Érase una vez en… Hollywood (2019), de Quentin Tarantino – Crítica
Por Jordi Campeny.
Sólo un maestro de la talla de Quentin Tarantino puede invocar al cine y al ojo que lo mira y hacerlos carne; o sea, película. Rescatar un tiempo crepuscular, olvidado y mítico y transformarlo en arrebatado –y, a su vez, sereno– homenaje. Amar apasionadamente el cine y contagiar este frenesí a quien lo observa. Atreverse a reescribir un episodio negro para que no se extinga jamás la luz de una estrella trágica que se contempla a sí misma en una sesión de cine matinal.
El estreno de cada nueva película de Tarantino constituye un auténtico evento cinéfilo, probablemente incomparable a ningún otro director del mundo. Consigue aunar criterios y paladares dispares, y su canto de sirena ha ido multiplicando con los años su legión de parroquianos. Cada estreno lleva pareja, además, la polémica. Ya han salido sectores pidiendo el boicot a este último trabajo. Cabe añadir que está sirviendo de bien poco, puesto que la película ha empezado su andadura como un trueno, con larguísimas colas frente a las salas de cine.
Érase una vez en… Hollywood, novena película de Tarantino, fastuosa carta de amor al séptimo arte, tiene mucho de obra totalizadora; de estación de llegada. Si hacemos caso al director y éste abandona el cine tras su décima película, nos hallaríamos entonces ante la penúltima de ellas, a pesar de que se antoja complicado imaginar una película con más aroma testamentario que ésta. Todo Tarantino está en ella; sin embargo, logra un estilo menos estridente y más depurado durante buen tramo del periplo, y pocas veces se había mostrado tan empático con sus criaturas. Es la película menos corrosiva, más melancólica y con más corazón de toda su carrera.
Nos hallamos en Hollywood, en 1969, año en que el hombre pisó la luna y Sharon Tate fue brutalmente asesinada por la secta de Charles Manson. Una estrella venida a menos, Rick Dalton (Leonardo DiCaprio) intenta amoldarse a los cambios del medio al mismo tiempo que su doble (Brad Pitt). Dalton, cuya vida ha estado siempre ligada a la industria de Hollywood, es vecino de Sharon Tate (Margot Robbie), que acaba de casarse con el prestigioso director de cine Roman Polanski. Estos son los mimbres –mínimos– de la historia, y le bastan a Tarantino para confeccionar, en 165 minutos, un mosaico barnizado de nostalgia sobre un tiempo y un lugar perdidos, con una imponente libertad creativa alejada de fórmulas y argumentos cerrados.
Es Érase una vez en… Hollywood un trabajo de pura artesanía, con dos intérpretes extraordinarios que se lucen como pocas veces, y en medio de ellos, en el corazón mismo de la película, se halla, de un modo casi evanescente, la figura espectral y luminosa de Sharon Tate. La película, que rehuye la narrativa convencional, es un continuo festival iconográfico, repleto de fetichismos y homenajes: de Bruce Lee a las buddy movies, del spaghetti western al terror; un tapiz que acaba desembocando en un tramo final magistral, puramente tarantiniano, en el que de nuevo reescribe la Historia –como ya hiciese en Malditos bastardos (2009)–, consiguiendo un desenlace hermoso, antológico.
Hallamos de nuevo la ya conocida maestría de su director para pasar de un género a otro con soltura y naturalidad, consiguiendo piezas sueltas absolutamente brillantes y un todo armónico, así como un manejo del tempo narrativo al alcance de muy pocos. Las casi tres horas de duración de la película pasan sin que el espectador consiga, apenas, pestañear, hipnotizado ante tal derroche visual y, last but not least, una espléndida selección musical de la época.
Érase una vez un director imprescindible que creó una fábula, con sus personajes a la deriva, sus monstruos y un hada moviéndose por un decorado multicolor en un mundo enloquecido. En ese cuento, el hada permaneció eternamente viva, sentada en una sala de cine, con los pies desnudos apoyados en la butaca de enfrente, haciendo feliz a los demás y con un brillo inmarchitable en la mirada.
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