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Francisco Fernández Buey: «Ética, democracia, memoria histórica»

El don de prender en lo pasado la chispa de la esperanza reside sólo en aquel historiador que está penetrado de lo siguiente: ni siquiera los muertos estarán seguros si el enemigo vence.
Y este enemigo no ha dejado de vencer.
Walter Benjamin.

Francisco Fernández Buey (1943-2012)

Si Walter Benjamin levantara la cabeza en su tumba de Port Bou y pudiera ver lo que ha ocurrido en España desde su muerte, seguramente podría seguir diciendo que lo que escribió en una de sus tesis sobre la historia es verdad: ni siquiera los muertos están seguros cuando el enemigo vence. Y tal vez podría añadir que ni siquiera estarán seguros los muertos cuando el enemigo en que él pensaba deja de vencer (al menos electoralmente).

En la España negra que salió de la guerra civil las familias republicanas apenas podían hablar de sus muertos. Desde luego, no en público. Incluso en las capitales de las provincias que, por su situación geográfica o por otras razones, habían quedado en la zona de los vencedores se impuso un tétrico silencio sobre las personas que habían permanecido fieles a la II República y que en las décadas de los cuarenta y los cincuenta aún poblaban las cárceles del franquismo como prisioneros políticos. Aquellas personas y muchas otras que tuvieron que exiliarse al final de la guerra civil eran casi innombrables.

Yo mismo he sido testigo de situaciones así, durante mi infancia, en una de esas capitales: hablar de los muertos republicanos, de los asesinados, de los desaparecidos, encarcelados, detenidos y purgados por haber defendido o seguir defendiendo los ideales republicanos era un tema tabú. Algunos tardamos años en saber qué había ocurrido realmente con nuestros abuelos precisamente porque se había impuesto entonces el más triste de los silencios a este respecto. Aún recuerdo una frase tremenda de los mayores a una pregunta impertinente sobre esto durante mi infancia: “Niño, tú cuando digan bacín dices presente”. Creo que empecé a saber qué había pasado realmente con nuestros abuelos republicanos (o que sencillamente habían denunciado desmanes de los franquistas por razones morales) cuando entendí el significado de la palabra “bacín”.

Muchos, tal vez la mayoría, de los súbditos de la dictadura franquista crecimos bajo aquella oscura concepción ético-política del bacín. Lo que quiere decir: escuchando cada día insultos dirigidos por arriba, por los que mandaban entonces, a las personas que resistieron a la barbarie y teniendo que callar, por miedo, incluso en el ámbito familiar, cuando el tema de la conversación incluía preguntas sobre padres, abuelos, tíos o tías de los que apenas se tenía noticia. En aquellos tiempos del bacín hasta la palabra “cárcel” parecía impronunciable.

Es cierto que ya en la década de los sesenta, cuando surgieron los primeros movimientos importantes de protesta en las minas, en las fábricas y en las universidades, la cosa cambió. Pero cambió, por lo general, en las grandes ciudades; cambió poco en las pequeñas ciudades y en los pueblos, a los que apenas llegaban los ecos y rumores de la resistencia antifranquista. Y, en cualquier caso, siguió dominando el silencio impuesto por el miedo a la dictadura. Y esto no sólo a la hora de recordar a los familiares republicanos, sino también cuando se pretendía hablar de las detenciones, encarcelamientos, juicios y ejecuciones de aquellas personas que se habían ido incorporado a la resistencia.

Frecuentemente se alaba desde las altas instancias y entre historiadores conservadores lo que representó por aquel entonces la nueva ley de prensa de Fraga Iribarne; pero pocas veces se recuerda lo que el mismo Fraga Iribarne dijo de los mineros asturianos y de sus familias cuando éstos y éstas se rebelaron o lo que él y otros jerarcas de la época dijeron de los estudiantes y de los obreros que creaban sus propias organizaciones al margen del Movimiento Nacional, de los sindicatos verticales y del SEU. Y sin recordar esto último los más jóvenes difícilmente podrán explicarse ahora el silencio sobre las víctimas que todavía siguió imperando en aquellos años. Pues si para algunos la nueva concepción éticopolítica del desarrollismo, basada en la idea del fin de las ideologías, fue quizás motivo suficiente para seguir cultivando el olvido, para la mayoría de los familiares de los republicanos y de las víctimas del franquismo seguía vigente la ley no escrita del bacín.

Digo esto porque, habiendo sido así nuestra historia, parece sorprendente que tantos años después haya renacido en España, y con tanta fuerza, el recuerdo entre los nietos de los republicanos represaliados y se hayan consolidado organizaciones como la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica. Algunas personas se preguntan: ¿por qué ahora cuando ha pasado ya tanto tiempo desde la guerra civil y desde el final de la dictadura franquista? No pocos jóvenes interpelan sobre esto a sus mayores con palabras parecidas a las que usaban los niños con los que Primo Levi discutía en las escuelas italianas, años después de los hechos, a propósito de los campos de exterminio nazis: de la misma manera que éstos preguntaban ingenuamente a Levi por qué no organizaron la fuga en masa de los campos, también ahora se pregunta a veces a los mayores por qué no reivindicaron ellos la memoria de sus padres, de sus hermanos, de sus tíos, en aquellos años sombríos del franquismo.

