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RELATO// ‘Mensaje en el parque de las flores’, de Elmer Ernesto Alcántara

ELMER ERNESTO ALCÁNTARA.

Hoy, mi hijo vino a decirme, emocionado, que va a ser padre, que va a tener su primer hijo. Me sentí muy feliz por él, que estaba loco de alegría: nos abrazamos, brindamos, hicimos planes; luego se fue; y cuando me quedé solo me acordé de mi propio padre, a quién vi por última vez cuando tenía ocho años.

Era 1972, en Lima; yo era hijo único y concentraba todas las atenciones y cuidados de mi madre, que era profesora de escuela, y de mi padre, que era trabajador de un banco. Vivíamos en una casa de Miraflores y yo disfrutaba de una infancia feliz. Por ese tiempo se había hecho costumbre que cada vez que llegaba del trabajo, mi padre me sentara sobre sus rodillas y me preguntara sobre la escuela, me hiciera cosquillas y jugara conmigo un rato antes de poner el tocadiscos y sentarse a comer. Antes de que acabe la tarde salía a caminar. Iba él mismo a la panadería de Benavides por café recién tostado y pan acabado de hornear; y casi siempre me llevaba con él; en el camino me compraba manzanas confitadas, galletas, chocolates  o un helado, dependiendo de la estación. Pero un buen día, al comenzar ese invierno algo cambió: llegó del trabajo y no me sentó sobre sus rodillas ni me preguntó sobre la escuela, ni siquiera me dijo nada. Llegó, se encerró en el estudio, llamó a mi madre; y todo ese día no lo volví a ver. A partir de ese día, cada vez que llegaba del trabajo apenas me daba una palmadita en el hombro o me sacudía el pelo de la frente y me decía, con un tono entre serio y divertido: “¿cómo está, jovencito?”; y ya no volvió a dar paseos ni tampoco a poner el tocadiscos y a cantar.

Pero una tarde, a mitad de ese invierno; él mismo me puso el abrigo, la chalina y el gorro de lana, y me dijo: “vamos a dar una vuelta jovencito”. Y salimos, abrigados y cómplices, a una tarde lluviosa, de un invierno triste, de una Lima opaca. Empezamos a caminar despacio, internándonos en la niebla y la menuda lluvia; y yo volví a sentir su mano grande, cálida y delgada, acoger tiernamente la mía, mientras caminábamos. Luego de caminar un rato en silencio empecé a presentir que algo había de diferente esa tarde, que algo había de extraño en él, o en su mano o en su silencio. Como nunca sentía su mano nerviosa, inquieta, como embargada por una leve emoción; y así, callados, avanzamos envueltos en invierno.

Como ya dije, por entonces yo tenía ocho años y él (aunque yo no lo sabía) cuarenta y dos. Era alto, muy delgado, de nariz filosa y ojos buenos; y aunque detrás de su mirada amable parecía siempre persistir un cansancio acentuado muchas veces por una respiración dificultosa; su voz era alegre y le gustaba poner el tocadiscos y cantar. Después que pasamos la panadería de Benavides donde me compraba galletas, la tienda de los chocolates, la señora de las manzanas confitadas y el mercadillo donde podíamos comprar fruta, yo ya no sabía a dónde íbamos; y él, de pronto tan callado, no me decía ni preguntaba nada, como solía hacer. Intrigado y curioso yo levantaba los ojos para verlo y lo encontraba tan distante, tan lejos de la lluvia, de mí y de la tarde; pero al mismo tiempo sentía su mano acoger con una ternura apremiante la mía: la apretaba dulcemente, la acariciaba; y mi pequeña mano se perdía, se perdía en la suya, grande, cálida y llena de amor.

De pronto llegamos al malecón, cruzamos el puente y nos sentamos en una banca del Parque de las Flores frente al mar silencioso escondido entre la niebla; y por fin dijo algo: “¿Qué le parece jovencito?”. “¿Qué?”, le dije yo sin saber a qué se refería. “El mar”, me dijo; y antes de que yo pudiera decir algo, continuó hablando: “…es pacífico, pero a veces despliega una gran violencia; es hermoso, pero también aterroriza; da vida y la quita; y muchos ríos turbios desembocan en él pero jamás lo contaminan. Y es inmenso sabe?, muy inmenso, pero a veces una sola lágrima puede ser más grande que él”… y calló un momento. Yo lo escuché perplejo; su voz era extraña, había algo nuevo o diferente en ella. “¿Y el parque, qué le parece el parque, le gustan las flores?”. Continuó como hablándole al mar, sin mirarme a mí todavía. “…si la tarde es muy gris, la lluvia persistente y no puedes ver el cielo, ahí están las flores y sus colores; las flores nos recuerdan que ahí está el sol, detrás de las nubes. El invierno puede ser muy largo, interminable y oscuro… pero siempre vuelve a salir el sol, siempre regresa la primavera y con ella la luz y los colores”. Eran unas palabras raras; yo no sabía qué significaban.

