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El peral salvaje (2018), de Nuri Bilge Ceylan – Crítica

 

Por José Luis Muñoz.

El cine de Nuri Bilge Ceylan (Estambúl, 1959), uno de los grandes directores del momento, es inclasificable y podría emparentarse, en algunos aspectos, con el neorrealismo que llevan años reivindicando los realizadores iraníes. Se caracteriza la filmografía de este director turco por su quietismo, la reivindicación narrativa de los tiempos muertos, frente a la acción, y la desmesura temporal de sus secuencias. Tras Tres monos, Érase una vez Anatolia y Sueño de invierno, una adaptación de relatos de maestros de la literatura rusa como Anton Chejov, León Tolstoi o Fedor Dostoievski, que pecaba de morosidad en mi opinión, nos ofrece su película mas abierta, luminosa y enriquecedora, El peral salvaje, un canto a la familia, pese a la disfuncionalidad de la que retrata, y a la vida en contacto con la naturaleza, pero el film gira también sobre la relativización del éxito y toca un sinfín de temas vitales en sus largos tramos dialogados que acaban siendo la esencia de la película.

Sinan (Aydin Dogu Demirkol) vuelve a su casa familiar después de haberse sacado la carrera de magisterio. Tener un titulo universitario, en una sociedad como la turca, golpeada también por la crisis económica, no le garantiza tener un buen trabajo (uno de sus amigos, también licenciado, sirve como policía en las fuerzas antidisturbios). El padre de Sinan, Idris (Murat Cemcir), maestro a punto de retirarse, es un adicto al juego y a las apuestas que ha perdido hasta su casa de propiedad por su mala cabeza y tiene como ideal de vida volver a la cabaña de sus padres y buscar agua excavando un pozo inútil en un lugar yermo. Su madre Asuman (Bennu Yildirimlar), vive enganchada a las telenovelas para escapar a una realidad de penurias que le impone la conducta irresponsable de su marido. Sinan ha escrito un libro sobre la tierra que le vio crecer, El peral salvaje, e intenta publicarlo en vano buscando subvenciones. Habla con el alcalde, con un empresario de la construcción que, en ocasiones, ha ejercido de mecenas literario, y con un escritor consagrado de la zona, sin éxito. Finalmente consigue auto editar el libro del que se vende un solo ejemplar, el que compra y lee su propio padre.

El peral salvaje, con sus momentos muertos, y sus prolijos diálogos, que pueden durar hasta quince minutos sin que la película decaiga, es una obra alegórica y epifánica. Sus principales personajes, ese hijo que, en ocasiones, no parece muy normal; ese padre de risa especial y contagiosa, y aspecto de pícaro de comedia italiana cuyo ideal de vida, que cumple finalmente, es retirarse a su pequeña cabaña del monte a cuidar ovejas, y esa madre anulada que sobrevive en el mar de deudas que le va dejando su marido, con cortes de luz incluidos, porque se refugia en las telenovelas, pero con quien volvería a casarse a pesar de los pesares, son paradigmas del fracaso social que saben remontar el vuelo y buscar otros objetivos. El éxito es un concepto muy subjetivo que debe supeditarse a la felicidad personal y por esa razón esos dos fracasados, padre e hijo, brillan con luz propia en una sociedad que les repudia y en la que no encajan.

Nuri Bilge Ceylan centra este largo relato de mas de tres horas que, sin embargo vuela por la magia de una puesta en escena soberbia e interpretaciones portentosas de sus actores, sobre el eje de Sinan, el joven que no encuentra su lugar hasta el ultimo plano del film. Su coqueteo con Hatice (Hazar Ergüçlü), a la que encuentra en una fuente y termina besando entre las ramas frondosas de un árbol que danzan impulsadas por el viento, a pocos días de casarse; su larga diatriba con el escritor Suleyman (Serkan Keskin) en la librería, y luego por la calle, que corta abruptamente éste; sus conversaciones con los imanes Nazmi (Öner Erkan) y Veysel (Akin Aksu) sobre el Islam y el libre albedrío cuestionado por la religión; y, sobre todo, sus discusiones, a veces a cara de perro, con ese padre, un adolescente con canas que le roba el dinero para seguir jugando o se lo pide para apostar con la excusa de comprar un kebab, conforman un entramado cinematográfico y humano cargado de ternura, humor y sabiduría.

El espectador debe dejarse guiar sin prisas por el cine naturalista de este maestro de los diálogos y los encuadres que pergeña una obra maestra indiscutible de extraordinaria belleza plástica y hondura humana en la que la acción ha sido sustituida por la reflexión y los diálogos cotidianos adquieren una sorprendente trascendencia sin que se vean impostados.

 

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