Jorge Ferrer: «En Rusia la literatura no se mancilla»
ARGEMINO BARRO.
La trayectoria vital del escritor y traductor Jorge Ferrer (La Habana, 1967) ha estado ligada a Rusia de una manera íntima. Pasó allí sus años de formación, cuando se desmoronaba el sistema soviético, y desde hace dos décadas vive sumergido en el líquido amniótico de su literatura. Ferrer ha traducido a clásicos en lengua rusa como Alexander Herzen, Iván Bunin o Vasili Grossman, y a las autoras contemporáneas Svetlana Aleksiévich, bielorrusa ganadora del Premio Nobel de 2017, o Guzel Yájina, que acaba de romper moldes con su premiada novela “Zuleijá abre los ojos” (Acantilado, 2019). ¿Quiénes son los nuevos autores rusos y en qué se diferencian de las generaciones anteriores? ¿Qué importancia tiene la literatura en Rusia y por qué se esfuerza el estado en traducirla a otros idiomas? Vida, libros, y el “alma rusa”, con Jorge Ferrer.
A.B.: ¿Cuál fue tu primer contacto con Rusia?
J.F.: Habiendo nacido en Cuba, para mí Rusia fue una referencia desde niño. Piensa que, en el proceso de sovietización que vivió Cuba a partir de año 1968, se llegó a un punto en el que los dibujos que veían los niños en televisión eran soviéticos, para purgar todo lo que fuera norteamericano. De manera que yo me crié en un barrio humilde de La Habana viendo dibujos animados soviéticos. Pero el primer encuentro fuerte con la Unión Soviética fue cuando, teniendo yo 14 años, a mi padre lo nombraron para un puesto en un banco internacional con sede en Moscú, y allá nos trasladamos toda la familia. Esto fue a principios de la década de los ochenta.
¿Cómo fue esa llegada a la Unión Soviética?
Fue complicado en un principio, pero al mismo tiempo para mí resultó absolutamente fascinante. Yo me enamoré de Rusia al instante, de la lengua rusa en particular, y de las chicas. No exagero ni un poco si te digo que, al año de vivir en la Unión Soviética, me sentía integrado. Eso me permitió experimentar la década de los ochenta, sobre todo a partir del año 1985 con la llegada de Gorbachov, de una manera muy viva. Es uno de los momentos más importantes de mi vida.
Estuviste allí ocho años, hasta 1990, cuando la URSS ya estaba a punto de colapsar. ¿Lo percibías así?
Lo viví como lo vivió mucha gente en la URSS. Como un momento de liberación, de esperanza, el final de un régimen gris que nos condenaba al encierro cultural y físico, a la miseria material. Lo viví como una verdadera liberación. Con esas ideas me volví a Cuba, yo y otros amigos de la URSS. Y al llegar a Cuba me encontré con que no, que aquello no se iba a acabar. El desgraciado sistema cubano todavía continúa hoy tan firme como entonces, aunque con matices. Sufrí una decepción mayúscula. Montamos un grupo, el grupo Paideia, para ver si podíamos conseguir que Cuba también se transformara y viviera la ola de democratización que se vivía en toda Europa del este. Tres años después decidí largarme a Europa y recomenzar mi vida. Me instalé en Barcelona.
¿Cuándo empiezas a traducir?
En Cuba ya empecé a traducir, aunque muy poca cosa. Después, cuando vengo a España, comienzo a trabajar en una institución que se llama CEAR, la Comisión Española de Ayuda al Refugiado, en su sección catalana. Allí me ocupo del trabajo con los refugiados que venían del espacio postsoviético, rusos, azeríes, georgianos. Es a partir de los años 2000 cuando empiezo a traducir en serio. No traduzco demasiados libros, soy bastante cuidadoso con la selección. No vivo solo de esto, creo que nadie vive solo de esto. Ahora traduzco uno o dos libros al año.
Acabas de traducir una novela debutante, para la editorial Acantilado, sobre la experiencia de una tártara musulmana en la URSS de los años treinta.