La respuesta es obvia para cualquier persona de edad y que tenga sentido común, pero no por obvia menos relevante para el diálogo entre generaciones. Esa respuesta dice sencillamente: porque los familiares de las víctimas no podían hablar entonces y porque, al no poder hablar, ni siquiera pudieron comunicar en muchos casos a los más próximos la dimensión del horror; porque lo pasado y sufrido por tantos y tantos republicanos fue durante mucho tiempo, mientras duró la dictadura, casi un secreto familiar. Para una parte importante de la población española el asesinato, la condena sin juicio, el “paseo”, las desapariciones, los trabajos forzados, el encarcelamiento de tal o cual persona en este o aquel pueblo, eran sólo rumores, insistentemente negados o desmentidos en general por los medios de comunicación del momento. Así lo vivieron. Y en esas condiciones poco se puede hacer por la verdad concreta, pues el principio imperativo del bacín suele determinar, por abajo, el conformismo que anida en la sospecha siempre inducida por los que mandan: “Tal vez sea verdad, pero, aun así, algo (se supone que malo) habrían hecho esos…”.

La verdad es que la ética pública decae hasta la perversión en un régimen dictatorial. En condiciones extremas, en las que no se sabe ya si esto es un ser humano, decía Primo Levi, es difícil, muy difícil, si no imposible, hablar de moralidad, particularmente entre las víctimas, a las que se humilla y se degrada. En esas situaciones, para más inri, los que mandan pretenden que Moral no hay más que una, la suya. En tales condiciones resulta ser una heroicidad no sólo, por supuesto, la conducta del buen samaritano evangélico, sino incluso el comportamiento más simple y elemental de solidaridad simpatética entre humanos. Salvando las diferencias que haya que salvar, que evidentemente son muchas, algo parecido a eso pasó aquí con las víctimas republicanas del régimen franquista y sus familiares más directos: donde el miedo se impone, y aquella dictadura era el imperio del miedo, es difícil el ejercicio moral responsable, de manera que aquello que habitualmente llamamos moralidad se convierte entonces en sinónimo de heroicidad.

Esto es lo primero que hay que saber para entender por qué ha tardado tanto en promulgarse en este país una ley de la memoria histórica y por qué hasta hace relativamente poco tiempo no han tenido el eco que merecían sus esfuerzos las asociaciones para la recuperación de la memoria histórica. Los muertos enterrados en fosas comunes y los represaliados del franquismo no han podido descansar en paz porque tampoco aquí el enemigo dejó de ganar desde 1939.

Para rehabilitar el buen nombre de las víctimas había que saber, y el régimen franquista impidió a la población hasta el conocimiento de los nombres de las víctimas. Para rehabilitar a las víctimas había que dar voz a sus familiares, y el régimen franquista les tapó la boca por ser hijos de los perdedores. Para rehabilitar a las víctimas desde el punto de vista jurídico había que investigar en concreto las injusticias de lo que se autodenominó justicia, y el régimen franquista negó a los familiares toda posibilidad de investigar y revisar procesos o de abrir las tierras en las que suponían que habían sido arrojados sus mayores. Para rehabilitar a las víctimas hacían falta asociaciones específicas en los pueblos y en las ciudades, y el régimen franquista prohibió todo tipo de organización en ese sentido.

No hay, por tanto, razón para exigir ahora a los familiares, al cabo del tiempo, más de lo que hicieron entonces, que fue esencialmente lo que podían hacer: conservar la memoria de la ofensa, los papeles de los seres queridos cuando los hubo, las cartas en que contaron sus esperanzas, las palabras pronunciadas un día, los objetos con que trabajaron o quisieron.

Pero dicho eso, y contestada la pregunta ingenua sobre la responsabilidad moral de unos y otros en los años del franquismo, queda una segunda pregunta, justificada ésta, que todos deberíamos hacernos: ¿Por qué no se empezó inmediatamente después de la muerte del Dictador, en los inicios de lo que se llamó transición política, la rehabilitación de las víctimas republicanas?

Para contestar bien a esta otra pregunta se ha de empezar reconociendo que los gobernantes de la fase de la transición política en España no fueron particularmente sensibles al tema de la memoria histórica. De hecho, como se ha denunciado luego en tantas ocasiones, los diferentes gobiernos que ha habido en España entre los años 1977 y 2004 se dedicaron más bien a obstaculizar todos los intentos de recuperación de esa parte de la memoria histórica, intentos alentados, desde la sociedad civil, por las distintas asociaciones que se fueron creando al respecto en esos años y también por algunos partidos políticos minoritarios, como Izquierda Unida y Esquerra Republicana de Catalunya.

En esto hay que decir que la política dominante en España ha estado incluso por detrás de lo que se ha ido haciendo en otros países cuyas poblaciones sufrieron el nazismo, el fascismo y otros regímenes dictatoriales antes y después de la segunda guerra mundial. Oficialmente aquí se impuso la impunidad y se pretendió imponer el olvido. Primero, poco después de la muerte de Franco, aduciendo el riesgo de una nueva guerra civil; después, y como consecuencia de los pactos políticos y sindicales a los que llegaron las principales fuerzas parlamentarias, argumentado que lo que importa es el presente y que no conviene hurgar en las heridas del pasado por el efecto perverso que esto puede llegar a tener para la convivencia en el futuro.

El politicismo dominante durante una transición que, contra lo que se dice habitualmente, no tuvo nada de modélica o ejemplar, se llevó por delante las convicciones éticas elementales en este asunto. Eran tiempos en los que incluso la izquierda parlamentaria, el PSOE y el PCE, condicionada por los pactos que ella misma había firmado, repetía sin parar unas palabras que no eran suyas, que tomaron prestadas y que siempre han servido para acogotar a las buenas gentes que querían rehabilitar la memoria de los republicanos y de las víctimas del franquismo: “Una cosa es la ética y otra la política”. Con el presupuesto, al decir eso, claro está, de que la defensa de las convicciones éticas ha de quedar sometida al primado no de la política en general, sino de una política, que en este caso, como en casi todos, es la política que hacen los que mandan, los que no han dejado de ganar.

(Fuente: Revista Éxodo nº101 (noviembre-diciembre del 2009). Reproducción sin ánimo de lucro)

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