‘El mar alrededor’, de Keri Hulme

El mar alrededor

Keri Hulme

Traducción de Enrique Maldonando Roldán

Automática

Madrid, 2019

693 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

Una pintora que no pinta, un niño mudo y un padre adoptivo que es un maorí mestizo. Con esos protagonistas Keri Hulme (Chirstchurch, Nueva Zelanda, 1947) construye una parábola sobre los límites del lugar donde habitamos, física y emocionalmente, condicionados por esa otra frontera, la más natural, la que separa la tierra del mar, el lugar donde podemos pisar, comer, amar, y el territorio de los sueños, la contemplación y el deseo. Utilizar el verbo construir no es nada gratuito, pues el esfuerzo de condensación y de suma en cada capítulo, en ocasiones muy breve, para expresar algo que navega en paralelo al costumbrismo, y conseguir que la suma y acumulación de sucesos no se escape hacia una literatura casi experimental -recordemos que la obra fue escrita en la década de 1980-, requiere de una entrega digna de alguien que es arquitecto y albañil al mismo tiempo. La obra parece fragmentada, pero no lo son las intenciones de Hulme, pues todo obedece a una atmósfera en la que los personajes están encerrados por la cúpula de aire y la condición humana que respiran.

En buena medida, la exploración de Hulme se mueve en péndulo entre la realidad y la fantasía, pero de forma que una y otra se van retroalimentando. Por un lado, está la sociedad, que no se menciona, pero que aparece de forma elíptica; una sociedad a cuya periferia pertenecen los tres personajes, empeñados en la autosuficiencia, o al menos en la autosuficiencia narrativa, es decir, en construir sus propios días. Y por el otro están los vínculos entre ellos, unas historias de amor sin engaños, porque saben que de eso se trata el paso por el planeta: o amas al que está más cerca o no amas. El amor que impone las religiones, por ejemplo, resulta demasiado abstracto y, por tanto, demasiado intelectual. No se quiere con el fondo de la inteligencia, sino con la pasión que nace de todas las células del cuerpo. Ese imperio brota incluso en un lugar tan apartado del resto del mundo como es la costa de la isla sur de Nueva Zelanda, en una aldea, en las lindes de la naturaleza. El niño mudo es, por otra parte, una metáfora completa, una proyección y una imagen de cómo llegamos a querer a quien debemos cuidar. Se trata del personaje central, no porque acapare la acción, sino porque es el combustible de la novela. Su origen es tan incierto que nos atreveríamos a designarlo como un hijo de la mar, un ser telúrico de no haber surgido tan cerca del agua salada. Y está, en los tres, la maldición de ser diferente, la social y la que nos confiamos a nosotros mismos. De esa sensación surge un amor que es triste, como nos empeñamos muchas veces en que debe ser el amor. Lo complicado es construir -de nuevo el verbo- esa sensación literariamente, un trabajo en el que Hulme pone mucho empeño, mucha afición y mucho tiempo. La novela es tan extensa que contiene grandes aciertos en ese sentido. Aunque lo que destaca sea la atmósfera, esa sensación que vincula soledad y sensibilidad, como si no fuera posible la una sin la otra, al menos en un mundo en el que lo hostil -más hostil si cabe para los niños, las mujeres y las minorías étnicas- se impone hasta el punto de que es mejor estar callado, como hace el niño, aunque sea por condición biológica.

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