En estos días sale un libro verdaderamente excepcional. Una de las novelas que he traducido con más gusto a lo largo de mi carrera: “Zuleijá abre los ojos”, de una joven escritora rusa de la ciudad de Kazán llamada Guzel Yájina. Una mujer que viene del mundo del guión, y que hace dos o tres años debutó con esta novela que arrasó: se llevó todos los premios importantes, habidos y por haber, de Rusia.
En ocasiones has mencionado que allí los premios literarios tienen un enorme prestigio.
En Rusia, que es un país súper-permeado por la corrupción, tienen algo especial con la literatura, con la cultura. Es algo que no se puede mancillar, a diferencia de lo que sucede en España, donde los premios literarios, sobre todo en los últimos años, se han depreciado y demeritado, a partir de mucho más que las sospechas de componendas entre agentes, editores y autores. Los grandes premios literarios en Rusia siguen teniendo un nivel de pureza excepcional. Y Guzel arrasó con todos.
Ella pertenece a una generación nueva de escritores rusos, en muchos sentidos diferente a la anterior. ¿Cómo describirías esta generación?
Es virtuosa. Una nueva generación de escritores donde está lo mismo Alekséi Sálnikov que Andréi Filimónov, o María Stepánova, que comienzo a traducir en estos días. La prensa alemana la llama la “Sebald rusa” [en referencia al escritor W. G. Sebald, célebre por su novela “Austerlitz”, entre otras]. La primera generación de escritores post-soviéticos básicamente se ocupaba, y con muchísima razón y todavía mayor autoridad, de repasar el pasado soviético, de vindicar espacios de libertad y denunciar la represión padecida; una literatura, tal vez podamos decirlo así, de revancha, marcada por el rencor, por el deseo de vindicar a generaciones perdidas. Estas nuevas generaciones de escritores ya miran el pasado de otra manera. Ya no tienen esta necesidad beligerante de la revancha, sino que comienzan a mirar al pasado con una mayor tranquilidad, con una paz distinta, y unas ganas de integrarlo en la gran literatura.
Esta nueva generación diversa, ¿padece algún tipo de censura o represión si critican a Putin o cómo van las cosas en Rusia? ¿O preservan también esa respetabilidad de los grandes premios?
La Rusia de Putin es sin duda alguna un estado autoritario, pero no totalitario. Tiene márgenes de libertad en lo que respecta a la literatura y a las artes. No hay que llevarse a error: Kiril Serebrinnikov lleva casi 600 días en arresto domiciliario por un crimen que es evidente que no cometió. Hay censura y hay presión sobre los escritores, pero no es aquella que había bajo un régimen totalitario. Todavía muchos, como Liudmilla Ulítskaya, la gran dama de la literatura rusa, con la que estuve recientemente en Barcelona, coincide en que hay espacios donde el escritor no se siente presionado por el estado como sucedía en el pasado. El escritor puede pasar de puntillas por al lado de la maquinaria autoritaria. Algo que no sucede en la prensa y la televisión, salvo algunos islotes.
El estado ruso apoya las traducciones de obras rusas para promocionar su cultura en el exterior, por ejemplo a través de la Fundación Borís Yeltsin o del Instituto Prójorov. ¿Cuál es la relación de un traductor español con el estado ruso? ¿Hay algun condicionamiento a cambio de estas ayudas?
El poder ruso se ha sofisticado en los últimos años. Y entre las muchas cosas que han comprendido es que el llamado soft power, la diplomacia basada en la cultura, tiene un efecto fundamental. Se dieron cuenta de que, de la misma manera que existe el British Council, o el Instituto Goethe, de que cada gran lengua tiene un sistema de promoción de traducciones en el exterior, también ellos debían tenerlo. Ha funcionado de manera excepcional. Y en España los lectores le debemos, por ejemplo, que en los últimos 15 años se haya retraducido a prácticamente todos los clásicos de la literatura clásica rusa, con Tolstói, Dostoyévski, Turguéniev y Chéjov a la cabeza. Los textos originales no envejecen, pero las traducciones sí. Y tienen que ser traducidos cada generación, porque, si no, la lengua de llegada muere, el nuevo lector la siente ajena y entonces se crea una distancia a veces insalvable con la cultura extranjera, con la cultura rusa. Y no es algo que venga tasado por el estado ruso. Lo han hecho bien y más nos vale que perdure.
