Lo que no te contaron sobre el colonialismo en África: una historia de esclavitud y monarcas egoístas (I)
Por Tamara Iglesias
En esta serie de artículos en los que me propongo desmitificar el colonialismo, hemos puesto el punto de mira en datos relacionados con el descubrimiento de América y su posterior sometimiento por parte de las cortes españolas, pero a decir verdad no podemos excluir de esta actividad a la armada marítima portuguesa; de poco sirvió que ya le hubiera hincado el diente a África desde comienzos del siglo XV, explotado sus recursos y esclavizado a su gente como parte del nuevo negocio mercantilista y estatal, pues no calmó sus ansias de expansión hasta que consiguió un pedazo del pastel americano.
Como ya vimos en anteriores artículos, el Tratado de Tordesillas de 1494 supuso una re-negociación de lo acordado en el tratado de Alcaçobas-Toledo (1479), facilitando que los pataleos monárquicos se calmasen gracias a la división del mundo en dos áreas de exploración. Empleando como franja el meridiano que pasaba a trescientas setenta leguas de Cabo Verde, y con el apoyo del Papa, los nuevos territorios conocidos quedaron repartidos entre el dominio de Juan II y los reyes católicos, pero por supuesto este acuerdo no silenció en modo alguno los coletazos expansionistas hacia Asia; la corona de Castilla buscaba una nueva ruta a las Molucas a través de su Nuevo Mundo, por su parte el monarca luso, cuyos antepasados llevaban desde 1415 (con la conquista de Ceuta) en el negocio de la colonización comenzado por el infante Enrique, no iba a retirarse del mercado por una simple firma en un papel.
Oye Tamara, ¿quién fue Enrique el Navegante?
Bueno, haremos aquí un flashback para explicar que Enrique era hijo de Juan I (apodado el de Buena Memoria y fundador de la Dinastía de Avís) y de Felipa de Lancaster, lo que lo convertía en el cuarto en la línea de sucesión al trono y le imposibilitaba la ostentación de un título (por nacimiento) de verdadera relevancia. Fue precisamente este hecho el que le hizo mediar con el monarca hasta lograr el monopolio de las expediciones, creyendo que así podría aumentar su fama y riqueza o, en el peor de los casos, conocer mundo circunnavegando África hasta llegar al continente asiático. La primera de estas conquistas sería precisamente la ciudad de Ceuta, cuyo sometimiento le valió el nombramiento de caballero y el ducado de Viseu, al que seguiría luego el señorío de Covilha y el apodo de “El navegante”.
La siguiente presa fue Madeira (tomada en 1420), a la que siguieron las Azores en 1431, asegurándose así dos puestos estratégicos para el reabastecimiento de provisiones y una conducción segura que les permitía aprovechar los alisios para regresar al norte con agilidad (lo que comúnmente sería conocido como “la volta”). Aunque suene duro decirlo, la muerte de su padre en 1433 facilitó el ascenso pecuniario de Enrique, pues cuando su hermano Eduardo I ascendió al trono, su primer decreto fue concederle un quinto de todos los beneficios comerciales de las conquistas y el derecho a explorar por encima del punto más meridional de la costa africana (el cabo Bojador); lo que, os puedo asegurar, no era moco de pavo.
Tras la muerte de Eduardo (con solo cinco años de gobierno a cuestas), Enrique decidió apoyar a su hermano Pedro como sucesor en la regencia (supuestamente sólo durante la minoría de edad de su sobrino Alfonso V) y por dicho apoyo fue recompensado con el monopolio marítimo en el estrecho de Gibraltar. Por supuesto y como es común cuando se juega con el supra y la idiosis, el poder corrompió a Pedro y en 1448, habiendo cumplido el auténtico rey la mayoría de edad, las fuerzas del heredero y “el usurpador” se enzarzaron en una sangrienta contienda (la batalla de Alfarrobeira) de la que Pedro saldría cadáver y en la que Enrique mostraría predisposición hacia su sobrino (vale, sí, quizá era un poquito cambia-chaquetas el muchacho, no nos vamos a engañar). En homenaje, tomaría el monopolio de los paños de lana en el continente y las Azores lo que, unido a todas sus fortunas anteriores, casi llegaba a equipararlo con su hermano Alfonso (duque de Braganza y uno de los hombres más ricos de toda Europa).