Me estaba hablando de una manera que nunca antes había hecho; era como si sus palabras salieran de una parte de él que nunca antes me había mostrado; como si quisiera decirme algo que no tenía nada que ver con las cosas que estaba diciendo, pero que él, de esa única manera, alcanzaba a comunicar; como un mensaje secreto que algún día desentrañaría pero que esa tarde sólo debería encargarme de no olvidar y nada más. Me quedé mirándolo sin comprender nada; él entonces se arrodilló sobre la hierba mojada delante de mí y me acomodó el abrigo, la chalina y el gorro de lana para que el frío no tuviera por donde entrar en mi pequeño cuerpo, y ahora sí me quedó mirando. Por un momento me pareció que estaba pensando en lo que en verdad quería decirme, como buscando las palabras para decirlo; pero que luego, al momento de pronunciarlas, se transformaban en esas que salían de su boca…; continuó hablando de esa manera tan rara. “Jovencito, hay que ser como el mar; pase lo que pase, siempre está allí, incólume –me miraba y acariciaba– Sea usted como el mar; llore o ría, pero hágalo con todo el corazón; no importa si se cae, lo importante es levantarse; apueste aunque pierda, que es mejor perder que no apostar; pero viva, ¡viva!, ¡viva!, y mire las flores; siempre mire las flores, porque ellas nos recuerdan la vida”.

Sentado en la banca, confundido; yo miraba hacia donde estaba el mar sin saber qué sentir, qué hacer o qué decir; él, arrodillado frente a mí, me abrazó fuerte contra su pecho, pasó sus manos por mi cabeza con una incontenible emoción y me dijo: “Yo sé que usted será un buen hombre, jovencito”, y calló. Cuando me dio un beso, vi que estaba llorando.

Regresamos en silencio de ese extraño paseo, (me compró una manzana confitada, de regreso). En las semanas que siguieron, volvió a la palmadita en el hombro y al “como está jovencito”, cuando volvía del trabajo; pero yo veía cómo cada vez era más notorio el cansancio de sus ojos, cómo se acentuaba la palidez de su rostro. Un día dejó de ir a la oficina, empezó a caminaba con cierta dificultad, se veía muy débil; otro, dejó de levantarse de la cama, mientras en la casa desfilaban visitantes desconocidos, amigos preocupados y parientes que nunca había visto en mi vida. Hablaban bajo y callaban cuando yo me acercaba.

La casa se fue llenando de voces apagadas, de pasos sigilosos, de largos silencios y lágrimas escondidas de mi madre. Pasaron unos tres meses desde aquel inolvidable paseo al Parque de las Flores, cuando una mañana mi madre entró a mi cuarto; me cambió y arregló lo mejor que pudo, en medio de un incontenible esfuerzo por contener las lágrimas, me condujo en silencio a la habitación a la que hacía semanas no me dejaban entrar y me dijo: “Tienes que ser fuerte mi amor”, y abrió la puerta.

Entré solo; miré a mi padre, echado en su cama y me quedé parado, sin saber qué hacer o qué decir: estaba impresionado por su palidez increíble, por su delgadez que asustaba. “Acérquese jovencito” me dijo él, y su voz ya no era alegre, sólo se sentía un enorme cansancio en sus palabras. Me acerqué, y con unos dedos largos, finísimos, casi invisibles; empezó una larga y lenta caricia por mi cara. “Pequeño, pequeño –me dijo– no lo olvides, hay que ser como el mar, y en las tardes tristes y muy grises, hay que ver las flores”. Sus ojos estaban apagados, distantes, sin el más mínimo brillo, y una lágrima más grande que el mar le rodó por su mejilla…; en ese momento comprendí que mi padre me había estado hablando de la muerte, entonces no supe qué hacer y sólo me puse a llorar.

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