Como conocedor de la cultura rusa, ¿crees que hay una falla entre la Rusia real y la percepción que se tiene de ella? Por ejemplo en Estados Unidos la “marca Rusia”, digamos, está muy dañada. Hay una percepción muy negativa.
Los últimos 25 años hemos visto cómo la imagen ha evolucionado. En los años noventa Rusia era el terreno de la mafia, de los nuevos ricos, una sociedad en descomposición. En el 2000 eso cambia con la llegada del neozar Putin, que ha devuelto a los rusos la ilusión de la grandeza perdida. Esto se ha repetido muchísimo, pero no por repetirlo mucho es falso. Los noventa fueron una década horrorsa, cuando Occidente se burlaba de ellos y se sentían los perdedores de la Guerra Fría; cuando veían que en Alemania, a la que habían derrotado en la Gran Guerra Patria, se hacían encuestaciones para enviar alimentos a los veteranos de guerra soviéticos…
Putin le dio un vuelco a eso, ayudado por los precios del petróleo. La imagen de Rusia en el extranjero mejoró muchísimo durante años, hasta la invasión de Crimea y la virtual anexión también de una parte del este de Ucrania. La percepción ha cambiado. Pero Rusia sigue trabajando denodadamente. El mundial de fútbol del año pasado fue un espaldarazo tremendo a la imagen de Rusia. Yo mismo fui a algún partido: los rusos se volcaron con los que vinimos de fuera. A veces hasta te daba la risa. Los mismos que antes estaban en la frontera, todo serios, ahora te decían adelante, pasad, con una sonrisa.
El autor Peter Pomerántsev, hijo de emigrados rusos a Reino Unido, dice que antes los rusos se hacían notar mucho, por ejemplo en los aeropuertos, porque siempre iban vestidos de más o de menos: es decir, o con un chándal, o con ropa carísima y despampanante. Pero que hoy eso ya no ocurre.
Eso es. Qué bueno que menciones a Pomerántsev. Es un proceso muy interesante el que ocurrió con algunos rusos que viven en Occidente. Estoy pensando en Pomerántsev, Masha Gessen o Gary Shteyngart, en Nueva York, un grandísimo escritor de origen ruso que hace unas novelas y unos reportajes espectaculares. Les debemos mucho. Yo siempre los recomiendo cuando la gente me pide recomendaciones de autores rusos. Los de Rusia están muy bien, pero hay una serie de autores rusos en Occidente que realmente tienen una visión… Las lecturas que podemos hacer sobre Rusia ahora mismo son muy plurales, muy ricas y de un nivel de sofisticación intelectual enorme. A mí me gustaría que se tradujera más no ficción. Y es algo que todavía en España no se ha conseguido.
Entonces Svetlana Aleksiévich sería una excepción. Y otra que tuvo mucho tirón en su día en España fue la periodista Anna Politkóvskaya.
Svetlana ha hecho con sus cinco libros un trabajo extraordinario, particularmente con el último: “El fin del Homo Soviéticus”. Es el mayor fresco imaginable sobre ese momento de la transición hacia el postcomunismo. Todo lo que entrañó de ilusión, de esperanza, pero también de decepción, de miseria, de rabia… Nadie como Svetlana ha sabido fijar eso con una puntualidad casi notarial. Yo tuve la suerte de estar con ella hace poco en Berlín. Está escribiendo dos libros, y dada su edad y lo lento, lo minucioso de su trabajo, probablemente serán los últimos. Uno sobre el amor en una sociedad en descomposición, y un libro sobre la enfermedad y la muerte. Creo que van a ser dos libros extraordinarios.
Politkóvskaya fue una mujer muy valiente cuya muerte fue una aviso espantoso a la prensa rusa sobre los límites a los que podía llegar. Después del horror de la guerra de Afganistán, de las secuelas que dejó y del momento postcomunista, cuando parecía que Rusia por fin iba a ser un país que se iba a integrar en el concierto de las naciones, como decimos de manera un poco cursi, se mete en esas espantosas guerras en Chechenia. Eso lo vio Politkóvskaya y le marcó la vida, marcó su trabajo y acabó matándola.
