Utoya 22 de julio (2018), de Erik Poppe – Crítica
Por Jaime Fa de Lucas.
Superior a la película de Paul Greengrass que se centra en el mismo suceso, Utoya 22 de julio dedica toda su extensión a la tragedia. Erik Poppe desarrolla la historia en una única toma, logrando así que el espectador sea uno más en la isla y se sumerja por completo en los acontecimientos y las emociones de las víctimas. No cabe duda de que es una película devastadora, aunque se le puede reprochar su enfoque exclusivamente sensacionalista.
Utoya 22 de julio parece una combinación de Victoria (Sebastian Schipper, 2015) y El hijo de Saúl (László Nemes, 2015), sin nada que envidiar a la primera y quizá sí a la segunda, que acompaña su espectacular apartado formal de una idea muy interesante. Y es que ése es el único pero que se le puede poner a la obra de Poppe, que es pura sensación. Funciona bien como experiencia inmersiva en la que los espectadores se ponen en la piel de las víctimas durante los 72 minutos que duró la matanza, pero no invita a la reflexión ni ofrece nada nuevo al respecto. En mi opinión, creo que cumple su propósito con creces, aunque ese propósito pueda ser cuestionable.
Erik Poppe, con ayuda de las guionistas Anna Bache-Wiig y Siv Rajendram, presenta detalles interesantes y sabe cómo transmitir la confusión que sintieron los jóvenes en ese momento. Me parece un acierto que apenas se muestre la figura del asesino, pues al invisibilizar el origen del terror, la situación se vuelve más tensa y aterradora. Hay que quitarse el sombrero ante la fotografía de Martin Otterbeck y la actuación de Andrea Berntzen. Quizá no tanto por su calidad como por la regularidad de su eficacia, ambas competentes durante 72 minutos seguidos.
El final de Utoya 22 de julio –aviso de spoiler– me pareció bastante forzado. Es más que evidente que la protagonista sale a la intemperie buscando su muerte, se nota que ha salido de un guion, aunque la aparición de la hermana en la lancha es ingeniosa y da un toque de gracia a ese final irregular.