Carpe diem, quam minimun credula postero (I)
por Kika Sureda
Quinto Horacio Flacco. Poeta lírico, satírico y didáctico latino, autor de la famosa frase Carpe diem, quuam minimun credula postero (Aprovecha el día, no confíes en el mañana). Nació en Venusa (Apulia) un 5 de Diciembre del año 689 de la fundación de Roma (8 de Diciembre del 65 a.C.) y murió el 27 de Noviembre del 746 (8 a.C.). Dos años antes de su nacimiento se había dado la conjuración de Catilina, y eran cónsules Lucio Aurelio Cotta y Lucio Manlio Torcuato. Horacio perteneció a una familia modesta, pero no desposeída totalmente de bienes de fortuna. Su padre fue un liberto y recaudador de arbitrios, y quiso educar a su hijo, que demostraba ya desde su infancia, las más felices disposiciones para el cultivo de las letras, sin omitir ninguna clase de sacrificios. Lo mandó primero a Roma, donde asistió a la escuela de Retórica de Orbio Pupilio, y un año antes de la muerte de César, le hizo ir a Atenas, donde completó con Filóstrato sus estudios de filosofía. Por aquel entonces Marco Bruto recorría los pueblos de Grecia buscando adeptos para su causa republicana, y con el vigor de su elocuencia logró persuadir al joven Horacio, que contaba entonces sólo veinte años, a que siguiese sus banderas. Con mayor buena fe que capacidad, Horacio siguió las huestes republicanas en calidad de tribuno militar. Sus éxitos guerreros fueron muy insignificantes; su valor no quedó muy demostrado, ya que al recorrer toda Macedonia y buena parte de Asia Menor no se sabe que hubiese sobresalido en ninguna acción de guerra. En el año 712 de la fundación de Roma (según nos cuenta él mismo en una de sus odas), al darse la batalla de Filipos, volvió la espalda al enemigo y arrojó lejos de sí el escudo con que debía cubrir su cuerpo. Desde entonces abandonó para siempre el ejercicio las armas y se entregó de lleno al de las bellas letras. Había ya muerto su padre: los triunviros habían confiscado, como era muy natural en quién militaba en campo enemigo, todos los bienes del joven Horacio, quién regresó a Roma, pobre y desplumado por completo, como refiere el mismo (decissis humilem pennis). Se vio obligado después de implorar el perdón de los vencedores, a servir de amanuense al cuestor (Scriptum Quaestorium Comparavit), como relata Suetonio, que es quien nos refiere los hechos de su vida más próxima y exactamente. La misma pobreza fue la que aguzó su ingenio y acrecentó sus deseos de darse a conocer y de procurarse una posición menos ingrata (Paupertas impulit audax ut versus facerem). El primer género que cultivó fue el satírico, y tanta habilidad y arte supo mostrar en sus escritos, que su fama llegó pronto hasta los círculos más aristocráticos de Roma. Algunos historiadores teorizan sobre que de esta época datan las sátiras mejores de sus dos libros Satyrarum, pero no hay fundamento sólido alguno para creer que lo que entonces debían forzosamente constituir unas meras tentativas juveniles, pidiesen ya ser los modelos de refinada estilística y culta producción que las citadas Sátiras revelan. Lo que de cierto hay es que estas tentativas, fuesen lo que fuesen, lograron llegar hasta Mecenas, ministro y privado del emperador Augusto Octavio César, e interesaron vivamente al favorito, que deseó trabar conocimiento con su joven autor. Por medio de Virgilio y de Vario, Horacio fue presentado a Mecenas, primero, y a Octavio después y ante ellos halló la acogida más grata y la protección más incondicional, olvidando por completo la filiación republicana de Horacio, que hacía tiempo, a fuer de perfecto epicúreo, había renunciado a aquellos ideales. La protección de Mecenas y Octavio, fue amplia y generosa, pero Horacio se mostró siempre tan reconocido a la misma, que, en sus versos, pagó con creces todos los bienes que de ambos recibiera. Le quedaba a Horacio ante sí una senda de honores y preeminencias que, de emprenderla con ambición y escasos escrúpulos, le hubiera encumbrado ciertamente a los primeros puestos del Imperio; pero, fiel, a sus ideas filosóficas de no ambicionar lo que únicamente produce desazones y de desear sólo gozar en la paz y oscuridad los placeres de una dorada medianía (Aurea mediocritas), renunció a todo medio, y en el estudio, la soledad, la amistad y la buena mesa, cifró sus únicas ambiciones. Se refugiaba a menudo en su dulce retiro de la Sabina, y poseía en Tibur (en la región de Varia, hoy Vicovaro) una villa deliciosa y modesta, donde escribió las mejores y más famosas de sus obras. Libre de cuidados e inquietudes, quiso vivir en paz y no conocer enemigos, lo que no puedo lograr plenamente, pues aunque tuvo habilidad para no tener rivales, no pudo evitar siempre el carecer de envidiosos. El emperador quiso otorgarle el cargo de secretario suyo, como puede leerse en unos párrafos de una carta de Augusto a Mecenas: Ante ipse scribendis epistorlis amicorum sufficieban; nunc, accupatissimus et infirmus, Horatium nostrum a te cupio abducare. Veniet ergo, aba ista parasítica mensa ad hanc regiam, et nos in epistolis scribendis juvabit. (Antes yo mismo me bastaba para llevar mi correspondencia con mis amigos; pero ahora, abrumado de ocupaciones y enfermo, además, deseo sacar de tu casa a nuestro amigo Horacio. Venga, pues, abandonando tu mesa, llena de parásitos, a mi mesa real, y me ayudará no poco a escribir mis cartas). Lo maravilloso fue que Horacio renunció a tan alta distinción, y siguió siendo comensal de Mecenas y de Augusto, muchas veces pero con un espíritu de independencia y de refinada austeridad, sumamente digno de ser ponderado. Es verdad que pagó la amistad del César convirtiéndose en un verdadero poeta aúlico, y que, no sólo la persona de Augusto, sino la de sus sobrinos Tiberio y Druso, fue ensalzada en sus odas con una grandilocuencia que ha logrado convertir en imperecederos muchos hechos insignificantes.