Cómo es el proceso de traducción y documentación, ¿tienes una rutina?
Sí, tardo bastante en traducir los libros. Trabajo de una manera muy escrupulosa. Me lo puedo permitir porque tengo otros medios de financiamiento. Puedo permitirme esa lentitud, hacer un libro grande al año. Hay autores vivos y autores muertos. Hay autores muertos que tienen una gran obra. Cuando hice las memorias de Alexander Herzen, con Mario Muchnik, y por las que me premió la Fundación Borís Yeltsin, me releí prácticamente toda su obra, y a sus contemporáneos, para llegar a la lengua de Herzen, que es una lengua vivísima, nada anquilosada, nada vieja. Y creo modestamente que conseguimos un libro extraordinario en español. Hay autores contemporáneos, como Yájina, a la que acabo de traducir, que solo tiene una novela, así que no hay mucha investigación sobre su obra. Todo su estilo está en un solo libro. Eso aligera el proceso. Intento leer con mucha atención los libros antes de traducirlos, trabajo despacio, lo demás son muchas horas en la mesa, y sobre todo mucho libro que has leído en tu vida.
Hay una anécdota que a mí me luce fabulosa y siempre la tengo presente. El gran traductor norteamericano, Gregory Rabassa, traductor de “Cien años de soledad” al inglés, no hablaba muy bien el castellano, y una vez a un impertinente periodista se le ocurrió preguntarle: oiga, ¿usted está seguro de que con su nivel de español puede traducir esta novela? Y Rabassa, muy hábil, le dijo enseguida: mi preocupación no es mi nivel de español; para traducir un libro así mi preocupación real es mi nivel de inglés. Un traductor tiene que leer muchísimo y tener un conocimiento brutal de la herramienta con la que trabaja. Hay que trabajar más en eso que en el ruso, diría yo.
A mí, desde la ignorancia, me parece una pregunta pertinente. ¿No se debe de dominar perfectamente la lengua que se va a traducir?
Sí, la anécdota de Rabassa vale lo que vale, y es una boutade también. Él señalaba a la lengua en la que escribe el traductor. Esa es la que debes conocer perfectamente. Mira, en las traducciones de poesía es moneda común que traduzcan poesía japonesa poetas occidentales que dominan de manera muy iniciaria el japonés. Eso no es infrecuente. Aunque evidentemente el autor tiene que dominar los registros de la lengua traducida de una manera muy cabal, y, si no, sencillamente, no coger la traducción. Hay traducciones que uno rechaza. Hay traductores que pueden manejarse excelentemente traduciendo a Turguéniev, pero, con una novela llena de jerga callejera moscovita actual, diga: yo esa no la cojo. Porque te exige un trabajo inmenso. Y hablamos de un oficio extremadamente mal pagado, donde la relación del tiempo y el dinero es fundamental. Uno no puede dedicar un año a pulirse la jerga del extrarradio de Moscú para que le paguen lo que nos pagan.
Quería preguntarte por la tecnología y el futuro de la traducción. El otro día leí que había un programa informático capaz de generar textos muy coherentes sobre cualquier tema que le propusieras. Podría ser que algún día sea posible traducir un texto con un rigor asombroso simplemente dándole a un botón. ¿Cómo lo ves?
No esperaba que me convocases para hablar de estas cosas y acabaras pidiéndome que me dispare un tiro en el pie [risas]. Sí, lo de la traducción es impresionante. Lo que ha significado el “big data” y todos los trabajos que se están haciendo con la gramática y su proceso en la tecnología. Y sí, hay mucha gente que cree, espero que tú no, que los traductores acabaremos siendo meros correctores de lo que hace el Google Translate o el traductor de Yandex, el “Google ruso”. Yo, en alguna noche de insomnio, me he puesto a pasar textos del ruso al español en el traductor de Yandex y me doy cuenta de que lo mío ya no da para mucho, y de que en algún momento esto ya estará resuelto. Pero sigo teniendo la firme convicción de que la literatura compleja la deben traducir cerebros que no solo sean complejos; yo creo que hay algo que pone el hombre y que la máquina tardará muchísimo en alcanzar. Yo creo que alcanzaré tranquilamente a jubilarme traduciendo literatura rusa.