rosillo. Para Manilla la poesía se hace transparente en la medida en que nos comunica una luz que nos deslumbra. He ahí el misterio poético. Para ejemplificar lo dicho baste estos versos alejandrinos en antítesis de otro de los magníficos poemas del libro, «Pájaro en la espesura»: «Es la memoria luz que se hace y se deshace / y alcanza su objetivo en el momento exacto / y hiere sin herida el corazón oscuro». Quien quiera profundizar en la poética del leonés, léase el poema «Espejo desvelado», allí encontrará algunas claves más de su discurso poético.
El mito de Ulises es tomado para desprenderse de lo urbano impostado, así se muestra en diversas composiciones: «Ulises y el otoño», «Deseos de estar fuera» o «Claraboya». En «Deseos de estar fuera», toda una declaración de intenciones, donde el sujeto expresa el deseo de ser notario del fluir del tiempo que valora el momento que se está viviendo «Mejor haría levantando el acta / de cuanto ocurre afuera y es presente, / por escaso que sea». Pero, se verá más adelante, que el hecho de recordar lo vivido produce un fuerte desgarro interior.
El ideal es vivir, retirado, lejos del materialismo, sabiendo dónde se encuentra la felicidad: «No hay posesión que valga / lo que vale un instante / de una vida vivida en plenitud» (p. 66). Su mirar está lejos, pero en un entorno propicio para escuchar a los animales («Esto no es una metáfora»), donde el regreso, entre reflejos de Ulises y la caverna de Platón, hiere con su honda melancolía cuando la memoria se remonta a la infancia («La forja de una especie»), en la que el manzano será el símbolo de la vida longeva (en «Manzano»). El paisaje adquiere una actitud crítica. El sujeto se moja en la España despoblada, concretamente, en la tierra leonesa: «Abandono», «Memoria de una sombra» o el excelente «Casa en solar ajeno», del que espigamos tres versos, que expresan la trascendencia del abandono rural: «Nos pudo la avaricia; «Y así llegó el olvido»; «Nadie con quien hablar».
El universo personal y propio de este poemario se cierra con poemas entre el despertar y el morir, para regresar a la niñez, hacer un recuento de lo vivido, donde los versos giran a una poesía más reflexiva contenida en el mismo verso, casi a modo de aforismo («El milagro mayor del mundo / ocurre cada día ante nosotros», en «Mater Matuta»), y ofrece algunos consejos, pues nos dejamos llevar por la corriente temporal, debemos vivir ajenos a la urgencia que nos impone la sociedad («Aprecia cuanto tienes. / No te importe si llueve o hace sol, / mientras puedas contarlo», en «A cierta edad, el gris es un color alegre»). El sujeto termina por concentrarse en la tarea de imaginar, pues, quizá, sea otro reclamo más para vencer al tiempo: «Leo. Cierro los ojos para ver» (en «Legere»).
Si bien el poso temporal es eje unitario de la obra, no resulta menos atrayente el uso del lenguaje. Sus versos, contundentes y construidos con la precisión de un relojero no dejan escapar ningún elemento para que la resolución del poema sea la precisa. A través de excelentes endecasílabos y alejandrinos blancos, consigue llegar al núcleo de la emoción. Manilla se vale de toda una serie de recursos expresivos que dotan al lenguaje de gran musicalidad, tales como anáforas, paralelismos y repeticiones léxicas; la agilidad del verso viene causada por las elipsis y el empleo del encabalgamiento; el léxico usado es legible y cuidado; la profusión de las enumeraciones; las imágenes y los símbolos, visibles sin carga de abstracción o retoricismo.
«Suavemente ribera» es una obra simbolista cuyos símbolos apuntan a la consecución de la transparencia; he ahí la expresión del misterio de la poesía. La realidad es presentada con hondura y resuelta con melancolía lo que viene del pasado, trascendiendo el tono elegíaco. Los pormenores son presentados con técnica impresionista, y, en alguna ocasión, con sobrecarga adjetival sin que tambalee la estructura del poema. Los versos constituyen un paisaje sonoro y armónico portentoso. Aunque se sabe la meta, importa, como en Antonio Machado el camino, disfrutar del viaje. Antonio Manilla, con este libro de poemas, se muestra ajeno al fluir del tiempo, en comunión con la naturaleza.
Me dejas con ganas de leerlo atentamente.
Esta reseña me incita a bogar por desconocidas aguas.
Muchas gracias, María José, por tu afable comentario.
Sin duda, es un poemario para sumergirse a pulmón en él.
Un saludo.
Una gran reseña que incita a la lectura por el discurrir de esas aguas necesarias e imperecederas.