RELATO// ‘Apocalipsis’, de Laura Martínez González
LAURA MARTÍNEZ GONZÁLEZ.
La calidez de mi cuarto me sigue protegiendo del rencor y el rechazo recíproco que la ciudad y yo nos tenemos. Contando hoy, ya llevo dos meses encerrado. Escribiendo, en este diario, lo que veo desde mi ventana. Como cada mañana, unos transeúntes han formado varios grupos y desfilan, cual soldados, a La Fábrica; mientras otros, mendigan, tirados en la acera, algo que llevarse a la boca.
La Fábrica es un complejo industrial que abrieron dos estadounidenses, hace un año, delante de mi edificio y que comenzó a robar la mano de obra del resto de negocios y empresas de la zona, causando así la quiebra de muchos. Pero cómo no iba a preferir la gente trabajar allí con el bombardeo de promesas y campañas de márquetin que hacía. En la televisión, en cada farola y escaparate, en cualquier medio que se les ocurriera, La Fábrica les hacía salivar con esas aspiraciones que, en otras empresas, nunca alcanzarían.
Al principio, reconozco que a mí también consiguieron embaucarme. No como para trabajar allí, pero sí para reconocerles su mérito. Sin embargo, comencé a fijarme en que todo el que entraba, a firmar un contrato, salía con un punto metálico en medio de la frente, como una especie de placa metálica pequeña. Curioso, quise saber qué era y todos, con una alegría ficticia y exagerada, me respondían que con eso se iban a sentir mejor. Más capaces de alcanzar cualquier objetivo, más positivos para afrontar cualquier reto. Además, de poder conectarse a internet, pagar sin necesidad de usar una tarjeta o efectivo, atención médica…
No obstante, al poco tiempo esas personas comenzaron a sufrir un deseo impulsivo por consumir. Comprar lo que fuera, daba igual, el caso era adquirirlo y echarle el ojo a otra cosa que se pudiese conseguir con dinero. O mejor dicho, con el punto metálico de sus frentes. El problema era que cada vez necesitaban cosas más caras para satisfacerse, lo que conllevó a que rogaran a La Fábrica que les aumentara las horas de trabajo.
La empresa, como es lógico, se lo concedió y les hizo un contrato de sesenta horas semanales. Aún así, seguían sin poder complacer, plenamente, su ansia de consumo. Por lo que empezaron a financiar y a pedir créditos. Recuerdo ver inmensas colas de gente esperando delante de la puerta del banco para hipotecar sus vidas por, yo qué se, que gilipolleces.
Pero entonces, ocurrió lo que nadie parece esperarse nunca: despidieron a la gran mayoría. De un momento a otro, todos esos bienes que habían financiado se convirtieron en deudas imposibles de pagar, porque la chapa tecnológica, que La Fábrica les había insertado en la cabeza, dejó de funcionar.
Y como nadie, o casi nadie, había ahorrado algo de efectivo, los bancos comenzaron a cobrarse la justicia por su mano. Sin importarle el sufrimiento de aquellas personas, familias que, día tras día, imploraban y peleaban, con la policía, por volver a entrar en sus hogares, aunque fuera a coger el cepillo de dientes. Las entidades solo reclamaban lo que era suyo por derecho y ellos solo tenían derecho a callarse y a aceptar el castigo. Asumir que, a partir de entonces, su cama sería un cartón meado que compartirían con alguna de las ratas que infectaban la ciudad.
Quienes tuvieran algún familiar o amigo que les pudiese ayudar, supongo que no se verían en esa situación, pero yo os cuento lo que lloran las calles.