‘Respirando fuego’, de David Meseguer y Karlos Zurutuza
Respirando fuego
David Meseguer y Karlos Zurutuza
Península
Barcelona, 2019
355 páginas
Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca
Ni las estrategias de fragmentación, ni las de aniquilación, han conseguido exterminar el espíritu kurdo. Se trata de un sentimiento de unificación, de tribu, bajo el fuego y las iras de una horda de demonios sin memoria ni respeto. Los kurdos conforman el mayor país del mundo sin estado. Hablamos de más de cuarenta millones de personas, todas ellas en lucha contra el acoso o contra el hambre, divididas por las estúpidas fronteras que separan Turquía, Irán, Irak y Siria. Esta división, esta negación de su derecho a constituirse en un pueblo reconocido políticamente y respetado bélicamente, hace que el paso por las líneas divisorias sea algo clandestino, una de esas aventuras que ninguno desearíamos tener, pues el riesgo de caer herido es real, tangible, se respira y madura hasta atorarnos con miedo o hacer un callo que provoca, por un extraño reflejo, que quienes allí habitan, quienes acompañan a los dos periodistas que nos van narrando Kurdistán, lo entiendan como algo cotidiano. Son demasiados años levantándose de demasiados derribos, que comenzaron antes de que muchos de ellos tuvieran memoria.
Las escenas, las secuencias que se retratan nos llevan a distintas etapas del tiempo: el presente, el pasado inmediato, la última mitad del siglo XX, la historia desde sus orígenes, cuando se fundaron las religiones. Aunque la actualidad se impone, a cuenta del buen oficio de David Meseguer (Benicarló, 1983) y Karlos Zurutuza (Donostia, 1971). Mientras nos relatan en qué consiste el conflicto y nos describen a sus principales actores, viajan por los cuatro países que contienen al quinto, Kurdistán, un territorio con lengua, cultura y personalidad propia, una lucha que deberíamos considerar absurda, pues a estas alturas nadie niega la personalidad de este pueblo ni su derecho a la independencia. Que sea atacado desde los gobiernos es ya un reconocimiento. Al que se suma, actualmente, la guerra religiosa que mantienen con otros caracteres de la guerra, como el Estado Islámico. De ahí que el interés, que es una constante a lo largo del libro, se incremente cuando los autores se introducen en Siria, en la guerra sin fin de un país que se parece demasiado a los Balcanes de los años noventa. Las dificultades y el riesgo añaden una capa de tensión mientras nos explican en qué consiste la labor de Meseguer y Zurutuza: centrarse en las vidas de las pequeñas personas y referirse a las de las grandes como ideales.
Sus compañeros de viaje son contrabandistas, mujeres, panaderos y, por supuesto, guerrilleros. En sus cabezas ha encajado previamente, y nos lo explican con facilidad, el puzle de la geografía humana y de la historia, también humana y por tanto descabellada. Mientras sumamos invitados al libro, vamos comprobando que la esperanza de vida entre los kurdos no es muy alta, que va descendiendo, pues de muchas de las personas que conocen se tendrán que despedir antes de terminar de redactar la obra que tenemos entre las manos. La mayor virtud de Meseguer y Zurutuza es, sin embargo, la humildad. Sería fácil convertirse en protagonista del relato, caer en la tentación del ego, alabarse a uno mismo enarbolando la bandera de una causa de justicia, pero ellos saben colocarse como meros testigos y dejan que los héroes sean anónimos. Saben que su trabajo, al fin y al cabo, es de una inutilidad preciosa, pues escribir y denunciar no va a cambiar las vidas de quienes han ido conociendo a lo largo de los viajes. Pero se resisten, y hacen bien, a soltar esa piedra preciosa que es haber compartido un sufrimiento que no tiene sentido y es demasiado extenso. Ese es el valor, con toda la polisemia que contiene esta palabra, de este libro.