En torno a 1455, la riqueza de Enrique ras tal que contrató los servicios de los marineros Alvise Cadamosto de Venecia, Antoniotto Usodimare de Génova, Antonio de Noli y Diogo Gomes a quienes envió por parejas para completar dos rutas de gran interés para la Corte: a los dos primeros, de origen italiano, les pidió que asciendan por el río Gamba y colonizasen las tierras aledañas (el actual Senegal) y a los segundos (el primero de origen genovés y el segundo portugués) que navegasen por la costa para subyugar toda isla que hallasen a su paso, triunfando finalmente al tomar el archipiélago Bijagós y el archipiélago de Cabo Verde.
Bajo la supervisión de Enrique las expediciones duraron alrededor de diez años, en los que el gobierno portugués estableció (sin apenas oposición) su omnipotencia en tierras africanas, siendo el caso más notorio el de Mauritania (concretamente en Arguin) donde fundaron un núcleo de comercio e intercambio de telas, trigo, oro y, por desgracia, esclavos.
En 1460 moriría Enrique en la zona de Sagres, pero con su muerte solo se avivaron los derechos de exploración exclusivos, que no paraban de ser reclamados por exploradores como Fernão Gomes en 1469 o Diogo Cão en 1482, descendientes de grandes familias en situación pareja a la de Enrique, que ansiaban imitar sus pasos.
Un breve inciso
Resulta impensable hablar de la colonización portuguesa en el continente africano sin detenernos a mencionar los efectos económicos y culturales que se vivieron por ambos lados. Por parte de la corona portuguesa, los recursos minerales (yacimientos de diamantes, oro, hierro y cobre de Angola, o la plata de Mozambique) enriquecieron lo suficiente a la nación como para que, en 1452, comenzasen a acuñarse los primeros cruzados de oro portugueses (que a diferencia de lo ocurrido en Castilla bajo el gobierno de Enrique II, no provocaron la inflación monetaria). La esclavización de los nativos fue otra de sus grandes fuentes de riqueza, viendo en aquellos niños, mujeres y hombres de piel oscura a simples animales que quedaban bajo su protección a cambio de realizar los peores trabajos; en palabras de Bhabha “el hombre blanco se auto-convenció de que su actitud estaba justificada y que desgarrar la piel y los músculos de un hombre negro era su derecho, al proceder de una sociedad superior y evangelizada”, un pensamiento atroz que no dudaron en exportar con ellos en la travesía a América.
La consideración de los europeos para con los nativos era evidentemente peyorativa y muchos se negaban siquiera a aprender sus idiomas y dialectos para facilitar la comunicación, forzándoles no sólo a adoptar una nueva lengua sino también esa fe extraña y ajena que los obligaba a cambiar de nombre mediante el bautismo o adorar a un hombre clavado en una cruz. La consecuencia de todo ello fue un hibridación de la cultura africana que, manchada por las imposiciones europeas, quedó fijada como una más de tantas culturas paganas, bárbaras o primitivas, del mismo modo que hicieran los romanos con los pueblos del norte (de los que puedes saber más pinchando aquí).
Portugal no renunciaría a su poder sobre África hasta bien entrado el 1900 y, a pesar del continuo intento de restitución cultural que lleva promoviéndose desde entonces, lo cierto es que su impronta sigue anexionada en los mecanismos de evolución social.
¿Y qué pasó después de Enrique?
Simple: Portugal no estaba dispuesto a detener sus intentonas invasoras, por lo que que incluso tras la muerte de Enrique, la misión expedicionaria continuó. Manuel I financió viajes a través de África con la intención de encontrar un paso hacia Asia que les permitiera el dominio de las especias, puesto que el influjo sobre América ya no era posible (si, hijo sí, siempre igual: que si las Molucas para aquí, que si las Molucas para allá…). De todas las expediciones, posiblemente la más afamada sea aquella que salió de Restelo el 8 de junio de 1497, con cuatro buques dirigidos por el explorador Vasco da Gama; un año más tarde, y tras diversas complicaciones, el capitán y sus marineros llegaron a Calicut, estableciendo una ruta alternativa a la española para alcanzar la India. Con ello el sueño de Enrique se había cumplido al tiempo que la rivalidad con España aumentaba, generando una competencia que tendría su máximo exponente en la trata de vidas humanas y la explotación minera.