Afanarse en el arte del fracaso

FRANCISCO CERVILLA.

Hace tiempo que leí los diarios de Julio Ramón Ribeyro, La tentación del fracaso, y ahora al cabo de los años, con su reciente edición conmemorativa, este libro de estructura fragmentada, perforado por las fisuras de tiempos vacíos y geografías diferentes, este libro incompleto e inacabado, y por tanto inconmensurable, se ha revitalizado a la vez que ha venido ha descompletarse algo más. Mi ejemplar ha perdido algo que no tenía: le falta el prólogo de Vila-Matas para la nueva edición. 

No quiero decir que este prólogo pudiera tener función alguna de colmar vacíos del texto. Eso sería intentar matar su riqueza. Al revés, multiplica sus discontinuidades y le da poderosas alas.

Su cualidad principal es precisamente su fragmentación, antagónica  con cualquier idea de totalidad. Sus aperturas no tienen cierre, más bien reciben cortes que son como silencios del lenguaje, desde donde resurge el escritor por medio de la escritura.  

Decía Mayorga en su discurso a la RAE que “el silencio, frontera, sombra y ceniza de la palabra, también es su soporte”.

En esas escansiones del texto, en esos silencios, incide Vila-Matas cuando dice que el diario de Ribeyro está atravesado por una pregunta, por un interrogante sobre el devenir existencial del autor limeño y su relación con la literatura, cuyos intentos de respuesta producen este libro fraccionado.

Al respecto, Vila-Matas, en el prólogo retoma una pregunta un tanto utilitarista de Robert Musil sobre los diarios literarios, celoso del suyo propio, “¿de qué sirve escucharse ahí?”, y la reescribe de forma muy diferente: “¿qué hay que escuchar ahí?”. Este giro vilamatiano pone el acento en el acto de la escritura, y la cuestión toma otro cariz: no se trata de preguntarse para qué sirve la escritura, sino de las posibilidades que puede ofrecer a un sujeto, eventual escritor, el hecho de servirse de ella. 

Un diario en sí mismo no sirve para nada, es el pretexto para escribir lo que permanece inédito para el propio autor. “El proceso de escribir propiamente dicho permite al autor descubrir lo que quiere decir”, escribe Vila-Matas en Perder teorías. 

Ribeyro se sorprende a sí mismo con la relectura de sus Prosas apátridas. No sabe cómo surgieron ni por qué las expresó así. Son escritos que le sobrepasan y con ellos, afirma, fue más allá de sus propias fronteras. 

No existe para el escritor un saber previo a la escritura, un saber almacenado en el punto de partida que iría entregando al papel. Y tampoco se puede hablar de un saber posterior acumulado, ya que éste se diluye en el proceso de escritura mismo.   

El artista, o el escritor considerado como artista, crea desde aquello que escapa a la erudición. La escritura como creación surge ante un vacío de saber. Resuena aquí el conocido, breve y sencillo “no sé” de Wislawa Szymborska sobre su fuente de inspiración. Por eso la escritura no se presta a la interpretación y remite a la nada de la que se alimenta.

En los vacíos en los que es posible la creación literaria el autor se disipa en su tarea de escritor, y es ahí donde bulle y se agita el deseo por la escritura, un deseo que una vez parece alcanzado por la palabra escrita, señala Ribeyro, ya ha huido, se ha desvanecido en esa zona de tránsito entre la oscuridad y la luz, cuando la emoción está a punto de convertirse en palabras. Es ese deseo el que le lleva a franquear confines no previstos. 

Es así que Ribeyro, apunta Vila-Matas, empieza una transformación escuchándose en su diario, y acaba situándose en el umbral “de su propia disolución como personaje”. Consigue de esta forma caer en el anonimato y poder escapar del “recuento del universo de los otros”. 

En este sentido Ribeyro, explorador del abismo, fue un disidente del Otro. Rompe las ataduras con un destino de asegurado éxito social, prefijado por el discurso familiar. 

En los diarios aparece ese movimiento de separación, su sacrificio fingido y su malestar subjetivo, “la maldición de la duda” respecto a su escritura, culpas, añoranzas, soledades, alcohol, desamores, angustias económicas, pero también las sacudidas que Ribeyro ejerce sobre su yo, los traqueteos de su insumisión ante los designios preestablecidos, que consiguieron convertir en fracaso el orden dominante que lo rodeaba gracias a su actividad creativa literaria. 

“La literatura y el fracaso son la misma cosa… El arte del fracaso es inherente a la práctica de la literatura”, decía Vila-Matas en una reciente entrevista. No podía ser de otra manera, la creación literaria es irreductible al discurso del amo, no es reabsorbible por el régimen establecido puesto al servicio del mercado. 

Un activo artista del fracaso fue Thomas Bernhard. “Hay que afanarse al menos en el fracaso”, proclamaba. Para el fustigador Bernhard el fracaso es el escalpelo descarnado con el que traspasar el falso sistema biempensante y los sedimentos de un mundo lleno de masacres y de hipocresía de siglos. A ello dedicó su obra. Un no categórico al andamiaje instituido, un no-todo como salida fugaz, por medio de la escritura creativa, al malestar en la cultura. 

Ribeyro, con su dedicación a la literatura, se afanó en el arte del fracaso y logró salir de la sombra del padre -cárcel paterna, la llama Bernhard- para llevar la vida a su terreno, frente a su máquina de escribir, en la arena solitaria de su página en blanco, procediendo a ejecutar, con su escritura de corte, su tiempo de vida. 

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